La piscina apareció cubierta de hojas, y con un fondo de barro
acumulado a lo largo de los meses, en el que se ahogaban los saltamontes y
rondaban algunas moscas azulencas. Olía de la misma manera que los cuartos de
baño del chalet, abandonado durante ocho meses y resucitado con los calores.
Raúl se alegró. Eso suponía que, como todos los años, habría que
limpiarla, y él había planeado encargarse de todo: ya era mayorcito, y si sus
padres se lo permitían, se sacaría una paga extra. Durante esos meses y en la
sierra, los gastos aumentaban: había que comprar helados, flashes de fresa y
algunos petardos para el día de Santiago, que se celebraba en la urbanización
como el día gordo del verano.
Los mayores contaban con sus propios medios para competir, los
coches, los anillos y las reformas de los chalets, y los niños empleaban los
helados y los petardos. Aquel año, además, Raúl comenzaba a sentir un ligero
interés por las chicas, y entre los compañeros de la clase ya se rumoreaba que
a las niñas se las compraba con helados.
Sus padres no le dedicaron una segunda mirada a la piscina. Su
madre entró en la casa, abrió el ventanal y se dejó caer sobre el sofá, aún
cubierto con las fundas blancas.
- Anda, vete a incordiar por ahí. Yo estoy medio mareada.
El padre le agarró por un brazo cuando intentaba escabullirse
fuera de la finca.
- Tú, quieto. ¿A dónde vas? Ayúdame a sacar las cosas del coche.
Luego ya tendrás tiempo de correr. ¿Qué hace tu madre?
- Nada.
- Vaya. Menuda novedad.
A Raúl no le interesaba discutir. Se encargó de la comida, de la
nevera de picnic, de sus propios juguetes y de una mesa pequeña que su madre
había insistido en llevar al chalet. Mientras tanto, ella continuaba con la
cabeza reclinada sobre la funda, fingiendo que dormía. Cada vez lo hacía más a
menudo, y Raúl ya no le daba importancia. Él intentaba lo mismo todos los lunes
por la mañana, y nadie le hacía caso.
Durante la cena dejó caer un par de veces que habría que
encargarse de la piscina. Sus padres estaban en otra cosa, aunque callaban, la
madre desmigando el pan con mucho cuidado, el padre sin camisa, mirando al
infinito.
- Qué pesado estás con la dichosa piscina. Mientras no vengan a
limpiarla, puedes ir a la casa de Rubén, y si sus padres os aguantan, bañaros
allí.
- ¿Y si la limpio yo?
- No digas tonterías, hijo –cortó la madre-. Cada año se mueren
muchos niños ahogados en las piscinas.
- Pero si está vacía...
-Anda, come.
Los platos del chalet eran los que se habían usado durante años en
la otra casa, de arcopal rayado, en los que la sopa se enfriaba inmediatamente.
Raúl lo intentó de nuevo.
- Pero yo necesito dinero...
- Haber sacado mejores notas.
Tocaban ahí un punto sensible, porque por primera vez había
llevado a casa suficientes y un mísero notable, y aunque no le habían dicho
nada, se había quedado sin regalo de fin de curso.
- Tú pregunta cuánto te cobran. Yo te lo hago por la mitad. ¿Vale?
El padre sonrió sin ganas.
- Bueno. Ya hablaremos.
La comunidad que se reunía en la urbanización de la sierra se
encontraba unida por lazos laborales y de sangre, y Raúl era el único que no se
reunía con primos y con tíos. Su padre había elegido el lugar de veraneo porque
todos sus compañeros de oficina habían comprado una casa allí, y porque deseaba
olvidarse de las vueltas al pueblo cada agosto, a Toledo, a un pueblo en el que
Raúl no había estado nunca. Su madre tomaba granizado casero y café helado con
sus amigas, y durante Julio bajaban todas un par de días a las rebajas. La moda
de los dos años anteriores había sido organizar barbacoas, y montar fiestas
cuando ya caía la noche y el calor se retiraba.
