Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz
en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el
tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la
lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares
prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel. Vencido por la realidad, por
España, Don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo
sobrevivió Miguel de Cervantes. Para los dos, para el soñador y el soñado, toda
esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de
caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII. No sospecharon que los
años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y
la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que
las estepas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto. Porque en el
principio de la literatura está el mito, y así mismo en el fin.
Jorge Luis
Borges
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