Casi
todas las personas que se hallaban reunidas alrededor de la chimenea eran
abogados o tenían interés por la Ley. Estaban: Martindale, Rufus Lord, K. C.,
el joven Daniels, que se había hecho famoso con el caso Castairs, varios
abogados más, el Magistrado del Supremo Cleaver, Lewis, de la firma Lewis &
Trench, y el anciano señor Treves. El señor Treves andaba cerca de los ochenta,
unos ochenta llenos de madurez y de experiencia. Era el miembro más famoso de
una famosa firma de abogados. Había resuelto fuera de los tribunales
innumerables casos delicados, se decía que sabía más secretos de familia que
ningún otro hombre de Inglaterra y estaba especializado en criminología.
Algunas
personas irreflexivas opinaban que el señor Treves debía escribir sus memorias.
El señor Treves, con mejor juicio, opinaba que sabía demasiado para ello.
Aunque
retirado del ejercicio de su profesión desde hacía mucho tiempo, no había en
toda Inglaterra opinión más respetada que la suya por sus propios colegas.
Cuando hablaba, con su voz fina y precisa, siempre se producía a su alrededor
un silencio respetuoso (...)
—Estaba
pensando —dijo el señor Treves— no tanto en las cuestiones legales que se
suscitaron, aunque son muy interesantes… Muy interesantes… Si el veredicto
hubiera sido al contrario, creo que habría habido base sobrada para una
apelación… Pero no voy a empezar con eso ahora. Estaba pensando, como les
decía, no en las cuestiones legales sino en… bueno, en las personas que
intervinieron en el caso.
Todos se
quedaron asombrados. Sólo habían considerado a las personas del caso desde el
punto de vista de su credulidad o en su categoría de testigos. Ninguno de ellos
había llegado ni siquiera a hacerse la menor consideración sobre si el acusado
sería culpable o tan inocente como el tribunal lo había declarado.
—Seres humanos
—dijo pensativo el señor Treves—. Seres humanos. De todas clases, especies,
formas y tamaños. Gentes de todas partes, de Lancashire, de Escocia, aquel
propietario del restaurante de Italia, y aquella maestra de escuela de no sé
dónde en el Medio Oeste. Todos cogidos y atrapados en la red y, por último,
reunidos ante un tribunal de Londres, en un día gris del mes de noviembre, Cada
uno de ellos contribuyendo con su poquito. Y la cosa vino a tener su
culminación en un juicio por asesinato.
Hizo una pausa
y empezó a tamborilear suavemente en una de sus rodillas.
—A mí me
gustan las buenas novelas policíacas —dijo—. Pero opino que empiezan donde no
deben. Empiezan con el asesinato. Pero el asesinato es el fin. La historia
empieza mucho antes, con todas las causas y acontecimientos que reúnen a
determinadas personas en determinado lugar, a una hora determinada de un día
determinado. Fíjense en la declaración de aquella muchachita… Si la pinche no
le hubiera quitado el novio, ella no hubiera dejado la casa en un arranque de
genio, no hubiera ido a parar a casa de los Lamorne y no hubiera sido el
principal testigo de la defensa. Y ese Giuseppe Antonelli, viniendo a ocupar el
puesto de su hermano durante un mes… El hermano es cegato como un topo… No
hubiera visto lo que vieron los ojos agudos de Giuseppe. Si al policía no le
gustara la cocinera del Cuarenta y ocho, no hubiera llegado tarde a hacer su
ronda…
El señor
Treves confirmó sus palabras moviendo suavemente la cabeza.
—Todos
convergiendo en un punto dado… Y luego, llega la hora… ¡La hora cero! Sí, todos
encontrándose en la hora cero…
Tras una breve
pausa, repitió:
—La hora cero…
(…)
Se sentó
enfrente del fuego y cogió el correo.
En su mente
seguía dándole vueltas la idea que había esbozado en el club.
—Incluso en
este momento —se dijo el señor Treves—, algún drama, algún crimen futuro, está
en curso de preparación. Si yo escribiera una de esas historias tan divertidas
de sangre y de crimen, empezaría ahora, con un caballero anciano sentado frente
al fuego, abriendo sus cartas y dirigiéndose sin saberlo él mismo hacia la hora
cero…
Agatha Christie, Hacia cero
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