Los adultos sólo despertaban con la brisa de la tarde. El resto
del día pertenecía a los niños, a sus sesiones entre piscinas y las excursiones
al kiosko de chucherías. El orden de las horas escapaba de lo normal, no había
siesta, no había hora de acostarse, y la televisión permanecía encendida
durante largas horas sin que nadie se preocupara por los ojos o por los
deberes.
Cuando se encontró de nuevo con sus amigos, se sorprendió al ver
que habían crecido. Él se veía más mayor, más alto y más fuerte, pero no
imaginaba que también los demás cambiaran. Rubén, que tenía ya trece años,
hablaba con una voz profunda que no habían escuchado antes, y se le habían
cubierto las piernas de vello. Resucitaron las bicicletas de los garajes, y
vivieron los dos primeros días con agujetas en las pantorrillas y los muslos,
que se quejaban del movimiento y las horas al aire libre.
Sin embargo, lo más chocante fue comprobar lo mucho que habían
variado las aficiones. El fútbol continuaba siendo sagrado, por supuesto, y
chapoteaban en la piscina de Rubén, la única que funcionaba a aquellas alturas,
pero ya no competían entre ellos. Cuando Raúl proponía una escapada al cerro, o
una carrera, le tachaban de crío, y se negaban a moverse de la sombra.
Quien más quien menos, espiaba a una chica. Se colaban en las
terrazas desde las que podrían verlas desnudas, y en la piscina se apostaban
siempre en una altura inferior, de modo que si movían las piernas de manera
descuidada podrían atisbar qué ocultaban bajo las bragas. Otros años habían
aceptado a niñas en el grupo, a Anita, a Mariluz. Éste, ni siquiera permitían
que se acercaran, y cuando se las cruzaban por la calle les dedicaban insultos
y silbidos. Sin embargo, uno de los Canijos había robado un sujetador minúsculo
con florecitas azules, y desde que sabían que pertenecía a Mariluz no podían
pensar en nada más.
Raúl había descubierto hacía años que los mayores se comportaban
de manera muy extraña con las mujeres. A veces, en las barbacoas, sobre todo
cuando ya habían bebido un poco, las mujeres dejaban de preocuparse por los
escotes y por las rodillas que mantenían impecablemente apretadas entre sí. Y a
veces él había sido testigo de apartes entre ellos, de sobresaltos al ver que
alguien se acercaba, y de alivio al comprobar que era solamente él. No le
gustaba que sus amigos comenzaran tan pronto con el mismo procedimiento, con
las quejas, con los vermuts y las siestas.
Durante el verano apenas veía a su madre. Él mismo se preparaba el
cola-cao del desayuno, se agenciaba la merienda y se saltaba la cena si podía
evitarla. Ella aflojaba su tenaza, no controlaba su ropa, ni sus sandalias
llenas de tierra, y apenas salía de casa. Se aposentaba en el mismo sofá en el
que se derrumbó el primer día y dejaba que se le escaparan las horas, ella, tan
activa, llena de proyectos aplazados siempre para el verano. A veces, cuando
Raúl se escabullía sin decir nada y se cruzaban en el pasillo o en las
escaleras, ella le pasaba una mano por la cabeza y le dejaba paso.
- Si vas a correr, llévate el casco.
Raúl le obedecía, porque aún guardaba en mente la promesa de la
limpieza de la piscina, pero dejaba el casco de la bici en la plaza y se
olvidaba de él, como todos los demás.
No se había vuelto a saber nada de la piscina, que a medida de que
los días avanzaban se llenaba de mosquitos y de restos de gasolina que se
filtraban por el suelo del garaje. Raúl y sus padres ya no utilizaban esa zona
del jardín, y habían comprado repelente de mosquitos sin preocuparse de nada
más.
Su padre cogía el coche cada mañana y se ausentaba cada vez a
menudo un par de días. A Raúl no le había quedado claro si continuaba
trabajando o no, y cuando había querido preguntar, había recibido un silencio
demasiado largo.
- Bueno, díselo –había empezado su madre.
- Yo no tengo nada que decirle. ¿Y tú?
La madre se encogió de hombros.
- Tu sabrás. Te ha preguntado a ti, no a mí.
