Dirigido tanto a alumnos de Secundaria (que pueden encontrar reseñas -algunas hechas por ellos- y fragmentos de libros, o cuentos y poemas) como a padres (incidiendo en diversos aspectos sobre bibliotecas o animación a la lectura).
Imaginad
la Basora de las mil y una moches, imaginad la Basora de Harun al Rashid.
En
ella ha atracado un extraño barco, un barco propulsado por ruedas y una larga
chimenea, un barco que nos recuerda los barcos fluviales del Mississippi del
siglo XIX, un barco que despertará la curiosidad de Sindbad el marino, capitán
del mercante El Viajero.
Pero
esa no va a ser la única sorpresa de ese día. En la bodega encuentra un polizón
escondido, el joven Radi, perseguido por unos extranjeros que han asesinado a
su hermano y buscan un misterioso libro con extraños símbolos que obra en su
poder. Sindbad decide ayudarle y satisfacer de esta manera su instinto
aventurero que tanta fortuna le ha reportado.
La
primera etapa del viaje nos lleva a Bagdad, donde Sindbad conoce a la bella
andalusí Aisha. Cae tan rendido a sus pies que, cuando ésta es raptada por el
visir y los carolingios, no duda en iniciar un largo viaje que le llevara a la
isla de Zanzíbar, el río Pangani (el reino de la mosca tsé-tsé que acaba por
igual con los hombres y el ganado) y, finalmente, a la ciudad perdida de
Salomón, donde se guarda el mayor tesoro de todos los tiempos y donde tendrá
lugar un enfrentamiento épico que dirimirá el mismísimo destino de la
humanidad.
Juan
Miguel Aguilera nos ofrece un relato de aventuras en ese oriente mítico, que
muchos de niños hemos leído; así encontraremos los djins (los genios), las
alfombras voladoras… Pero no todo es fantasía: el sabio Al-Yahiz, que acompaña
desde el principio a Sindbad, existió en la realidad y era un pionero en el
estudio de la evolución de las especies; esa embajada de Carlomagno para
aliarse con el califa Harún al-Rashid tuvo lugar; la descripción de los diferentes
tipos de djinn se basa en citas contenidas en el Corán…
La
narración es fluida, a lo que ayuda que muchos de los capítulos sean cortos.
Los personajes, aunque a veces corresponden a arquetipos, vemos como cobran
vida ente nosotros y se mueven motivados por el amor, el honor, la venganza, el
dinero, el deseo de poder. Uno de los aciertos de la novela es el personaje de
Sindbad, un personaje humano con sus dudas, sus fracasos…
Al final de
cada capítulo encontramos unos códigos QR que nos proporcionan acceso a
interesantes artículos relacionados, y tenemos que señalar las ilustraciones
hechas por el propio autor.
Entré en la ciudad de
madrugada. Nadie reparó en mí desde el ejército almorávide. Nadie me vio
escabullirme como una sombra por entre los huecos ocultos de la muralla. Mi
miedo sin duda se fundió con el miedo de los ciento veinte mil hombres que
esperaban el ataque, hasta hacerme indistinguible de sus ansias. Soplaba un
viento frío de levante que agitaba las hogueras que iluminaban las quince mil
tiendas del campamento, a pesar de que era julio y en mi camino ya me había
cruzado con el verano un par de veces este mismo año.
Me encontraron al alba, sentado
en las almenas del Alcázar, intentando en vano arreglar las cuerdas de mi viejo
laúd y sabiendo que no era momento de recordarme que tenía hambre. Apenas
mediaron palabra. Me condujeron al caserío, y de ahí a los aposentos privados
de quien los almorávides conocían por
al-Kanbayatur y yo había tenido por señor y amigo, en otra época. Ya sabía
que llegaba tarde: es difícil no leer malos augurios en el vuelo de la corneja.
Ximena aún no vestía de negro:
quizá no había tenido tiempo de asimilar la muerte como, lo vi en sus ojos, no
era capaz de asimilar las juventudes de mi vida. A pesar de los años, seguía
siendo esa mujer hermosa y fuerte que yo había conocido en Burgos, los ojos
fieros, la boca un punto demasiado grande, el pecho altivo. La rodeaban los
capitanes de su marido, los mismos hombres que nos habían acompañado al
destierro, marcados ahora también por las heridas de tanto tiempo y de tanta
guerra: Álvar Fáñez, su sobrino; Pedro Vermúdez, el alférez; Muño Guztioz, su
cuñado; Martín Antolínez, el burgalés a quien yo tantas veces había desplumado
jugando a los dados. Noté que faltaban otros camaradas: Martín Muñoz de
Montemayor, el portugués; Galind García, el bueno de Aragón. Quién sabía si
estaban ahora encargados de la defensa de la ciudad, o si habían caído en su
conquista, o en cualquiera de las muchas hazañas que sin duda habían realizado
desde que sus destinos se separaron del mío. Estaba también un hombre a quien
no conocía y que vestía la mitra obispal, y que nada más verme entrar en la
recámara torció el gesto y habría lanzado un anatema contra mi persona si la
propia Ximena no hubiera detenido su conato de hechizo.
—Estebanillo —me recibió la
dueña—. Llegas tarde, mi buen amigo.
—Tarde recibí tu aviso, mi
señora —respondí. En deferencia al obispo no especifiqué qué tipo de mensaje
era—. ¿Cuándo...?
—El domingo. La herida del
cuello que recibió en Albarracín nunca curó del todo. Y ahora los ejércitos de
Abu Bekr vuelven a amenazar Valencia. Nos superan en número, y ya no tienen miedo.
Se apartó, y con ella dejáronme
paso los capitanes y el religioso. Avancé al encuentro del cadáver. Suele
decirse que un hombre parece que duerme cuando está muerto, pero no era éste el
caso, ni creo que lo haya sido jamás. Un hombre parece otra cosa cuando está
muerto, un reflejo que ni siquiera recuerda a la cara que tenía cuando estaba
vivo, porque los músculos se aflojan y ya no brilla en él esa luz que los
seguidores de Cristo llaman alma. Lo mismo pasaba aquí. A pesar de las calzas
de buen paño, a pesar de la camisa de finísimo ranzal, bordada en oro y plata,
a pesar de las babuchas y el brimal labrado con oro, y la pelliza bermeja con
bandas doradas tan característica, a pesar del manto de valor incomparable, Rodrigo
Díaz estaba muerto.
—Los almogávares entrarán en
Valencia a sangre y fuego, Truhán —dijo la voz de doña Ximena, pero sólo para
mí, sólo para dentro de mi cabeza—. Nos pasarán a todos a cuchillo. Sabe Dios
que no temo la muerte, pero es posible que el emperador Alfonso venga en
nuestra ayuda.
