—¡La
Flecha Negra! Es estupendo. ¡La Flecha Negra! Este fue uno de los
primeros libros que yo leí. ¿Lo conoce usted, Albert? Piense que yo estaba
leyendo cuando usted no había nacido todavía. A ver… Déjeme pensar. La
Flecha Negra. Sí, desde luego… Había una pintura en la pared, con unos
ojos a través de los cuales miraban otros auténticos. Un argumento espléndido,
interesante. Imponía, ¿eh? Daba miedo. ¡Oh, sí! La Flecha Negra. Giraba
en torno… ¿al gato, al perro? Bueno, esto era así: El gato, la rata y «Lovell»,
el perro, rigen Inglaterra bajo el cerdo. El cerdo era Ricardo III, por
supuesto. Aunque ahora se escriben libros en que los autores afirman que fue un
rey verdaderamente maravilloso. No era un villano, en absoluto, dicen. Pero yo
no les creo. Shakespeare no era de tal parecer. Recuerdo que al principio de
una de sus obras teatrales hizo decir a Ricardo: «Estoy decidido a demostrar
que soy un villano». ¡Oh, sí! La Flecha Negra.
—¿Desea algún
otro libro, señora?
—No, gracias,
Albert. Me siento demasiado fatigada para continuar ya.
—Perfectamente.
Debo comunicarle, señora, que el señor telefoneó para decir que se retrasaría
media hora.
—Bueno, no
importa —contestó Tuppence.
Esta se sentó
en un sillón, abriendo La Flecha Negra y enfrascándose en la lectura del libro.
—Esto es
maravilloso —comentó en voz alta—. Como lo he olvidado en su casi totalidad,
disfrutaré lo mío leyéndolo de nuevo. Hace años me proporcionó muchas
emociones.
Se hizo el
silencio a su alrededor. Albert regresó a la cocina. Tuppence fue recostándose
en el sillón. El tiempo fue pasando. Acurrucada en aquel sillón, un tanto
desvencijado, la esposa de Thomas Beresford buscaba gozos del pasado,
aplicándose a la lectura de La Flecha Negra, de Robert
Louis Stevenson (…)
Arriba,
Tuppence continuaba sentada en el sillón medio desvencijado, leyendo La Flecha
Negra. Habían aparecido unos pliegues en su frente. Acababa de dar con algo
sumamente curioso: en una de aquellas páginas habían sido subrayadas algunas
palabras. Tuppence se había pasado los últimos quince minutos estudiando aquel
curioso fenómeno. No acertaba a ver la razón de aquel subrayado. No formaban
los vocablos una secuencia completa; no se trataba de ninguna cita. Alguien
había querido aislar aquellas palabras de las demás subrayándolas con tinta
roja. Leyó una vez más, en voz baja: «Matcham no pudo reprimir un grito y miró
a Jack, quien hizo un movimiento de sorpresa, escapándosele la ventana de las
manos. Todos avanzaban a pie, con las espadas y dagas a punto. Ellis levantó
una mano. Le brillaban los ojos»… Tuppence movió la cabeza, dudosa. Aquello
carecía de sentido.
Se acercó a la
mesa, donde había unas cuantas hojas de papel, enviadas por la imprenta para
que los Beresford escogieran el modelo que más les gustara, a fin de
confeccionar las cartas con membrete que llevarían su nueva dirección: «Los
Laureles».
—¡Qué nombre
tan tonto! —exclamó Tuppence—. Ahora, si andamos cambiando nombres a cada paso
lo único que podemos conseguir es que se extravíen las cartas que nos dirijan.
Se aplicó a la
tarea de copiar algunas letras. Fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa
que no había advertido antes.
—Esto ya
cambia —consideró Tuppence.
De repente,
oyó la voz de Tommy.
—¿Todavía con
eso? —inquirió aquel—. La cena está lista, prácticamente. ¿Cómo marchas con tus
libros?
—Este lote me
está dando trabajo —contestó Tuppence—, mucho trabajo.
—¿Por qué?
—Aquí tienes La
Flecha Negra, de Stevenson. Tuve el capricho de
emprender su lectura de nuevo… Todo iba bien, hasta que de pronto me he
encontrado con un montón de palabras subrayadas con tinta roja.