- Os he preguntado a los dos –dijo Raúl.
- Yo no tengo nada que decir –continuó la madre, con voz ronca
pero clara-. Yo me paso aquí el día, sin moverme del chalet, sin armar
escándalo y sin pedir nada. Lo que hacen otros, no lo sé.
- Fuiste tú la que quisiste venir al chalet. Lo que no vas a
conseguir es obligarme a quedarme aquí, mano sobre mano, viéndote bostezar por
las esquinas.
- Esto me lo dices en privado, y no delante del niño. ¿Eh? Que ya
bastante me está costando callarme y continuar como si no pasara nada.
Raúl había quedado con la pandilla para ver la televisión en casa
de los Canijos, y se escapó sin comer la fruta. Sus padres nunca discutían,
nunca parecían enfadados ni sorprendidos por nada, imponían castigos suaves y
una rutina llevadera. Si pensaban tirarse los trastos a la cabeza, al menos que
lo hicieran entre ellos.
Rubén traía cotilleos nuevos, porque se había quedado escuchando a
su madre y sus amigas detrás de la puerta. Habló de una de las vecinas de
verano, que no se había reunido con ellas ese año, porque al parecer, se había
operado. Rubén dejó claro que intentaba rejuvenecerse, y que al año siguiente
aparecería con el rostro planchado y sin arrugas. Aquello les hizo pensar: uno
de ellos había visto en la televisión esas operaciones, en las que el cirujano
le cortaba a la mujer las orejas para colocárselas más tarde. A Raúl, al que le
habían dado doce puntos en la cabeza cuando era pequeño, aquello le pareció
repugnante. Luego, uno de los Canijos, en voz más tenue, le señaló con la
cabeza.
- ¿Y de ése, qué?
Rubén le fulminó con la mirada.
- Calla, idiota. ¿No ves que no sabe nada?
Raúl se les quedó mirando antes de reaccionar.
- Que no sé nada ¿de qué?
De pronto tuvo la certeza de que le habían descubierto, de que
sabrían que a él le gustaba también Mariluz, con o sin sostén de flores, y que
aquello le convertiría en el hazmerreír del grupo.
- Nada, tú ni caso. Tonterías que dice éste.
No se sintió cómodo el resto de la tarde, y regresó a casa antes
de lo normal. Su madre no había recogido la mesa, y sobre ellas, entre las
migas desmenuzadas con precisión, la ensalada desleída en aceite y vinagre, su
padre apoyaba los codos. No parecía haberse movido de allí desde el mediodía.
- Raúl, hijo, ven aquí.
Su padre rebuscó en los pantalones y se sacó la cartera. Le tendió
unos cuantos billetes grandes.
- Toma, para ti.
Nunca había visto tanto dinero junto. La idea de que le
pertenecieran le hizo que le subiera la sangre a la cabeza.
- Entonces... ¿te limpio la piscina?
- ¿Qué? No, no. Nada de piscinas. Se acabó la piscina por este
año. Esto te lo gastas en lo que te dé la gana. No es otra cosa.
Raúl cogió el dinero sin pensarlo más, y se encerró en su
habitación, con el pecho dilatado de felicidad. Pensó en los helados, en los
flashes, pensó en comprar a la pandilla (y, muy en el fondo, casi sin atreverse
a soñarlo, también a Mariluz) todos los helados del verano, pensó en comprarse
un monopatín que había visto, y pensó que no había nadie en el mundo comparable
a su padre.
Más tarde vendrían las horas de soledad, el divorcio, las notas
justas y las discusiones con su madre. Más tarde se acercarían los veranos
nefastos, un mes con su madre en el chalet, otros quince días robados al padre
en el mismo sitio, sin barbacoas, alejándose cada vez más de Rubén y los otros
chicos, a los que mandaban a Inglaterra a estudiar durante el verano. Llegaron
las escaseces de dinero, y los regalos desorbitados del padre. Pero en aquel
momento era feliz, el sol brillaba sobre el jardín y la piscina abandonada, y
los billetes por gastar, y nada parecía capaz de estropear aquel verano.
Espido Freire