Sacudí la cabeza con tristeza,
tanto por expresar mi desconsuelo ante la muerte de mi señor y amigo como para
desaconsejar las palabras que Ximena machacaba en mi cerebro.
—No durará, mi señora Ximena.
Sin Mío Cid, Valencia caerá tarde o temprano.
—Que tarde o temprano caiga.
Pero no mañana.
Me volví. Como si todos los
capitanes hubieran oído también nuestro intercambio, asintieron al unísono, con
un crujido de metal y cuero. A ninguno le importaba la muerte, ahora que la
muerte estaba aquí sentada. Miré fijamente a los ojos al obispo, y éste me
devolvió un momento la mirada, se fijó en el guante negro de mi zurda, acabó
por asentir también, dando un paso atrás, como si ese mínimo movimiento pudiera
salvar de juicios divinos la decisión que tomaba.
La larga barba del Cid, ahora
entrecana, había sido peinada y arreglada. Por la propia Ximena, sin duda:
ningún hombre se había atrevido nunca a mesarla. Me quité el guante y extendí
la mano. Podría haberlo hecho con la mano derecha, pero usar la mano que no es,
la mano que existe sin existir, me pareció más aconsejable. Con ternura,
acaricié aquella barba, fijándome de paso en el contorno de cicatrices de aquel
rostro, la cruel herida del cuello, las arrugas en torno a los ojos. Mío Cid
debía tener cincuenta y seis o cincuenta y siete años; cinco o seis más que yo.
Y aquí estaba, sin embargo, muerto y antes que muerto avejentado, y yo seguía
pareciendo un muchacho recién destetado, un pilluelo saltabancos, el truhán
redomado que hay quien usa como nombre cuando me llama.
Elegí una larga tira de pelo,
lo trencé con cuidado, como si fuera la tripa de cerdo con la que antes había
intentado reparar mi laúd. La piel de Mío Cid estaba fría, del color de ceniza
bajo mi mano invisible. Con un puñal, corté la trenza y la pasé por la boca y
los ojos cerrados del cadáver. Luego, la anudé despacio, con tres vueltas, una
vuelta por cada religión, en torno al pomo de la espada que esperaba junto a
nosotros, reluciente y afilada, como dispuesta ella sola para volver a la
guerra. La reconocí: era Tizona, la espada que el rey Fernando encomendara a
Rodrigo, la espada que yo quise robarle en Zaragoza.
Pasé la yema de los dedos que
no existen por su filo, y de la nada brotó una grieta de sangre que la hoja
absorbió como si fuera papel secante. Sin darle tiempo a que la herida cerrara,
como sabía que cerraría porque mi cuerpo cura de manera prodigiosa, teñí de
rojo la trenza de cabello. Esperé unos segundos mientras murmuraba para mí una
letanía. Entonces, cogí la espada y la coloqué en las manos de Mío Cid.
Todos contuvieron la
respiración, y don Jerónimo, el obispo, se habría persignado si Muño Guztioz no
le hubiera sujetado el brazo: no era momento para poner en marcha fuerzas
contrarias.
El pecho del caballero muerto
se hinchó, como un odre, con un suspiro ronco que traía consigo el eco de un
país desconocido. Los dedos se cerraron con fuerza en torno al pomo de la
Tizona, y por fin los dos ojos se abrieron, al unísono.
—Mío Cid de Vivar, mi señor
Campeador —susurré—. Valencia te llama. Levántate y anda.
Con torpeza, con movimientos
que no tenían del todo la agilidad de la vida, el caballero se puso en pie. No
había brillo en sus ojos, sino dos botones negros, dos agujeros oscuros en los
que no me atreví a asomarme mucho rato.
—Esteban... —susurró una voz
que era remedo de la voz que un día tuvo.
—Mío Cid, mi señor, tarde he
llegado. Sólo puedo rescatarte brevemente del sueño de la muerte. El peligro
sigue acechando más allá de las murallas. Es hora de que hagas lo que en vida
quisiste hacer.
Álvar Fáñez acercó el casco
diademado. Pedro Vermúdez alzó el escudo con el dragón furente. Mío Cid, o lo
que había sido Mío Cid hasta el domingo, se puso en cruz y permitió que lo
armaran. En un rincón, junto a la ventana, don Jerónimo procuraba contener sus
deseos de rezar y no golpearse el pecho en un acto de contrición que ahora
llegaba, como yo había llegado, demasiado tarde. Detrás del muro de cotas de
malla y camisones de estopa, doña Ximena lloraba.
—No tienes mucho tiempo, mi
señor Rodrigo —le dije cuando montaba en el patio, un alazán sin duda
descendiente de Babieca—. El hechizo
no aguantará más de un día, si acaso. Es lo malo de andar con la vida jugada.
No sé si aquello que ahora
habitaba el cuerpo de Rodrigo me entendió. En cualquier caso, no hacía falta.
El rastrillo se alzó, el caballero resucitado picó espuelas, y todo el ejército
sitiado cabalgó persiguiendo a un espejismo, un fuego de artificio iluminado
por un humilde aprendiz que quizá habría preferido no entender nunca de magias.
Javier García Rodríguez nos trae una
corta y peculiar novela, que nos trae aventuras, humor, mil y una referencias
literarias y audiovisuales, una tipografía que va cambiando según quien vaya
hablando (emoticonos incluidos), y nos explica qué es el narrador, qué es la
descripción, cómo se construye un diálogo, cómo se lee y se escribe…
TSO, el narrador deshilachado, empieza a
contar la misteriosa aparición de un pingüino en la playa asturiana de
Gulpiyuri, pero la sabihonda o sabionda
lectora, alias la Pepito Grillo de esta historia, lo interrumpe una y otra
vez. Entre los dos, junto con una voz en off (un wikipédico Vladimir Mijaíl VOZENOFF de origen ruso)
y el propio protagonista de la historia, el pingüino Gundemaro, se establece un diálogo a cuatro voces que es, al mismo
tiempo, un viaje literario a los distintos aspectos de la construcción de un
relato como hemos señalado antes. Toda una alegoría acerca de la magia de la
literatura.
