Aquí tenéis este cuento italiano del siglo
XVI, desconocido para muchos, que es uno de los antecedentes literarios de La Bella y la Bestia:
Deben, pues,
saber, queridas señoras mías, que Galeoto era rey de Anglia, hombre tan rico de
los bienes de la fortuna como de los del espíritu; y tenía por mujer a la hija
de Matías, rey de Hungría, llamada Ersilia, la cual superaba en belleza, virtud
y cortesía a todas las otras damas de su época. Y Galeoto gobernaba su reino
con tanta prudencia que no había en éste nadie que pudiera quejarse de él con
razón. Habiendo vivido, pues, largo tiempo juntos, quiso la suerte que Ersilia
nunca quedase encinta. Lo que disgustaba tanto al uno como al otro. Sucedió que
Ersilia, paseando por su jardín, andaba juntando flores; y, sintiéndose ya bastante
cansada, divisó un lugar lleno de verdes hierbas; al llegar a él, se sentó; e,
invitada por el sueño y por los pájaros, que cantaban dulcemente en lo alto
entre las verdes ramas, se quedó dormida. Entonces, para su buena fortuna,
pasaron por el aire tres hadas altivas; las cuales, viendo a la joven dormida,
se detuvieron y, considerando su belleza y su encanto, pensaron juntas en
hacerla inviolable y hechizarla. Así pues, las tres hadas se pusieron de acuerdo.
La primera
dijo: «Quiero que la reina sea inviolable y que la próxima noche que pase con
su marido quede encinta y nazca de ella un hijo que no tenga igual en el mundo
por su belleza».
La segunda
dijo: «Y yo quiero que nadie pueda hacerle daño y que su hijo esté dotado de
todas las virtudes y gracias imaginables».
La tercera
dijo: «Y yo quiero que sea la mujer más prudente y más rica del mundo, pero que
el hijo que concebirá nazca cubierto con una piel de cerdo, que se comporte
como un cerdo en todo y para todo, y que no pueda salir nunca de ese estado sin
haber tenido antes tres esposas».
Una vez que
las hadas se fueron, la reina se despertó; y, levantándose de inmediato,
recogió las flores que había juntado y volvió al palacio. No pasaron muchos
días antes de que Ersilia quedase encinta; y, cuando llegó el momento del
parto, dio a luz a un hijo que no tenía el cuerpo de un ser humano sino el de
un cerdo. Cuando el rey y la reina se enteraron de esto, sintieron un dolor
inenarrable. Y para que semejante parto no acarrease la deshonra de la reina,
que era santa y buena, el rey se sintió inclinado a hacerlo matar y arrojar al
mar. Pero luego, cambiando de actitud y pensando cuerdamente que fuera cual
fuera su aspecto el monstruo era hijo suyo y tenía su sangre, dejó de lado ese
feroz propósito y, cediendo a la piedad mezclada con el dolor, quiso que se lo
criase y se lo alimentase como ser racional y no como animal. El pequeñín,
pues, solícitamente criado, se acercaba a menudo a su madre y, alzándose en dos
patas, le ponía en la falda el morro y las pezuñitas. Y la compasiva madre, a
su vez, lo acariciaba, poniéndole las manos en la peluda espalda, y lo abrazaba
y lo besaba igual que si fuera una criatura humana. Y el niño enrulaba la
colita, mostrando con gestos evidentes que las caricias de la madre le eran muy
gratas. El cerdito, habiendo crecido bastante, empezó a hablar como un ser
humano y a pasearse por la ciudad; y allí donde había inmundicias y basuras, se
metía en ellas como hacen los cerdos. Luego, sucio y hediondo como estaba,
volvía a casa y, yendo a refregarse en las ropas del rey y de la reina, se las
ensuciaba todas de estiércol; pero, como era su único hijo, los padres lo
soportaban todo con paciencia.
