TRECE HORAS antes de que el perro
semihundido asomase la cabeza por encima de aquel montón de tierra, Fairuz
Mernisi se levantaba, como todas las mañanas, para ir a la escuela.
Su madre la
obsequió al despertarse con una enorme sonrisa y un humeante tazón de leche.
DOCE HORAS antes de que el perro alzase
la cabeza para contemplar la devastación, Fairuz salió de casa vestida de
colegiala; llevaba en una cartera los cuadernos con los deberes hechos la
víspera.
Ella y su
madre recorrieron el camino hacia la escuela cantando una canción que hablaba
de ratoncitos blancos.
ONCE HORAS antes de que el perro
meditase, asombrado una vez más, sobre la brutal explosión que había arrasado
la plaza, Fairuz practicaba con sus compañeros de clase la tabla de
multiplicar.
Siete por
siete eran en Beirut lo mismo que en otras partes del mundo y, como en otros
lugares del planeta, la maestra se afanaba para que aquel ejercicio rutinario diese
normalidad a un día que no tenía nada de corriente.
DIEZ HORAS antes de la mirada de
asombro del perro semihundido, y ante la ausencia de algunos maestros y
alumnos, en la clase de Fairuz se anticipó la hora del recreo. Por espantar los
miedos, la maestra explicó lo que esos días estaba ocurriendo en la ciudad. La
mirada de los niños era severa y, ante su silencio, la mujer les invitó a que
pintaran en la pizarra lo que habían visto o de lo que habían oído hablar.
Sin pronunciar
palabra, varios dibujaron las puntiagudas siluetas de los F-16 y los efectos de
sus vuelos sobre la ciudad.
Cuando le
llegó el turno a Fairuz, no quiso pintar aviones ni edificios destruidos, sino
un puente.
NUEVE HORAS antes de que el perro, con
las patas hundidas en la tierra, mirase hacia la cima del montón de escombros,
la escuela de Fairuz trató de hacer lo de todos los días pero no pudo, porque
el fragor de las sirenas quebró el hábito de la mañana, y los niños de cada
aula se pusieron en pie pegados a la pared, como estaban advertidos.
La maestra,
cuando fue su turno, se dirigió con sus alumnos hacia el gimnasio, donde
estaban ya niños y profesores de otros cursos. Allí pasaron cerca de una hora. Los
más pequeños lloraban, pero los mayores, como Fairuz, jugaban a las adivinanzas
o a las rimas en pequeños grupos.
OCHO HORAS antes de sorprender las
pupilas centelleantes del perro tras el montón de tierra, la directora de la
escuela entró en el gimnasio. Se dirigió hacia algunos maestros, y otros
adultos hicieron un corro a su alrededor. Los niños no pudieron oír: «Ha sido
en Ouzaei, en el sur. Los aviones se han ido. Volvemos a las clases».
A una palmada
de los profesores, los niños se alzaron del suelo y se ordenaron en
disciplinadas filas, dispuestos para subir a las clases.
SIETE HORAS antes de que el perro
mirara hacia arriba, con los oídos aturdidos, la maestra escribió en la pizarra
los deberes para el día siguiente. El primer ejercicio fue: «Escribe una carta
de una página a un familiar lejano, en la que le felicites por su cumpleaños».
El segundo: «Haz una lista con seis palabras que expresen alegría y tres que
indiquen tristeza». Eso era todo. Deseó a sus alumnos que descansaran, que
durmieran bien y que tuvieran cuidado. Se despidió de cada uno en la puerta de
la clase, con la frase ritual, y cada uno saludó con respeto.
A la salida
esperaban madres ansiosas por llevar a sus hijos a casa. No se entretuvieron
por el camino. No hicieron compras, porque casi todos los establecimientos estaban
cerrados a esas horas, la mayoría por falta de abastecimiento. La madre de
Fairuz preguntó a su hija qué tal le había ido la mañana, aparentando rutina.
La niña no habló de la alarma.
SEIS HORAS antes de que el perro
soltase un gañido compungido, Fairuz y su madre acabaron de comer. Mientras la
mujer fregaba los cacharros, la niña encendió el televisor. Al poco se quedó
dormida, tendida en el sofá. Llevaba tres noches de sueño irregular.
Ni siquiera
despertó cuando su madre la llevó en brazos hasta su habitación, que dejó en
penumbra, bajando la persiana y cerrando las ventanas para que no llegaran
hasta allí los ruidos de la calle.
CUATRO HORAS antes de la explosión que
dejó aturdido y casi ciego al perro de patas semihundidas, se oyó el
chiquichaque de la cerradura, y entró el padre de Fairuz. Su mujer salió a la
puerta y le indicó con un gesto que no hiciera ruido, para no despertar a la
niña. Cuchichearon en la cocina, con la puerta cerrada, sobre la angustia
vivida con las sirenas de media mañana, e intercambiaron impresiones sobre la
marcha de los acontecimientos.
Él puso agua
al fuego para preparar un té, mientras ella colocaba la tetera y las tazas. Por
suerte, tenían provisiones para más de una semana, y las garrafas de agua estaban
llenas. Nunca se sabía cuándo se podía cortar el suministro. Peor era que
faltasen el gas, o la electricidad, se dijeron sin decirse nada.