Según
la editorial y el autor, Un Pingüino en Gulpiyuri es una
novela juvenil posmoderna. El objetivo de este proyecto es promover formas de
ficción innovadoras entre los jóvenes que les permitan explorar y experimentar
la narración de una manera individual y creativa, y desarrollar nuevas
sensibilidades y otras capacidades de análisis en un mundo de permanente cambio
La
historia en si es solamente uno de los capítulos: un día aparece, tras una
larga tormenta, un pingüino en la playa de Gulpiyuri, que nos va a contar su
historia. Culpable de ello es Aureliano, un niño que sueña con ver el hielo, (el
futuro coronel Aureliano Buendía, de Cien Años de Soledadde
Gabriel García Márquez). Los primeros capítulos nos pueden parecer
raros con esas cuatro voces que se entremezclan: el narrador que cuenta la
historia y contestar al lector que interrumpe su relato; el lector, que intenta
sabotear al narrador; la voz en off, que intenta dar explicaciones y que no se interrumpa la historia; y el pingüino, que
será el quien nos cuente su historia.
El libro,
indica el autor en una entrevista, “comienza cuatro veces de la misma manera
pero desde perspectivas distintas. Juega con diferentes tipografías. Al final
del primer capítulo aparece una lectora, que además es una sabihonda, poniendo
en tela de juicio esa idea que se tiene acerca del lector. Interviene y dice:
oye, que no soy lector, soy lectora. Y obliga así a parar a quien lee y preguntarse
qué está leyendo. O te hace dejar de creer en lo que cuenta el narrador cuando
surge otra voz que sugiere que miremos desde otro punto de vista. Y que
reflexiones sobre el propio discurso. Todos esos detalles son posibilidades. Pero
el caso es disfrutar de ella.”
A medida que
el sol se eleva, su luz se va filtrando a través de la niebla amarillenta que
empieza a disiparse e ilumina una oscura marea humana: los sombreros de copa y
de señora, ropas gruesas y botas que se aglomeran sobre los puentes y en las calles
adoquinadas. Los cascos de los caballos golpean el pavimento, y su eco vence el
estruendo de las ruedas de hierro, el ruido de la muchedumbre y los reclamos de
los vendedores ambulantes. El aire está cargado con el olor de los caballos, la
basura, el carbón y el gas. En esta mañana del final de la primavera del año de
Nuestro Señor de 1867, prácticamente todo el mundo se dirige hacia algún lugar
de la ciudad.
Entre aquellos
que cruzan el turbio río desde el sur, se encuentra un joven alto y delgado
cuya piel es tan pálida como los márgenes del periódico londinense The Times.
Tiene trece años y debería estar en la escuela. De lejos parece elegante,
vestido con su levita negra y corbata, chaleco y botas lustrosas. De cerca, la
ropa se ve desgastada. Tiene la mirada triste, pero sus ojos de color gris
están alerta.
Se llama
Sherlock Holmes.
El crimen que
sucedió anoche en Whitechapel, uno de tantos ocurridos en Londres, aunque
quizás el más atroz, le cambiará la vida. Dentro de un momento se le pondrá
delante, y en cuestión de días se verá involucrado en él.
El chico se
acerca a estas calles ruidosas y bulliciosas para huir de sus problemas, en
busca de emociones y para observar a los ricos y famosos, para saber qué los
convierte en personas con éxito y reconocimiento. Tiene un fino olfato para el
rastro que dejan las situaciones emocionantes y desesperadas, y, entre estas
arterias abarrotadas, las encuentra.
Cada día sigue
la misma ruta hasta aquí. Primero se dirige al sur desde la vivienda familiar,
encima de la vieja sombrerería, en el mísero Southwark, y camina en dirección a
la escuela. Pero, cuando está fuera del alcance de la vista de sus padres,
siempre tuerce hacia el oeste y se escabulle hacia el norte cruzando el río
junto a la muchedumbre por el puente de Blackfriars, en dirección al glorioso
centro de la ciudad.
Los
londinenses pasan junto a él en oleadas, cada uno con su historia. Todas le
fascinan.
Sherlock
Holmes es una máquina de observar; lo ha sido prácticamente desde que nació. Es
capaz de formarse una opinión de un hombre o de una mujer en un instante. Sabe
de dónde es una persona y a qué se dedica la otra. De hecho, en su callejuela
le conocen por eso. Si algo desaparece —una bota o un delantal o una hogaza de
pan crujiente—, él observa rostros, examina pantalones, encuentra pistas
reveladoras y descubre al culpable, ya sea grande o pequeño.
El hombre que
camina hacia él ha estado en el ejército, su porte le delata. Con el
encallecido dedo índice de su mano derecha, ha apretado el gatillo de su rifle.
Estuvo destinado en la India, basta con fijarse en el símbolo hindú de su
gemelo izquierdo, idéntico al que el muchacho vio una vez en un libro.
Sigue
caminando. Una mujer con un sombrero calado hasta las orejas y envuelta en un
chal le roza al pasar. «¡Mira por dónde vas!», le gruñe mientras le lanza una
mirada hostil.
«Esa es
fácil», piensa el chico. «Acaba de perder un amor: fíjate en las ojeras que
tiene, los labios apretados de rabia y el chocolate que oculta en la mano. Le
falta un año para cumplir los treinta, está ganando peso y vive en la campiña
de Sussex: su característica arcilla marrón le ha dejado marcas en el empeine
de las botas negras».
El chico tiene
la necesidad de saberlo todo. En una vida que le ha ofrecido pocas alegrías, le
hace falta sentir que tiene alguna ventaja. Una vez, un maestro de escuela le
dijo que era un chico brillante, pero a Sherlock le hizo gracia. «¿Brillante
por qué?», refunfuñó para sus adentros. «¿Por llevar la vida equivocada en el
momento equivocado?».
En
Fleet Street mete la mano en un cubo de
basura y saca un puñado de periódicos. The Times… fuera. The Daily Telegraph…
fuera. The Illustrated Police News, sí. ¡Este sí que es un periódico como Dios
manda! Cualquier suceso sorprendente que Londres pueda generar cobra vida en
sus páginas con enormes fotografías en blanco y negro. Todos los días, Sherlock
lee este periódico sensacionalista, pero el de hoy, con un fascinante relato de
violencia sanguinaria e injusta, le revelará su destino. El chico se guarda el
periódico bajo la levita.
En Trafalgar
Square alza la vista buscando a los cuervos. Unos cuantos suelen colocarse en
fila sobre la cornisa del hotel Morley, cerca de la majestuosa Northumberland
House, en el lado sureste de la plaza, a cierta distancia de las orondas
palomas y del gentío que hay alrededor de las fuentes. Eso le hace sonreír: uno
de los hoteles más prestigiosos de todo Londres, coronado por cuervos. Son el
tipo de pájaros que le gustan.
Esquiva el
tráfico y cruza la plaza en dirección a las escaleras de piedra de la National
Art Gallery. Los negros pájaros también se mueven. A veces cree que le siguen.
Un par de cuervos desciende en picado y se posa cerca de él.