Uno de esos
días, el cerdito volvió a casa y, después de ponerse todo sucio encima de las
ropas de la madre, le dijo gruñendo:
—Madre mía, yo
quisiera casarme.
Al oír esto,
la reina respondió:
—¡Pero qué
loco eres! ¿Quién quieres que te tome por marido? Eres hediondo y puerco, ¿y
quieres que un barón o un caballero te dé a su hija?
Él contestó
gruñendo que, fuera como fuese, quería una esposa. La reina, que no sabía como
actuar, le dijo al rey:
—¿Qué debemos
hacer? Mira en qué situación nos encontramos: nuestro hijo quiere esposa, y
ninguna lo querrá por marido.
El cerdito
volvió junto a su madre y, gruñendo con fuerza, decía:
—Yo quiero una
esposa, y no pararé hasta que me den esa joven que he visto hoy y que me gusta
tanto.
Ésta era hija
de una pobre mujer que tenía tres, cada una de las cuales era hermosísima. Al
oír esto, la reina enseguida mandó llamar a la mujer con su hija mayor y le
dijo:
—Querida
señora mía, eres pobre y estás cargada de hijas; si me dices que sí pronto te
harás rica. Yo tengo este hijo cerdo, y quisiera casarlo con tu hija mayor. No
pienses en tenerle respeto a él, que es cerdo, sino al rey y a mí, porque un
día tu hija será dueña de todo nuestro reino.
La hija, al
oír estas palabras, se turbó mucho; y, poniéndose colorada como una rosa de la
mañana, dijo que no quería de ningún modo aceptar aquella propuesta. Pero tan dulces
fueron las palabras de la pobre mujer que la hija accedió. Cuando el cerdo
volvió todo sucio a casa, fue corriendo a ver a su madre, que le dijo:
—Hijo mío, te
hemos encontrado mujer, exactamente como tú querías.
Y, después de
llamar a la esposa, vestida de honorabilísimas ropas reales, se la presentó al
cerdo. El cual, viéndola bella y graciosa, no cabía en sí de contento, y,
hediondo y puerco como estaba, le daba vueltas alrededor, haciéndole con el
morro y las pezuñas tantas caricias como nadie había visto nunca hacer a un
cerdo. Y ella, como él le emporcaba todo el vestido, lo empujaba para apartarlo,
pero el cerdo le decía:
—¿Por qué me
rechazas? ¿Acaso no fui yo el que te dio este hermoso vestido?
A lo que ella
contestó en tono soberbio:
—No, no le
recibido de ti, ni de tu reino de cerdos.
Y cuando llegó
la hora de irse a la cama, la joven dijo:
—¿Qué puedo
hacer con este animal hediondo? Esta noche, antes de que haya terminado el
primer sueño, lo mataré.
El cerdo, que
no estaba muy lejos, oyó sus palabras pero no dijo nada.
Cuando llegó
la hora, pues, fue, todo cubierto de estiércol y carroñas, hasta el pomposo
lecho, levantó las finísimas sábanas con el morro y con las pezuñas y,
emporcándolo todo de estiércol hediondo, se tendió junto a su esposa. La cual
no tardó mucho en dormirse. Pero el cerdo, fingiendo dormir, la hirió con tanta
fuerza en el pecho con los colmillos puntiagudos que ella quedó muerta en el
acto. Y, levantándose a la mañana temprano, se fue, como de costumbre, a comer
y a emporcarse.
A la reina se le ocurrió ir a visitar a la
nuera; y cuando llegó y la vio muerta, asesinada por el cerdo, sintió un grandísimo
dolor. El cerdo volvió a casa y, cuando la reina se puso a reprenderlo
ásperamente, él le respondió que le había hecho a la esposa lo que la esposa le
quería hacer a él, y se fue furioso.
