lunes, 30 de abril de 2018

UN CONCIERTO


Quitaron la música, oí aplausos y silbidos, y cuando subí ya estaba Rai en el escenario con la guitarra. Había tenido el detalle de no ponerse gafas de bucear, o un sombrero de copa, o los pantalones del abuelo. Eso sí, llevaba el pendiente y el pañuelo al cuello, pero eso ya casi formaba parte de él. Empezó a cantar y todo se animó, aunque algunos no le prestaban atención y seguían hablando o mandando y recibiendo mensajes y fotos. Varias canciones eran suyas, y otras eran versiones, en inglés, sobre todo. A los pocos minutos, muchas escuchaban ya en una especie de trance. Al cabo de un rato salimos de nuevo a la calle, pero esta vez yo no tomé nada. Una chica vomitaba a los pies de un árbol, acompañada por una amiga que le ponía la mano en la espalda, solidaria. Un imbécil la estaba grabando sin que ellas se dieran cuenta. La acera estaba hecha un asco, llena de botellas, papeles, bolsas de plástico y latas. Mi cabeza estaba puesta en Irene, y todo lo demás me resultaba indiferente (...)

Cuando entramos, Irene bailaba con uno del curso superior, y no se limitaba a bailar, coqueteaba.

Teresa estaba en primera fila, junto a Helena y Maribel, otra de sus mejores amigas. Daba palmas con las manos en alto y se contoneaba con la cabeza ladeada sin quitar los ojos de Rai. Seguí a Ramón, que abría brecha a empujones y codazos, y conseguimos alcanzar la segunda fila y ponernos detrás de ellas, para presenciar de cerca el concierto. Bueno, la intención de Ramón era otra, como comprobé enseguida. Le puso la mano en el culo a Teresa, que se volvió, furiosa, apartándola de un manotazo. Al ver quién había sido, le dedicó una mueca asesina. Ramón se la quedó mirando, y sacó y metió la lengua un par de veces, relamiéndose los labios.

—Tarado. Como vuelvas a ponerme la mano encima te doy una hostia.

Mi hermana le sacó el dedo corazón y se dio la vuelta.

—Vámonos —le dije, tirando de su brazo, indignado—. Eres asqueroso.

Nos fuimos a otro sitio, y busqué otras compañías. El tiempo volaba. Todos los relojes del mundo mantenían su velocidad mecánica o electrónica de forma constante, pero todos los cerebros y corazones lo medían individualmente, y dentro de mí el tiempo volaba. Y de pronto se ralentizó. Rai se había inclinado para escuchar algo que le decía mi hermana, y después le tendió la mano y la aupó al escenario. Se pusieron a cantar a dúo una canción que le gustaba mucho a mi hermana, Stumblin in, Tropezando, una movida canción de amor que se prestaba al baile, y vaya si bailó Pesadilla, mientras cantaba y sonreía a Rai feliz de la vida, Our love is alive and so we begin / foolishly laying our hearts on the table / stumblin in, los dos mirándose, diciéndose esas cosas el uno al otro en público, y coreaban el estribillo juntos y luego se cedían el micrófono y cada uno cantaba su parte, él la de Chris Norman, ella la de Suzi Quatro, y luego otra vez se unían, supongo que el amor es eso, tropezar y albergar en el corazón una mezcla de miedo y felicidad, y que la vida es lo mismo, y a veces tropiezas y te rompes la nariz contra un cristal y lo pones todo perdido de sangre y te queda una cicatriz para el resto de tus días, una cicatriz que se va haciendo menos visible con el tiempo, pero que siempre está allí, imborrable aunque más disimulada; y otras veces tropiezas y caes en los brazos del otro, que te sujeta y te besa y te susurra algo hermoso al oído, y después de un tiempo variable, un paréntesis que puede durar entre una noche y muchos años, el otro te suelta y te caes, o eres tú quien suelta al otro, y ves cómo se cae y se lastima; y era fácil ver que se trataba de un momento de esplendor, de belleza, de exaltación y de juventud, supongo que componían una pareja perfecta, y que resultaba evidente que iban a ser novios o algo así, pero yo lo pasé francamente mal, pues al tratarse de mi hermana no lo juzgaba con objetividad, y consideraba que estaba haciendo un ridículo espantoso, aunque me diera cuenta de que bailaba muy bien y no cantaba demasiado mal. Se miraban, se sonreían, aproximaban sus caras, Rai pasó su mano por su cintura y comenzaron a bailar agarrados, torpemente pero con gracia a la vez, y en ese momento descubrí que lo habían ensayado, que habían quedado varias veces para preparar el número, probablemente en el auditorio del instituto. Cada vez que oigo esa canción les veo, y siento un nudo en la garganta, yo no sé si lo hermoso duele porque sabemos que lo vamos a perder, solo sé que el dolor y la belleza están íntimamente ligados.