—Buenos días,
pareja. Vamos a ver qué dicen las noticias.
Sherlock
despliega el periódico. La primera plana acapara su atención: «¡ASESINATO!».
Debajo del
titular hay un escabroso dibujo de una hermosa joven tendida en una calle de
Londres, bañada en un charco de sangre.
Los cuervos
graznan y se marchan volando. Sherlock sigue leyendo.
Sucedió en
mitad de la noche, al este del casco antiguo de la ciudad. Nadie vio nada, y
tampoco se oyó ningún grito. El arma utilizada fue un largo y afilado cuchillo.
Sherlock pasa
la página y lee el artículo con avidez: una dama de estatus social
indeterminado, cuyo nombre no ha sido revelado y a quien no se le conocen
enemigos. Se sobresalta al darse cuenta de que esa mujer guarda un extraordinario
parecido con su madre.
Mis padres no
pudieron darme mucho. Crecí en una familia humilde, y los lujos estaban de más.
No salíamos a comer fuera, ni tampoco había muchos juguetes. Al cine un par de
veces al año, y con las entradas que le regalaban a mi padre en la sucursal del
banco, poco más.
Y sin embargo
fui un niño rico y feliz. Porque nuestro Citroen tenía 17 años cuando se jubiló
y no tuvimos tele hasta que yo cumplí los cinco, pero teníamos libros.
Ediciones en papel biblia y forradas en plástico con las obras completas de
Julio Verne, Walter Scott y Rudyard Kipling. Tomos pequeños en rústica de
Tarzán de los Monos y John Carter de Marte, de La Sombra y Doc Savage. Libros
viejos, antiguos, polvorientos. Muchos eran de mi abuelo, tenían el papel de
color casi marrón. Algunos, como el Círculo del Crimen —donde salía Fu Manchú,
señores—, tenían las esquinas rotas o quebradizas. Otros estaban en francés
—idioma que nunca he conseguido entender— o en inglés, en el que me defendí
desde pequeño gracias a Astounding Stories y un millar de novelas pulp. Un
amable librero las ponía en una caja de cartón en la Cuesta de Moyano, y yo me
gastaba mis cien pesetas de asignación en tres o cuatro, más alguna que
intentaba escamotearle mientras él se hacía el loco y fingía que no me veía.
Cuando llegaba
junio, yo iba cada fin de semana a pasear por la feria. Cogía una bolsa y la
llenaba de todo lo que pudiese conseguir gratis. Catálogos, puntos de lectura,
folletos, globos y caramelos. Como siempre he sido bajito, mis ojos alcanzaban
sólo hasta la primera fila del mostrador, donde se colocan siempre las
novedades más jugosas. Aquellos enormes tomos en tapa dura, con brillos, el
papel blanco y nuevo.
Y el olor.
El olor a
libro nuevo me entraba por las fosas nasales —recordemos que no me tenía que
agachar— y me volvía loco. Era como un paseo por un oasis a un hombre sediento
al que le han cosido la boca. Era impensable gastar 1.200 o 1.500 pesetas en
aquellas ediciones, y aún así mi padre siempre, siempre, me daba un billete de
los verdes, aquellos con la cara de Galdós, y me decía que escogiese bien. Lo
cual era aún peor, porque así alcanzaba para libro y medio de bolsillo, y los
libreros siempre han sido reticentes a vender medio libro. Yo perseveraba y
hacía lo que podía, y sin embargo siempre volvía a casa frustrado y llorando,
pensando en todos aquellos tesoros que dormirían allí aquella noche, y que
nunca podría poseer.
Aquello fue mi
verdadera riqueza. Al no darme nada, mis padres regalaron el amor más grande
que un ser humano puede desarrollar. Y aún hoy no puedo pasear por la feria,
subirme a una de esas butacas y firmar los libros, rodeado de novedades, sin
recordar al mocoso que lloraba camino de casa, dejando todo aquello atrás.
Pocas veces
hemos comentado aquí libros que hayan sido autoeditados, pero esta novela de Mónica
Gutiérrez es una pequeña joya que vale la pena.
Agnes Marti, arqueóloga
barcelonesa en paro, se ha mudado a Londres en busca de una oportunidad
laboral.
Una tarde,
desanimada y triste por su poco éxito profesional, tropieza en el corazón del
barrio del Temple con el pomo de una puerta en forma de pluma, el sonido de unas
lúgubres campanillas y el hermoso rótulo azul de Moonlight Books. La librería,
regentada con encantador ceño fruncido por Edward Livingstone, debe su nombre a
un espectacular techo de cristal que permite contemplar la luna y las estrellas
en las noches despejadas.
Intrigada por
la personalidad y el sentido del humor del señor Livingstone, Agnes decide
aceptar la oferta de convertirse en ayudante del librero mientras continúa su
búsqueda de trabajo. El té de la tarde en el rincón de los románticos, las visitas
de Mr. Magoo, las conversaciones con la bella editora de Edward, las cenas
junto a la chimenea del Darkness and Shadow y la buena lectura convencerán a
Agnes de que la felicidad está en los pequeños detalles cotidianos.
Por medio, el
robo del manuscrito del Dr. Samuel Livingstone;
las relaciones entre el librero y Sioban, su editora; los “excéntricos”
clientes o los personajes habituales de la librería; el ansiado fallo de un
premio para libreros; los paseos por esos rincones de Londres que nos encantan;
el inspector John Lockwood, que... Es una trama sencilla en la que no ocurre
nada, pero suceden muchas cosas.
La
autora señala que su novela es un pequeño homenaje a sus novelas y autores
preferidos (lo podemos observar en las citas y en las referencias, y aquí no
hay un género o autor menor, pues nos podemos encontrar a Shakespeare, junto a
Tolkien –“¿morirá Frodo?”, es la duda de esa anciana y extravagante clienta-,
G. R. R. Martin, Edmund Crispin, Virginia Woolf, entre otros muchos). La propia
Mónica
Gutiérrez califica su novela como feelgood, ¿y qué es esa palabreja? os
preguntaréis muchos; veamos como lo explica la autora en la novela:
—¿Qué es eso del feelgood?
—Novelas en las que los
protagonistas jamás comen acelgas —resumió ella pensando en todos los títulos
que le había descubierto su amiga—. Historias en las que apenas ocurre nada
extraordinario, cuyos protagonistas no son grandes héroes. Historias en las que
la felicidad se mide en pequeños momentos y se halla en los gestos más
cotidianos...