No pasaron
muchos días antes que el cerdo empezara de nuevo a decirle a la madre que
quería casarse con la segunda hermana; y a pesar de que la reina se opuso a
ello, igualmente él siguió diciendo con obstinación que la quería fuese como
fuese, amenazando con destruirlo todo si no se la daban. Al oír esto, la reina
fue a ver al rey y le contó todo; y él le dijo que sería mejor hacerlo morir
antes de que devastase la ciudad. Pero la reina, que era su madre y lo quería
enormemente, no podía soportar la idea de perderlo, aunque fuese un cerdo.
Y después de
llamar a la pobre mujer con la otra hija, deliberó largo tiempo con ellas; y
una vez que hubieron deliberado juntas acerca del matrimonio, la muchacha
consintió en aceptar al cerdo por esposo. Pero las cosas no salieron como ella
lo deseaba, porque el cerdo la mató como a la primera, y a la mañana temprano
dejó el palacio.
Y cuando
volvió a la hora acostumbrada cubierto de tanta inmundicia y tanto estiércol
que, por el hedor, no era posible acercársele, el rey y la reina lo trataron
muy mal por sus excesos. Pero el cerdo respondió, atrevidamente, que le había
hecho a ella lo que ella pretendía hacerle a él.
No había
pasado mucho tiempo cuando su alteza el cerdo le dijo nuevamente a la reina que
quería volver a casarse, tomando por mujer a la tercera hermana, que era más
hermosa aún que la primera y la segunda. Y como el pedido se le negó
categóricamente, él insistía más aún en casarse con ella, y con palabras ruines
y espantosas amenazaba de muerte a la reina si no se la daba por esposa. La reina,
al oír aquellas palabras puercas y vergonzosas, sentía un tormento tan grande
en el corazón que casi se vuelve loca.
Y dejando de lado toda otra consideración,
mandó llamar a la pobre mujer con su tercera hija, que se llamaba Meldina, y le
dijo:
—Meldina, hija
mía, quiero que tomes a su alteza el cerdo por esposo; no pienses en tenerle
respeto a él sino a su padre y a mí, porque si sabes llevarte bien con él serás
la mujer más feliz y más satisfecha del mundo.
A lo que
Meldina respondió, con semblante alegre y sereno, que estaba muy contenta, y le
agradeció mucho a la reina que se dignase aceptarla como nuera. Y que aun
cuando no recibiese nada más, le bastaría, pobre como era, con convertirse en
un instante en la nuera de un poderoso rey. Al oír esta respuesta afectuosa y
llena de gratitud, la reina, conmovida, no pudo retener las lágrimas. Pero no
obstante temía que también a ella le ocurriese lo mismo que a las otras dos.
Vestida con
trajes suntuosos y engalanada con joyas preciosas, la esposa esperó a que su
marido volviese a casa. Cuando su alteza el cerdo llegó, más sucio y puerco que
nunca, la esposa lo recibió amablemente, extendiendo en el suelo su precioso
vestido y rogándole que se tendiese junto a ella. La reina le decía que lo
apartase de su lado, pero ella se negaba a hacerlo y le dijo a la reina las
palabras siguientes:
Tres cosas he oído ya contar,
Sacra Corona pía y venerable:
una, que si algo no es posible hallar,
querer lograrlo es locura muy grande;
otra, que nunca se debe confiar
en lo que recto no es ni razonable;
la tercera, que el don hay que apreciar,
raro y precioso, que las manos asen.
Su alteza el
cerdo, que no dormía pero lo oía todo claramente, se incorporó y se puso a
lamerle la cara, el cuello, el pecho y los hombros; y ella, a su vez, lo
acariciaba y lo besaba, con lo que él se inflamaba de amor. Cuando llegó la
hora de dormir, la esposa se metió en la cama y esperó a su querido esposo; y
poco después el esposo, todo sucio y hediondo, fue a acostarse. Y ella,
levantando la cobija, hizo que se le acercase, le acomodó la almohada debajo de
la cabeza, tapándolo bien y corriendo las cortinas del dosel para que no tomase
frío. Su alteza el cerdo, cuando se hizo de día, dejando el colchón lleno de
estiércol, volvió a su comedero.
