La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi ha obtenido el Premio Cervantes 2021 por su trayectoria como una de las grandes vocaciones literarias de la actualidad en una gran variedad de géneros, por su ejercicio constante de exploración y crítica y por su compromiso con temas como la condición de la mujer y la sexualidad.
El jurado ha otorgado el premio a la autora uruguaya por «reconocer en ella la trayectoria de una de las vocaciones literarias de nuestro tiempo y la envergadura de una escritora capaz de plasmar su talento en una pluralidad de géneros».
MONA LISA
La primera vez
que vi a Gioconda, me enamoré de ella. Era un otoño vago y brumoso; a lo lejos
se diluían los perfiles de los árboles, de los lagos planos, como sucede en
algunos cuadros. Una bruma ligera que enturbiaba Jos rostros y nos volvía
vagamente irreales. Ella vestía de negro (una tela, sin embargo, transparente)
y creo que alguien me contó que había perdido un hijo. La vi de lejos, como
sucede en las apariciones, y desde ese instante, me volví extremamente sensible
a todo lo que tuviera que ver con ella. Vivía en otra ciudad, según supe; a
veces, realizaba cortos paseos, para mitigar su pena. De inmediato —y a veces,
muy lentamente— supe qué cosas prefería, evoqué sus gustos aun sin conocerlos y
procuré rodearme de objetos que la complacerían, con esa rara cualidad del enamorado
para advertir pequeños detalles, como el coleccionista minucioso. Yo me volví
un coleccionista, a falta de ella, buscando consuelo en cosas adyacentes. Nada
hay superfluo para el amante. Giocondo, su marido, estaba en conflicto con un
pintor, según me enteré; era un comerciante próspero y basto, enriquecido con
el tráfico de telas y, como toda la gente de su clase, procuraba rodearse de
objetos valiosos, aunque regateara el precio. Pronto averigüé el nombre de la
ciudad donde vivían. Era un nombre sonoro y dulce; me sorprendí, porque debí
suponerlo. Una ciudad de agua, puentes y pequeñas ventanas, construida hacía
muchos siglos por mercaderes, antepasados de Giocondo, quienes, para competir
con los nobles y con los obispos, contrataron a pintores y arquitectos para
embellecerla, como hace una dama con sus doncellas. Habitaba un antiguo
palacio, reconstruido, en cuya fachada había mandado realizar incrustaciones de
oro. Sin embargo, mi informante me hizo notar que lo más bello de la fachada
del palacio era un pequeño paisaje, una acuarela protegida por un marco de
madera, que representaba la campiña y en medio un lago vaporoso, donde, apenas
insinuado, levitaba un esquile. «Eso, seguramente, lo ha mandado hacer
Gioconda», pensé, para mis adentros.
Desde que la
vi, debo confesar que duermo poco. Mis noches están llenas de excitación: como
si hubiera bebido demasiado o ingerido alguna droga enervante, cuando me
acuesto mi imaginación despliega una actividad febril y poco ordenada. Elaboro ingeniosos
proyectos, cultivo miles de planes, zumban mis ideas como abejas ebrias, la
excitación es tan intensa que transpiro y me lanzo a comenzar diversas tareas
que interrumpo, solicitado por otra, hasta que de madrugada, extenuado, me
duermo. Mis despertares son confusos y poco recuerdo de lo que proyecté en la noche;
me siento deprimido hasta que la visión de Gioconda —no soy un dibujante del
todo malo y debo confesar que he realizado varios apuntes de su rostro, a
partir del recuerdo de la primera vez que la vi— devuelve sentido a mis días y
me alegra, como una secreta pertenencia. He descuidado por completo a mi mujer;
¿cómo explicarle lo sucedido, sin traicionar a Gioconda? Pero ya no comparto su
lecho, y procuro pasar todo el tiempo afuera, perdido entre los bosques que se
dibujan tenuemente en la bruma del otoño. Esos bosques leves y esos lagos que
evoqué la primera vez que vi a Gioconda y que desde entonces acompañan todas
mis representaciones de ella. Uno se enamora, también, de ciertos lugares que
asocia indefectiblemente al ser amado y realiza febriles paseos por ellos, en
soledad, pero íntimamente acompañado.
Procuro obtener
noticias acerca de la ciudad en que vive, porque temo que algún peligro
imprevisto la aceche. Imagino catástrofes terribles —erupciones de volcanes,
maremotos, incendios, o locuras de los hombres: las ciudades, en nuestros días,
compiten en agresividad y envidia—. Mentalmente, procuro contener las aguas de
los ríos que la cruzan, y aprovecho para dar un paseo con ella por los puentes,
esos deliciosos, íntimos y húmedos puentes de madera que crujen bajo nuestras
plantas. (La primera vez que la vi, encandilado por la belleza de su rostro, no
reparé, debo confesar, en sus pies. Ah, cómo nuestra observación tiene lagunas.
Sin embargo, no es imposible reconstruirlos a partir de la perfección de las
otras líneas. Ya sé que no siempre se cumple, en lo humano, esta armonía. Pero
precisamente, en ella, lo asombroso, es el desarrollo sereno y armónico de los
rasgos, uno a uno, por lo cual, visto un fragmento, es posible imaginar la
totalidad).