Los
personajes son entrañables: Edward Livingstone, el culto y viejo librero, que
hace honor al refrán “perro ladrador…” por su forma de comportarse; Agnes, ese
hada con los pies descalzos, que cautiva al librero y al policía; Sioban, la
novia que no quiere casarse; el inspector Lockwood, que, en su presentación,
nos recuerda a un elefante en una cacharrería; Oliver, Oliver Twist, ese niño “abandonado”
en la librería y aficionado a la astronomía…
—En el cartel que hay en la entrada pone que Arthur Conan Doyle dará
una conferencia esta tarde en el salón de actos del ayuntamiento.
—No me extraña —comentó Lady Elisabeth—. Doyle vivió mucho tiempo aquí,
en Portsmouth.
—¿De qué trata la conferencia? —preguntó Cairo.
—Se titula La nueva
revelación y creo que es sobre espiritismo.
Zarco soltó una sonora carcajada.
—Paparruchas —se limitó a decir en tono despectivo.
—Parece mentira —intervino García— que el creador de Sherlock
Holmes, el personaje más racional de la historia de la literatura, crea en
fantasmas y en hadas.
Lady Elisabeth le dio un sorbo a su taza de té y dijo:
—A Doyle siempre le interesó la «investigación psíquica», pero no
era un fanático; hasta que, hace tres años, su hijo Kingsley, que había sido movilizado,
murió a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Somme. A partir
de entonces, Doyle se obsesionó con el espiritismo. Supongo que, ante una
desgracia semejante, es lógico aferrarse a cualquier esperanza, aunque sea
imaginaria.
—Sustentar esperanzas imaginarias —sentenció Zarco— es como
intentar sobrevivir a un naufragio agarrándote a un salvavidas de plomo.
Samuel, que había dejado de prestar atención y tenía la mirada
perdida en algún punto de la mesa, murmuró para sí:
—Yo estuve en Somme...
(…)
El domingo pasado, aprovechando que tenía el día libre, asistí a
la conferencia que pronunció Arthur Conan Doyle en el
ayuntamiento de Portsmouth. Había mucho público y el escritor habló durante más
de una hora acerca de la investigación psíquica y el mundo de los espíritus. La
verdad es que me sorprendió el aspecto de Doyle; supongo que esperaba a un
hombre menudo y con aire romántico, pero en realidad es alto y robusto, con un
bigote de guías puntiagudas y un carácter expansivo.
Cuando concluyó la conferencia, me aproximé a él para que me
firmara mi ejemplar de El Mundo Perdido y conversamos
durante unos minutos. Le hablé acerca del señor Charbonneau, y Doyle me dijo
que no debía estar triste, pues el espíritu de mi tutor seguía vivo en un plano
alternativo de la realidad. Añadió que su madre había muerto recientemente y ya
se había comunicado con ella varías veces a través de una médium. Según él,
tarde o temprano todos nos reuniremos con nuestros seres queridos en el más
allá.
Me gustaría creerle, pero no puedo. Si realmente el espíritu
sobrevive a la muerte física, ¿dónde están las almas de los millones de
personas que fallecieron durante la guerra? ¿Por qué no hacen oír sus voces
mediante golpes en los muros, manifestaciones ectoplásmicas, apariciones o del
modo que sea? ¿Por qué ese silencio? Sólo se me ocurre una respuesta: después
no hay nada.
Empecé a
escribir porque era diferente. Empecé a escribir porque quería ser diferente.
Nadie quería ser escritor cuando yo decidí ser escritor. Recuerdo a un niño que
quería ser dentista y a otro que quería ser mecánico. Tenía doce años. No
conocía a ningún escritor. Nunca había hablado con un escritor. Había leído a
Rimbaud. Había leído una biografía de Rimbaud. Había leído los manifiestos
dadaístas y El hombre aproximativo de Tristan Tzara. Siempre había leído. Había
leído los libros de Enid Blyton. Había leído los siete secretos y los cinco.
Había leído otros libros que no eran de Enid Blyton pero lo parecían, como los
de los tres investigadores.
Y, antes de
que supiera leer, mi madre me leía cuentos y me contaba historias que yo
entendía a medias: historias de su pueblo, Castejón de Tornos, Teruel, junto a
la Laguna de Gallocanta, que para mí estaba tan lejano como Tokio; historias de
estraperlos; historias sobre la obstinación de los burros, sobre todo cuando
hacía un frío del demonio y al parecer lo hacía siempre; de los maquis y sus
razias; historias del azafrán y la dificultad de conseguirlo; historias de los
carnavales secretos de la posguerra, con ensabanados y rondas; de las cartas de
amor que le enviaba mi padre... personajes abandonados en mitad de la nada que
trataban de escapar no se sabe de dónde ni cómo. Unas historias que luego leí
en Agota Kristof.
Quería ser un
escritor porque era diferente y quería ser un escritor de los diferentes. Digo
escritor, pero lo que yo quería era ser un poeta diferente. En 8º de EGB
fabriqué mis primeras plaquettes fotocopiadas. Las destruí poco después porque
me daba vergüenza escribir tan mal. Ahora puedo decir que en esas plaquettes
está lo mejor que he escrito.
Quería
escribir para robarle la máquina de escribir a mi padre, su más precioso
tesoro: la cuidaba con esmero y no nos dejaba tocarla. Thomas Mann escribió un
ensayo en el que hablaba de la gran cantidad que hay de escritores huérfanos de
padre. El padre de Truman Capote desapareció y el padre de Alejandro Gándara se
fue sin dejar rastro y el padre de… Mi padre era huérfano de padre, huérfano
desde los dos años, pero a él se le pasó la vez y el que se hizo escritor fui
yo. Huérfano heredero. Aunque mi padre escribía a máquina todo el tiempo: su
Olivetti gigante con forma de ballena. Mi padre escribía informes sobre sus
servicios de policía y sobre el tráfico y sobre las incidencias del trabajo.
Tenía unas hojas de calco y guardaba copia de todo lo que escribía.
Me hice
escritor para robarle esa estupenda máquina de escribir. Me hice escritor para
consumar un incesto raro. Mi padre me puso una condición para poder usar su
Olivetti: aprender mecanografía perfectamente... una práctica que él, que
escribía sólo con dos dedos, no conocía. Quizá pensaba que yo no conseguiría
escribir a máquina, pero pasé el verano de mis trece años sacrificando la
piscina y aprendiendo a escribir a máquina en una academia con un calor
sofocante: asdf ñlkj etcétera. Así rendí a mi padre y le quité su bien más
preciado. Truman Capote escribió algo sobre la mecanografía y la literatura, y
es posible que, pese a su afirmación, se trate de ramas de la misma actividad.