—¿Y qué tiene
eso de particular? Muchas veces, mientras uno lee un libro, subraya palabras y
frases que le han llamado la atención. Son cosas que uno quiere recordar. En ocasiones,
es una cita, un pensamiento atinado… Bueno, tú me entiendes.
—Te entiendo,
pero esto de que te hablo no tiene nada que ver con lo que tú dices. Además, se
trata de letras, solamente.
—¿De letras?
—preguntó Tommy.
—Acércate.
Mira…
Tommy se dejó
caer sobre uno de los brazos del sillón, procediendo a leer el texto que tanto
había llamado la atención a Tuppence.
—Esto no tiene
sentido —opinó Tommy.
—Es lo que yo
misma me dije al principio, pero la verdad es que sí que lo tiene.
Sonó el timbre
en la planta baja.
—La cena está
lista.
—No importa
—repuso Tuppence—. Quiero explicarte esto antes de que nos sentemos a la mesa.
Hablaremos de ello más tarde, pero… Resulta algo extraordinario, realmente.
Quiero que lo veas ahora mismo, Tommy.
—Está bien.
¿Qué pasa, Tuppence? ¿Has dado con alguna adivinanza?
—No, no es una
de mis adivinanzas. Verás que en este papel he ido anotando unas letras…
Fíjate. La M de «Matcham» está subrayada, así como la a. A continuación vienen
otras letras. El autor de esto ha ido aislándolas sucesivamente. Después tienes
la r de «reprimir», la y que une dos frases, la j de «Jack» la o de «hizo», la
primera r de «sorpresa», la d de «de», la primera a de «avanzaban», la n y la o
de «levantó», la m de «mano»…
—Ya está bien,
Tuppence, ¡por el amor de Dios!
—Espera,
espera… Tengo que llegar hasta el final. Ahora hay que ir colocando esas letras
sobre el papel, una tras otra, lo que he hecho con las primeras. Ahí tienes:
M-A-R-Y. Estas cuatro letras estaban subrayadas.
—¿Qué has
compuesto entonces?
—Un nombre:
Mary.
—Muy bien.
Aquí debió vivir alguien que se llamaba así. Una chiquilla dotada de bastante
imaginación. Supongo que se propondría hacer saber a todo el mundo que este
libro era de su propiedad. La gente es muy aficionada a escribir sus nombres en
las páginas de los libros y otras cosas.
—De acuerdo.
Ya tenemos el nombre: Mary —dijo Tuppence—. Después, si colocamos las letras
que vienen a continuación una tras otra tendremos una nueva palabra:
J-o-r-d-a-n.
—¿No ves? Mary
Jordan. Muy natural. Ya conoces el nombre completo de la chica. Se llamaba Mary
Jordan.
—Bueno, ocurre
que este libro no era de su propiedad. Al principio, escrito con una letra
infantil, se lee un nombre masculino: Alexander. Alexander Parkinson, creo.
—¿Tiene eso realmente
alguna importancia?
—Desde luego
que la tiene —manifestó con énfasis Tuppence.
—Vámonos,
querida. Tengo hambre.
—Aguántala por
unos instantes. Voy a leerte lo que viene después. Las letras están cogidas en
varias páginas, conforme las necesitaba el autor de todo esto. Las letras es lo
que interesa, no las palabras que las proporcionan. Veamos… Ya tenemos Mary
Jordan… Juntemos las que vienen luego: n-o m-u-r-i-ó d-e m-u-e-r-t-e
n-a-t-u-r-a-l, es decir, Mary Jordan no murió de muerte natural. ¿Qué te
parece? Vamos con otras palabras, puesto que las hay —hubo una pausa, añadiendo
finalmente Tuppence—: Ya estamos en lo último: Fue uno de nosotros. Yo creo
saber quién. Eso es todo. Ya no he podido localizar nada más. Pero resulta muy
intrigante, ¿eh?
—Bueno,
Tuppence —dijo Tommy—, espero que no vayas a inventarte ahora una historia
fantástica acerca de esto.
—No te
entiendo. ¿Qué quieres decirme con esas palabras?
—Que no vayas
a pensar que se trata de un misterio…
—Es un
misterio realmente para mí, claro —afirmó Tuppence—. Mary Jordan no murió de muerte natural. Fue uno de nosotros. Yo creo
saber quién. ¡Oh, Tom! Tienes que reconocer que estamos ante un enigma de
lo más intrigante.
Agatha Christie, La Puerta del Destino