Soy, recuerdo, pasajero de segunda clase. Embarqué en Francia, en el puerto de Cherburgo, por amor, siguiendo a una cubana que había conocido en Barcelona y que viajaba en compañía de su hermana. Habíamos pasado meses enredados en amores que terminaron cuando ellas decidieron volver a la isla, haciendo escala en Nueva York. Nunca supe bien la razón de su repentino regreso, adujeron que su padre las reclamaba pero muchos fueron los indicios que me hicieron desconfiar. Recelé, incluso, de que el padre existiera, pues no era habitual que dos señoritas estuviesen tanto tiempo fuera de casa sin la compañía de un familiar. Sea como sea, no lo dudé y me embarqué tras ellas sin mucha idea del porvenir que me aguardaba. Nada importante me ataba a Barcelona salvo un hermano al que no veía y una renta, suficiente para ser un diletante el resto de mi vida. Ni una sola vez, los días anteriores al naufragio, me arrepentí de haberlo hecho. No creo que en todo el barco hubiese un pasajero más feliz. Cuando la marinería organizaba el desembarco, conseguí meterme en el bote 12, al lado de mis amigas, cobijado bajo un tocado que apenas disfrazaba quién soy. Nada heroico. Años, décadas después, aún me recordaban como el tipo que se salvó vestido de mujer.
Marcos Giralt Torrente
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