Durante un tiempo tuve que usar la máquina siempre en la mesa del comedor, bajo
vigilancia, y guardarla siempre en su maleta. Mi madre cosía en su máquina de
coser y yo escribía en mi máquina de escribir. Unos meses más tarde llevé la
Olivetti ballena a la mesa de estudio de mi cuarto.
Tenía catorce
años y escribía poseído. Escribía todo el tiempo. Nunca he vuelto a escribir de
esa manera y cuando escribo deseo poder volver a escribir así alguna vez.
Febril. Enfermo. Escribía poemas. Escribía minúsculas vidas imaginarias.
Escribía obras de teatro. Era diferente y quería ser un escritor diferente.
Leía a Beckett, y mis obras de teatro querían parecerse a Esperando a Godot.
Leía a Jack Kerouac. Leía a Henry Miller, al que había llegado siguiendo a
Rimbaud, un camino excéntrico. Leía a Joyce, pero las piezas más raras, Poemas
manzanas. Leía solo. Escribía solo. Entonces yo era el único escritor. Rey
soberano.
Aunque quizá
leía más solo que escribía solo, porque entonces publiqué mis primeros poemas
en una revista. No guardo ni un ejemplar. Me avergonzaba esa revista, sabía que
estaba mal hecha, que era cutre... y aunque sabía que la revista estaba mal
hecha y que era cutre, me sentía feliz porque publicando en esa revista que me
avergonzaba me convertía en escritor. Nadie lo sabía, pero yo había cruzado una
línea y ya no podía volver atrás. Recuerdo el nombre de la revista.
Escribo porque
tengo miedo: antes cuando tenía miedo me metía debajo de la cama. Escribo para
levantarme cuando quiera. Escribo para acostarme cuando quiera. Escribo para
imponer mi versión de los hechos. Escribo por envidia. Escribo por fascinación.
Escribo para ser feliz. Escribo para ganar dinero. Escribo para saber cómo
escribo. Escribo para que se publique lo que escribo. Escribo para seducir.
Escribo para ser apreciado. Escribo para existir. Escribo para ser visible.
Escribo para despertarme cada día en un lugar del mundo. Escribo para que me
insulten. Escribo para seguir vivo. Escribo para no matarme. Escribo para saber
lo que pienso. Escribo para mentir. Escribo porque soy feliz. Escribo para
pedir perdón. Escribo para no pedir perdón. Escribo porque cuando escribo no
vivo. Escribo para vivir más tiempo. Escribo porque me lo piden. Escribo porque
no me reconozco en las fotografías. Escribo porque quiero dar mi versión de la
historia. Escribo porque en mi escritura sólo mando yo. Escribo porque me gusta
escribir. Escribo porque no sé conducir. Escribo porque soy vanidoso. Escribo
para perder el sentido. Escribo porque busco el sentido. Escribo como el
cultivador de champiñones: con los pies enterrados en mierda y con la certeza
de que el producto no es un manjar. Escribo como el pescador de un barco
congelador. Escribo para follar. Escribo para respirar. Escribo para no tener
que escribir. Escribo para mirar todo y todo el tiempo. Escribo para recordar.
Para recordarme. Para volver a alcanzar ese estado febril. Febril y fabril.
Escribo por insatisfacción. Escribo por venganza. Escribo por remordimiento.
Escribo para confesar mis pecados. Escribo para esconder mi vergüenza. Escribo
para reírme. Escribo porque me da miedo el fuego.
Escribo porque
tengo algunas historias viejas que contar. Las que me llenan la cabeza ahora
sucedieron todas antes de que cumpliera veintiocho años: la de un asesino que
mató a su mujer y con el que compartí celda en 1995 en la cárcel de Torrero de
Zaragoza, que ya ha desaparecido, demolida por la piqueta; la de una loca,
prima de mi padre, a la que visitamos en un manicomio de Valencia en el verano
de 1975; la de unos curanderos de Petrel, Paco y Lola, que visitamos cuando mi
abuela Rosario había sido desahuciada por los médicos.
Mi padre me
cedió su máquina de escribir. Y una vez que se la arrebaté ya no podía cambiar:
tenía que escribir y tenía que ser escritor. Ahora, más que diferente, me
siento extraño.
La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La Catedral del Mar, la primera novela de Ildefonso Falcones, es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.
Es un libro entretenido, que sigue la estructura de loa culebrones y de las telenovelas (algo sale mal, algo sale bien, algo sale peor, algo sale mejor… así hasta que llegamos a ese final que pone los puntos sobre las íes). Se lee de una forma ágil. La pega que le puedo poner es que los personajes apenas están descritos, están muy poco trabajados
PREMIO QUÉ LEER AL MEJOR LIBRO EN ESPAÑOL DEL AÑO 2006
PREMIO FUNDACIÓN JOSÉ MANUEL LARA A LA NOVELA MÁS VENDIDA EN 2006
Una de las cosas más ridículas
que la edad conlleva es la cantidad de trucos, potingues y ortopedias con los
que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos va llenando de alifafes
y la vida, de complicaciones.
Eso se ve claramente en los
viajes: de joven eres capaz de recorrer el mundo con apenas un cepillo de
dientes y una muda, mientras que, cuando te adentras en la edad madura, tienes
que ir añadiendo a la maleta infinidad de cosas. Por ejemplo: lentillas, líquidos
para limpiar las lentillas, gafas graduadas de repuesto y otro par de gafas
para leer; ampollas de suero fisiológico porque casi siempre tienes los ojos
enrojecidos; pasta de dientes especial y colutorio contra la gingivitis, más
hilo encerado y cepillitos interdentales, porque los tres o cuatro implantes
que te han puesto exigen cuidados constantes; una crema contra la psoriasis o
contra la rosácea o contra los hongos o contra los eczemas o cualquier otra de
esas calamidades cutáneas que siempre se van desarrollando con la edad; champú
especial anticaspa, antigrasa, antisequedad, anticaída; tinte porque las canas
han colonizado tu cabeza; ampollas contra la alopecia; cremas hidratantes, seas
hombre o mujer; cremas nutritivas, alisantes, antiflaccidez, más para ellas,
pero también para algunos varones; lociones antimanchas; protector solar total
porque ya te ha dado todo el sol que puedes soportar en veinte vidas; ungüentos
anticelulíticos, esto en las mujeres; podaderas de los vellos nasales y auriculares,
esto en los hombres; férulas de descarga para la noche, porque el estrés hace
chirriar los dientes; tiritas nasales adhesivas, molestas y totalmente
inútiles, para atenuar los ronquidos; píldoras de melatonina, Orfidal, Valium o
cualquier otro fármaco contra el insomnio y la ansiedad; con un poco de mala
suerte, pomada antihemorroides para lo evidente y/o laxantes contra el
estreñimiento contumaz; vitamina C para todo; ibuprofeno y paracetamol
para la inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo;
omeprazol para las gastritis; Alka-Seltzer y más omeprazol para las resacas,
que uno va perdiendo resistencia; suplementos de soja porque la menopausia baja
las hormonas; con otro poco de mala suerte, las píldoras del colesterol, de la
tensión, de la próstata. Y así sucesivamente, en suma. Una pesada carga
.