La reina, por
la mañana, fue a la habitación de la esposa; y, creyendo que vería la misma
escena que las otras dos veces, encontró a su nuera contenta y de buen humor,
aun cuando la cama estaba emporcada de inmundicias y carroñas. Y le dio gracias
al Altísimo por semejante regalo: que el príncipe había encontrado mujer a su
gusto.
Poco tiempo
después, su alteza el cerdo, mientras estaba conversando agradablemente con su
mujer, le dijo:
—Meldina,
querida esposa mía, si supiera que no le dirás a nadie mi gran secreto, yo,
haciéndote inmensamente feliz, te revelaría algo que hasta ahora he tenido
escondido; y como sé que eres sensata y prudente, y veo que me amas con
auténtico amor, quisiera compartirlo contigo.
—Puedes
hacerlo sin temor —dijo Meldina—, porque te prometo que no se lo diré nunca a
nadie sin tu permiso.
Así fue como
su alteza el cerdo, tranquilizado por su esposa, se sacó de encima la piel
puerca y hedionda y quedó hecho un joven hermosísimo y agraciado: y pasó toda
la noche abrazado en la cama con su Meldina. Y después de ordenarle que no
dijese nada de todo aquello, porque faltaba poco tiempo para que saliese de
estado tan miserable, se levantó de la cama; y poniéndose su traje porcino, se
fue a hurgar en las inmundicias como antes.
Dejo que cada
uno imagine cuánta y cuál fue la alegría de Meldina al descubrir que estaba
casada con un joven tan encantador y gentil.
Poco tiempo
después la joven quedó encinta; y cuando llegó el momento del parto dio a luz a
un hermosísimo niño. Esto les dio al rey y a la reina una alegría inmensa,
sobre todo porque vieron que no tenía forma de animal sino de ser humano. A
Meldina le parecía una carga muy pesada tener que ocultarle a la reina algo tan
importante y maravilloso; de modo que fue a ver a la suegra y le dijo:
—¡Sapientísima
reina! Yo creía que me había unido a una bestia; pero tú me diste por marido el
joven más hermoso, más lleno de virtud y más cortés que haya creado la
naturaleza. Él, cuando va a la habitación a acostarse conmigo, se saca la
corteza hedionda y, dejándola caer al suelo, queda hecho un joven apuesto y
lleno de gracia. Cosa que nadie podría creer sino lo viese con sus propios
ojos.
La reina creía
que su nuera estaba bromeando, mientras que decía la verdad. Le preguntó cómo
podía hacer para verlo, y la nuera le respondió:
—Ven esta
noche a mi habitación a la hora del primer sueño: encontrarás la puerta abierta
y verás que todo lo que te digo es verdad.
Cuando llegó
la noche, después de esperar a que todos se fuesen a dormir, la reina mandó
encender las antorchas y fue con el rey a la habitación del hijo; y, una vez
adentro, encontró la piel porcina tirada en el suelo, y, acercándose a la cama,
vio que su hijo era un joven hermosísimo, al que Meldina, su esposa, estrechaba
entre sus brazos. Al ver esto, el rey y la reina se alegraron mucho, y el rey
ordenó que, antes de que nadie saliese de allí, la piel se rompiera en mil
pedazos pequeñísimos; y tanta fue la alegría del rey y de la reina por la transformación
de su hijo que poco faltó para que se muriesen.
El rey
Galeoto, viendo que tenía un hijo tan apuesto y virtuoso, y que éste le había
dado nietos, renunció a la corona y al manto real y, en medio de grandes
festejos, subió al trono su hijo; el que, a partir de ese momento, con el
nombre de Rey Cerdo, gobernó el reino para gran contento de todo el pueblo, y
vivió feliz largo tiempo con Meldina, su amadísima esposa.
Giovanni Francesco Straparola