No me
preocupa, tampoco, el paso del tiempo. Demasiado sé que su belleza lo
resistirá, dotada, como está, de un elemento de transparencia, una gracia
interior que no depende de la sucesión de los otoños o del tránsito de los
meses. Sólo un terrible daño provocado, la intervención de una mano asesina
podría crispar esa armonía, y no temo por Giocondo: ocupado como está con sus transacciones
económicas, indiferente a cualquier valor que no pueda atesorarse en arcas bien
custodiadas, mantiene con ella un trato tan superficial como inofensivo. Lo
cual me exonera, hasta cierto punto, de los celos.
Desde hace
tiempo, me he convertido en un avaro. Hago toda clase de economías, para
ahorrar el dinero que me permita realizar el viaje soñado. He dejado de fumar y
de visitar la cantina, no me compro ropa y vigilo severamente la administración
de la casa. Realizo yo mismo las pequeñas reparaciones necesarias en el hogar y
aprovecho todas las cosas que los hombres no enamorados y disolutos
desperdician, seguramente porque ya no sueñan. He estudiado minuciosamente las
maneras de llegar a esa ciudad y sé que me falta poco para poder emprender el
viaje. Esta ilusión llena de intensidad mis días. No intento, de ninguna
manera, comunicarme con Gioconda. Con seguridad ella no reparó en mí, cuando la
vi, ni hubiera reparado en hombre alguno: dominada por la pena, sus ojos
miraban sin ver, contemplando, acaso, cosas que estaban en el pasado, que se
encerraban en los lagos serenos donde yo no ceso de evocarla. Cuando mi mujer
me interroga, contesto con frases vagas. No se trata sólo de conservar mi
secreto: las cosas más profundas no resisten, casi nunca, su traducción en palabras.
Pero sé, estoy
seguro de poder hallaría. Sus rasgos inconfundibles me estarán aguardando, en
algún lugar de la ciudad. En cuanto a Giocondo, parece que continúa disputando
con un pintor. Seguramente no ha querido pagar un cuadro o pretende desalojarlo
de su taller, si aquél le debe algo. Giocondo tiene la insolencia de los ricos
y el pobre pintor debe vivir de su trabajo. Miinformante asegura que el pleito
dura ya cerca de tres años, y que el pintor ha jurado vengarse. ¿Qué dirá mi
Gioconda, de todo esto? A pesar de la fama de interesadas que tienen las
mujeres de esa ciudad, sé que ella permanece ajena a los negocios de su marido.
La pérdida de su hijo es todavía reciente y no encuentra consuelo. Giocondo
procura entretenerla alquilando músicos que cantan y bailan en su jardín, pero
ella parece no oírlos. Lánguida Gioconda, a pesar del escote. Lamentablemente,
no soy músico; de lo contrario, tal vez, tendría acceso a tu palacio. Tañería
la flauta como nadie lo ha hecho hasta ahora, evocando los lagos y los bosques
por donde sueles pasear, en otoño, lagos como suspendidos donde a veces levita
un esquife. Compondría versos y sonatas hasta que tú, suavemente, sonrieras,
casi sin querer, como una pequeña recompensa a mi tarea. Ah, esa sonrisa,
Gioconda, sería un leve compromiso, la certeza de haber oído.
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He llegado a
la ciudad de los puentes, de los lagos circulares y los bosques llenos de bruma
que se pierden en el horizonte, entre nubes calmas. He paseado por sus calles
angostas y sinuosas, con sus perros lanudos y sus mercados repletos de frutas
doradas y telas sedosas. Por doquier se trafica; brillan las naranjas, los
peces recién arrancados al mar, zumban las ofertas de los mercaderes, ávidos
compradores auscultan vasijas de oro, adquieren suntuosas joyas minuciosamente
engarzadas, disputan por una pieza valiosa. Las calles están húmedas y a lo
lejos se dibujan bosques vagarosos.
De inmediato,
busqué quien pudiera darme informes sobre la familia Giocondo. No fue difícil:
todo el mundo los conoce, en esta ciudad, aunque por una misteriosa razón,
cuando los interrogaba, querían evitar el tema. He ofrecido dinero, las escasas
monedas que me quedan luego del viaje, pero es una ciudad próspera, y mi fortuna,
pequeña. Probé con mercaderes que con cortesía me ofrecieron telas y productos
de la India; luego, con los gondoleros que trasladan a los viajeros de un lugar
a otro de la ciudad, porque debo decir que uno de los placeres más vivos que se
pueden disfrutar aquí es el de atravesar ciertas zonas en esas finas y delicadas
embarcaciones (que ellos cuidan mucho, como si se tratara de objetos preciosos,
y engalanan con muy buen gusto) que se deslizan debajo de los puentes de
madera, removiendo apenas las aguas verdes. Por fin un hombre joven, a quien
elegí por su aspecto humilde pero su mirada inteligente, se prestó a
informarme. Me hizo una terrible revelación: el pintor a quien Giocondo había contratado
y con el que disputaba desde hacia años, decidió vengarse. Ha pintado un fino
bigote en los labios de Gioconda, que nadie puede borrar.