Pero a fin de cuentas la
existencia misma es un viaje, así que no hace falta tener que coger un coche o
un avión ni trasladarse a otra ciudad para ser rehén de toda esa parafernalia
protésica.
Al examinar,
pues, al último viajero, Valentín renunció a descubrir a su hombre, y casi se
echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de
la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como pudín de Norfolk; unos
ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de
estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado
de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas
como topos desenterrados. Valentín era un escéptico del más severo estilo
francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y
aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba una
sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía
distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de
vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que
andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa
de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de
vulgaridad —condición de Essex— y santa simplicidad divirtieron mucho al
francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién
sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar
por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentín, en un rapto de buena
intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el
mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentín, cuando hablaba con
cualquiera, parecía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos y
pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculando si medirían
los seis pies, porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro
pulgadas.
Ana y Lucía,
dos amigas de once años, vecinas de un pueblo de los Pirineos, salen del
colegio y se dirigen a sus casas. Nunca llegan a su destino. Nadie vuelve a
verlas.
Cinco años
después. Entre los restos de un coche accidentado en un desfiladero cercano,
aparecen el cadáver de un hombre y una adolescente malherida y desorientada.
Resulta ser Ana, una de las niñas desaparecidas tiempo atrás. Mientras todo el
pueblo intenta asimilar el giro de los acontecimientos, el caso se reabre.
¿Quién es el hombre muerto? ¿Quién estuvo tras el secuestro de las niñas?
¿Seguirá Lucía con vida?
Las respuestas
a estas preguntas esconden actos terribles que muchos habitantes de
Monteperdido lucharán hasta el final por mantener en secreto.
Esta novela de
Agustín Martínez es un thriller psicológico absorbente, emotivo, de ritmo
cinematográfico y plagado de sorpresas.
Me llamó la
atención por la sipnosis, que resumía muy bien la trama principal: el secuestro
y la búsqueda de un culpable.
Me gustó
porque cada página te intriga más, y por la gran lista de sospechosos y
culpables, pero que no son ninguno de ellos, lo que hace que te replantees tus hipótesis.
Esto favorece el clima de misterio favorecido por los secretos e intimidades
que tratan de esconder. Al transcurrir la acción en un lugar montañoso, las
descripciones de los paisajes están muy bien conseguidas, y te sitúan muy bien
en el entorno. También me ha gustado que la protagonista sea una mujer.
No me han
gustado las páginas de relleno, o que se centre mucho en las descripciones como
si se tratara de una película (hasta los suspiros de algunos personajes). A
algunos personales les falta personalidad y profundidad, otros, como Caridad,
no me aportan nada en la historia.
El final me ha
parecido muy rápido; eso de que el culpable cuente toda la verdad en dos
páginas como mucho y dé el giro final en las últimas frases.
Este
miércoles pasado, hicimos el petate, cogimos el bocata y nos fuimos de
excursión, con alumnos de 3º ESO y 1º de Bachillerato, que hacía buen tiempo
(¡alguno casi se quemó!): Almagro y las Tablas, teatro y naturaleza para
alimentar el espíritu.
Primera
parada (eso sí, tras el consabido almuerzo): el Museo Nacional del Teatro, un
recorrido desde los orígenes hasta el siglo XX, a través de trajes, maquetas,
algún libro, máscaras (¡je, se curró Dalí las máscaras de Don Juan Tenorio! ¡si
hasta yo las hago mucho mejor y no me pagan por ello!).
Lo
que más nos gustó los aparatos para hacer los efectos especiales de sonido (la
lluvia, el viento, el mar, el trueno…) y ese teatrillo, que había abajo y que
medio podéis ver aquí abajo, donde algunos hicimos nuestros pinitos como
actores:
Luego,
al Corral de Comedias, a ver La Venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, una
parodia de los dramas del siglo XIX
llenos de tragedias amorosas, celos, muertes..
.
La acción
transcurre en la época de Alfonso VII y está dividida en cuatro actos. Narra
las peripecias del Marqués Don Mendo en su intento de vengarse de Magdalena, su
amante, al casarse con el Duque Don Pero. La obra es en verso e intenta imitar
la forma de hablar de la Edad Media (matalle, miralle…). Recordemos algunos de
los versos que nos hicieron reír:
Los cuatro hermanos Quiñones
a la lucha se aprestaron,
y al correr de sus bridones,
como a cuatro exhalaciones,
hasta el castillo llegaron.
¡Ah del castillo! —Dijeron—
¡Bajad presto ese rastrillo!
Callaron y nada oyeron,
sordos sin duda se hicieron
los infantes del castillo.
¡Tended el puente!… ¡Tendedlo!
Pues de no hacello, ¡pardiez!,
antes del primer destello
domaremos la altivez
de esa torre, habéis de vello…
Entonces los infanzones
contestaron: ¡Pobres locos!…
Para asaltar torreones,
cuatro Quiñones son pocos.
¡Hacen falta más Quiñones!
¡Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije «paso»,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta… y se pasó.
El Barón dijo «plantado»;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un
cinco;
el Barón había ganado.
Otra y otra vez jugué,
pero nada conseguí,
quince veces me pasé,
y una vez que me planté
volví mi naipe… y perdí.
¡Mora de la morería!…
¡Mora que a mi lado moras!….
¡Mora que ligó sus horas
a la triste suerte mía!…
¡Mora que a mis plantas lloras
porque a tu pecho desgarro!…
¡Alma de temple bizarro!
¡Corazón de cimitarra!
¡Flor la más bella del Darro
y orgullo de la Alpujarra!…
¡Mora en otro tiempo atlética
y hoy enfermiza y escuálida,
a quien la pasión frenética
trocó de hermosa crisálida
en mariposa sintética!…
Después
de comer, nos fuimos a las Tablas de Daimiel (¿se llama así por las tablas de
los puentes?). Algún traidor aprovechó el viaje para echar una cabezada.
Ya
en el parque, bajo un sol que picaba lo suyo, algunos, los más avispados,
pudieron ver patos, grullas, tortugas, peces; a otros, pobres desgraciados de
nosotros, se nos comían los mosquitos y pedíamos agua, ese líquido y preciado
elemento.
