domingo, 14 de noviembre de 2021

HACIA CERO

 

Casi todas las personas que se hallaban reunidas alrededor de la chimenea eran abogados o tenían interés por la Ley. Estaban: Martindale, Rufus Lord, K. C., el joven Daniels, que se había hecho famoso con el caso Castairs, varios abogados más, el Magistrado del Supremo Cleaver, Lewis, de la firma Lewis & Trench, y el anciano señor Treves. El señor Treves andaba cerca de los ochenta, unos ochenta llenos de madurez y de experiencia. Era el miembro más famoso de una famosa firma de abogados. Había resuelto fuera de los tribunales innumerables casos delicados, se decía que sabía más secretos de familia que ningún otro hombre de Inglaterra y estaba especializado en criminología.

Algunas personas irreflexivas opinaban que el señor Treves debía escribir sus memorias. El señor Treves, con mejor juicio, opinaba que sabía demasiado para ello.

Aunque retirado del ejercicio de su profesión desde hacía mucho tiempo, no había en toda Inglaterra opinión más respetada que la suya por sus propios colegas. Cuando hablaba, con su voz fina y precisa, siempre se producía a su alrededor un silencio respetuoso (...)

—Estaba pensando —dijo el señor Treves— no tanto en las cuestiones legales que se suscitaron, aunque son muy interesantes… Muy interesantes… Si el veredicto hubiera sido al contrario, creo que habría habido base sobrada para una apelación… Pero no voy a empezar con eso ahora. Estaba pensando, como les decía, no en las cuestiones legales sino en… bueno, en las personas que intervinieron en el caso.

Todos se quedaron asombrados. Sólo habían considerado a las personas del caso desde el punto de vista de su credulidad o en su categoría de testigos. Ninguno de ellos había llegado ni siquiera a hacerse la menor consideración sobre si el acusado sería culpable o tan inocente como el tribunal lo había declarado.

—Seres humanos —dijo pensativo el señor Treves—. Seres humanos. De todas clases, especies, formas y tamaños. Gentes de todas partes, de Lancashire, de Escocia, aquel propietario del restaurante de Italia, y aquella maestra de escuela de no sé dónde en el Medio Oeste. Todos cogidos y atrapados en la red y, por último, reunidos ante un tribunal de Londres, en un día gris del mes de noviembre, Cada uno de ellos contribuyendo con su poquito. Y la cosa vino a tener su culminación en un juicio por asesinato.

Hizo una pausa y empezó a tamborilear suavemente en una de sus rodillas.

—A mí me gustan las buenas novelas policíacas —dijo—. Pero opino que empiezan donde no deben. Empiezan con el asesinato. Pero el asesinato es el fin. La historia empieza mucho antes, con todas las causas y acontecimientos que reúnen a determinadas personas en determinado lugar, a una hora determinada de un día determinado. Fíjense en la declaración de aquella muchachita… Si la pinche no le hubiera quitado el novio, ella no hubiera dejado la casa en un arranque de genio, no hubiera ido a parar a casa de los Lamorne y no hubiera sido el principal testigo de la defensa. Y ese Giuseppe Antonelli, viniendo a ocupar el puesto de su hermano durante un mes… El hermano es cegato como un topo… No hubiera visto lo que vieron los ojos agudos de Giuseppe. Si al policía no le gustara la cocinera del Cuarenta y ocho, no hubiera llegado tarde a hacer su ronda…

El señor Treves confirmó sus palabras moviendo suavemente la cabeza.

—Todos convergiendo en un punto dado… Y luego, llega la hora… ¡La hora cero! Sí, todos encontrándose en la hora cero…

Tras una breve pausa, repitió:

—La hora cero… (…)

Se sentó enfrente del fuego y cogió el correo.

En su mente seguía dándole vueltas la idea que había esbozado en el club.

—Incluso en este momento —se dijo el señor Treves—, algún drama, algún crimen futuro, está en curso de preparación. Si yo escribiera una de esas historias tan divertidas de sangre y de crimen, empezaría ahora, con un caballero anciano sentado frente al fuego, abriendo sus cartas y dirigiéndose sin saberlo él mismo hacia la hora cero…

Agatha Christie, Hacia cero

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