TRES HORAS antes de que el misil
impactase en la plaza y causase el pavor del perro, Fairuz despertó. Entró en
la cocina, dio a su padre un beso y se sentó en sus rodillas. Él le preguntó
cómo había ido el día, qué habían hecho en el colegio, qué cosas nuevas había
aprendido...
La niña no
habló de los dibujos de la pizarra, ni de la alarma aérea, ni de la ausencia de
algunos niños, ni del llanto de los pequeños mientras esperaban en el gimnasio.
Tras un rato de conversación, dijo que iría a su cuarto a hacer los deberes.
DOS HORAS antes de que el perro
caminase hacia la montaña de escombros, antes de fijar su mirada en un punto
que aún no podemos adivinar, Fairuz acabó de hacer sus deberes.
Luego, tomó
una hoja de papel y pintó en ella el puente que veía desde su ventana, el que
había dibujado a medias en el colegio. Quizá ese puente fuera volado en un
próximo bombardeo, porque las noticias hablaban del peligro de que la aviación
destruyese edificios estratégicos de la ciudad, y ese era uno de sus lugares favoritos.
Sabía que era antiguo, pero para ella ese no era su principal valor.
UNA HORA antes de que el perro, con las
patas semihundidas, la mirada vidriosa y los oídos aturdidos, mirase hacia la
cima del montón de escombros, con la luz de los incendios reflejada en la pared
que había tras él, Fairuz pidió permiso a su padre para bajar a jugar a la
plaza.
Su madre se
adelantó y dijo que no; que estaba anocheciendo, y que era peligroso estar en
la calle. Pero su padre miró por la ventana del segundo piso y la tranquilizó: «Mujer,
no hay peligro. En este barrio no hay nada que tenga interés para los aviones.
Además, hay otros niños jugando abajo. No podemos estar encerrados siempre...».
Fairuz
consiguió el permiso pero, antes de bajar las escaleras, la madre avisó:
«Fairuz, cariño, ya sabes... Si se oyen las sirenas, sube enseguida». «Sí,
mamá», dijo ella.
La
hora que transcurrió hasta que llegó el misil, Fairuz jugó con otros niños en
la plaza.
El barrio, es
cierto, era simplemente una zona residencial.
En el parque
de verdes ajados y columpios herrumbrosos, dos grupos de ancianos y varios de
niños aprovechaban la tibieza del tiempo que precede al anochecer.
Entonces,
apareció el perro.
No llevaba
collar y parecía viejo, muy viejo.
Fairuz fue la
primera en verlo y, al cruzar su mirada con la del animal, supo que a ambos les
unía un hilo de aflicción. Tacharía «Silencio» de su lista de palabras tristes
y la sustituiría por «Mirada de perro».
El animal
lamió los pies de la niña mientras se dejaba acariciar. Debía demostrarle
confianza y estaba acostumbrado a ello.
Luego, a pesar
de que se sentía cansado y viejo, se puso a jugar. Primero, dando pequeños
brincos; luego, mediante ladridos que invitaban a la persecución.
Cuando otros
chicos de la plaza vieron que Fairuz jugaba con él, se acercaron.
Pronto, el
animal tomó un objeto con sus dientes y lo dejó a los pies de un niño; este lo
lanzó hacia un lugar, y el perro fue a buscarlo para dejarlo a los pies de una
niña.
Los chicos
entendieron.
El juego se
prolongó mucho tiempo y cada vez era mayor el entusiasmo de los pequeños, que
ahora eran más de quince. El perro, aunque era viejo y se notaba cansado, sabía
que aquello era necesario.
En un momento
determinado, el perro supo que, en un lugar distante, dos soldados acababan de
introducir en una máquina cruel las coordenadas del lugar en que debía caer un
misil.
El animal
acomodó el ritmo del juego a un reloj interior que determinó la trayectoria del
cohete y el momento exacto en que estallaría.
Poco a poco,
en ese juego, fue sacando a los niños de la plaza, pero ellos no se dieron
cuenta.
Cinco segundos
antes de la explosión, el perro y la turbamulta de niños estaban a salvo en el
callejón de un edificio cercano.
Ante los misiles
que vuelan a baja altura no se activan las sirenas.
Primero se oyó
un siseo...
... y, luego,
una terrible explosión que pulverizó el cemento, esparció por el aire toneladas
de tierra y paralizó a los niños.
Mientras estos
gritaban aturdidos y aterrorizados, el perro se asomó a la plaza.
Las patas del
perro se hundían en el suelo reventado. Los oídos le dolían y el fragor del
incendio que siguió hería sus pupilas.
Miró a través
del montón de escombros y trató de ver si los edificios en los que habitaban
Fairuz, Hassan, Limam, Souad... estaban indemnes. Todavía no pudo verlo, a
través del humo de la explosión.
El animal
pensó con pavor que, una vez más, durante un día de guerra más, había
conseguido salvar por poco a un grupo de niños. Al menos, de momento.
Ricardo Gómez