Eso
sí, buscábamos la sombra con ahinco, hasta el infinito y más allá.
A la salida de clase, por la tarde, su profesora había
invitado a un grupito de alumnos a su casa para que tomaran un vaso de leche
con tarta de chocolate y vieran sus cuentos de hadas. María Jesús llevaba toda
la vida coleccionando libros de cuentos de todos los países y tenía una de las
mejores bibliotecas privadas de literatura para niños de Fléroe. Tenía libros
antiguos y modernos, libros con cristales de colores en la portada, libros con
tapas de madera y un príncipe luchando con un dragón tallado en el lomo, libros
con las hojas amarillentas y una flor antigua apretada entre las páginas.
De
vez en cuando le gustaba invitar a unos cuantos alumnos, permitirles que
exploraran su biblioteca y luego ofrecerles una merienda deliciosa. Sus hijas
eran ya mayores y no sentían interés por los cuentos de hadas, y María Jesús
pensaba que era una lástima que todos aquellos libros estuvieran allí sin que
los abriera nunca nadie. Los niños siempre esperaban en secreto que les
regalara algún libro de cuentos, pero por supuesto que María Jesús no les
invitaba allí para eso. Además, muchos de sus libros eran muy valiosos.
A
Fridolín siempre le resultaba emocionante ir caminando hasta la casa de María
Jesús, que vivía cerca del colegio, en un edificio antiguo sin ascensor. Nada
más entrar había que descalzarse, porque en la casa de María Jesús no se podía
estar con zapatos.
La
puerta de la biblioteca estaba siempre cerrada. Era una puerta blanca, con
molduras de estilo suizo, y se abría con una llavecita dorada que María Jesús
tenía guardada en un cajoncito secreto del mueble del pasillo.
Siempre que María Jesús
sacaba la llave dorada del mueble y abría la puerta, Fridolín tenía la
sensación de entrar en un mundo mágico donde no existía el tiempo. La
biblioteca era una habitación grande, en forma de Z, con el suelo cubierto de
una gruesa moqueta verde en la que era muy cómodo sentarse a leer y una
escalerita dorada que corría por un carril a lo largo de los anaqueles para
poder alcanzar los libros que estaban más altos. A Fridolín, el hecho de ir
descalzo por aquel suelo verde y mullido le hacía sentir como si caminara sobre
el musgo tibio de algún bosque misterioso, un bosque de libros, de cuentos y de
sueños.
Ahora
estaban los cinco dentro de la biblioteca, Fridolín, Rani, Roto, Amapola y
Abbás. María Jesús encendió un interruptor y decenas de pequeñas lamparitas con
forma de tulipán se encendieron por doquier iluminando los anaqueles llenos de
libros.
Fridolín
encontró un grueso libro encuadernado en rojo y con el canto de las páginas
pintado también en rojo, lo abrió y se puso a mirar los dibujos.
Fue
pasando hoja tras hoja contemplando los bonitos dibujos a plumilla e iluminados
tan solo con dos colores, verde pistacho y amarillo limón, y llegó hasta una
lámina que ocupaba una página entera y representaba un árbol cargado de hojas,
de frutas y de flores, bajo el cual unos niños descansaban, charlaban entre sí
y miraban a lo alto.
El
cuento al que correspondía la ilustración comenzaba en la página siguiente, y
se llamaba «El manzano del Paraíso». Fridolín se sintió intrigado con el dibujo
y con el título, y buscó un rincón cómodo de la biblioteca para sentarse y
leerlo a sus anchas.
«Hace
muchos años vivía en Asia un jardinero que ya no era joven y que había perdido
a su mujer y a sus dos hijos...»
Esta
era la primera frase del cuento. Fridolín frunció el ceño. No era un comienzo
muy prometedor: solo en una frase ya habían muerto la mujer y los dos hijos del
protagonista. ¿Sería este un cuento triste? A Fridolín nunca le habían gustado
mucho los cuentos tristes. Sin embargo, había algo que le intrigaba, y era la
mención a Asia, el mismo lugar del que provenía Rani.
A
lo mejor por esta razón, decidió hacer otra intentona y probar a ver si aquel cuento
le gustaba o no le gustaba.
Esta novela
mezcla la narración de Kathleen Weise con el cómic y las ilustraciones
de Carla
Miller e Isabelle Metzen.
Nos situamos
en la campiña inglesa a mediados del siglo XVIII.
Cathy, una
joven de familia humilde, abandona su hogar para trabajar en la lúgubre mansión
Worthington, cercana a una ciénaga, y encuentra un ambiente lleno de misterios.
¿Por qué no se deja ver nunca el joven señor de la casa? ¿Por qué son
despedidas tantas doncellas al poco de entrar a servir? ¿Cuál es la razón de
las constantes visitas del médico a la mansión?
Cathy puede
escuchar lo que otros no escuchan y ver lo que otros no ven, puede comunicarse
con los animales y sabe descifrar lo que esconden las sombras.
Pronto se enamora
del joven amo de la casa. Este se encuentra cada día más enfermo; su viejo
amigo y médico personal no logra curarle.
El lazo rojo del
título hace referencia al único regalo que le pudo hacer su madre antes de abandonar
su casa; y tendrá importancia tanto para el desarrollo de la historia.
En
realidad, estamos ante un magnífico cuento, que, por una parte hace que nos
encontremos ante una novela romántica que nos recuerda la obra de Jane Austen o
de Charlotte Bronte, pero el misterio y lo sobrenatural nos acercan a Dickens,
Bécquer, Poe...
Las
ilustraciones son todas en blanco y negro excepto unos pequeños detalles siempre
en rojo: el lazo, la sangre… que les hace destacar sobre el dibujo. También hay
que fijarse en las sombras, tanto en la narración como en los dibujos, esas sombras
que juegan un papel destacado, esas sombras que sugieren.
Esta alternancia
en la narración de escritura e ilustración puede ser un aliciente para muchos lectores.
El paso de la escritura al cómic es fluido, sin transiciones que lo
entorpezcan. El final es sorprendente, original, no nos lo esperamos; su
rapidez es la propia de esos cuentos de fantasmas victorianos.
La mayor parte
de los personajes son curiosos: Ivy, la joven cocinera, alegre, simpática e
incapaz de mantener un enfado; el ama de llaves, cuyo mal genio es pura fachada
para ocultar la lealtad a su amo; a Maltch, el pastor que se enamora de Cathy y
la colma de regalos; el doctor Adrian, preocupado por la salud de su amigo;
William, el amo y señor, que quiere apurar la vida por…; el gato de la casa con
el que conversa por las noches y le invita a averiguar un secreto…