—¡Que se besen! —gritó Ramón—. ¡Cómetela, que lo está deseando!

Bueno, imagino que en cierto modo eso equivalía a algo así como aceptar la derrota con deportividad. Por fin terminó el numerito y pude volver a respirar, salí del agujero y el tiempo recuperó su ritmo normal, y entonces reparé en que había una señora mayor entre el público. Me pregunté qué hacía allí, pues estaba prohibido que en el horario de tarde entraran adultos. Después me enteré de que había ido a buscar a su hija, que había salido sin permiso, y en lugar de recogerla, echarle una buena bronca y llevársela, se había quedado a escuchar un par de canciones, atrapada. Bueno, cuando digo señora mayor me refiero a que rondaría los cuarenta y cinco. Ahora no me lo parecería tanto, pero entonces la consideré poco menos que una momia. Al irse, precedida por su enfadada cría, pasó a mi lado y comprobé que era bastante guapa. Digamos que me pareció la momia de Nefertiti.

Rai cantaba la última. Tampoco podía llegar mucho más tarde a casa, así que fui a buscar a mis amigos. Ramón estaba entrando a dos chicas, cuyo lenguaje corporal proclamaba a los cuatro vientos que no tenía nada que hacer. Entonces vi a Hugo. Estaba besando a una chica cuya cara no podía distinguir bien. Me aproximé para ver si la conocía. Primero me fijé en que sus uñas estaban pintadas de azul, y luego vi mejor su perfil. Irene (...)

Había que abandonar el local, pues pronto empezaría el horario de los mayores. Mientras salía, se me quedó una imagen grabada: cuatro chicas en fila ante el escenario vacío. Luego me contaron que esperaban turno para besarse con Rai. Por lo visto, se lo habían pedido varias, y él les había dicho que se pusieran en la cola. Ni que decir tiene que no las complació, había sido una forma de mostrarse desagradable para deshacerse de ellas, y ahí estaban, por increíble que me pareciera, aguardando a que Rai las besara, una tras otra. Menos mal que entre ellas no se hallaba mi hermana, habría sido la guinda para una noche inolvidable. La imagen altamente patética de las chicas en fila contribuyó a desanimarme todavía más. Busqué el mensaje de Irene y comprobé que era tal y como Ramón había dicho. Había salido decidida a comerse a uno. El problema era que ese uno no era yo.

Tardamos un rato en salir, por la aglomeración que se había formado. La discoteca estaba mucho más llena de lo permitido, pero nos daba igual. A los trece años las desgracias y la muerte son esos accidentes que les suceden a otros. Yo iba pensando en lo de los dos puntos que había dicho Ramón. Al empezar el curso habíamos hecho una especie de campeonato, que terminaría en junio. Consistía en ver quién de los tres conseguía más puntos. Un beso era uno, un beso con lengua, dos, tocar los pechos, tres, tocar el sexo, cuatro, y así. Yo llevaba cero puntos, y aquello, una idea de Ramón que yo no había rechazado por no darle importancia, se había convertido en un motivo más para pasarlo mal, pues Ramón llevaba ya ocho puntos (había que fiarse de lo que cada uno decía), y Hugo, con los dos de esa noche, cuatro. Me sentía humillado, como el tonto de la clase con su examen corrigiéndose en la pizarra. Imaginé el rostro de Irene y tuve ganas de gritar. Habría querido elevarme por encima de todos y desaparecer. Liberarme del mundo, ser un globo y soltar amarras (...)

Regresé a casa caminando solo. Recordé el consejo de Rai: «Nunca sientas lástima por ti mismo. La vida no trata de no caer, sino de cómo levantarse». Me crucé con una anciana que llevaba un chihuahua de la correa. El perrito se detuvo junto a un árbol y levantó una pata. Estaba enfundado en una especie de minúscula sudadera negra en la que destacaba en blanco el nombre de la marca: Nike. Una ira desproporcionada me invadió. Logré contener el impulso de pegarle un puntapié y proyectarle al espacio como si se tratara de la mismísima Laika. Continué mi camino, alejándome cada vez más de aquella imagen grotesca. El mundo entero era grotesco. Me alegré de no haber llorado delante de nadie. Ahora me lo podía permitir, pero nada. No me brotaban las lágrimas. Lo intenté, diciéndome que seguramente me haría bien, que me aliviaría, y nada. Solo tenía rabia dentro de mí. Pegué una patada a una papelera, tan violenta que se soltó y cayó al suelo. Parte de su contenido se desparramó. Me hice daño en el pie, y únicamente conseguí acrecentar mi frustración.

Me pareció feo lo que dejaba atrás, y me pareció mal. Me pareció que era un retrato de mi alma, y recordé la letra de la canción de Genesis, «You say I must be crazy, ‘cos I don’t care who I hit, who I hit».

Dices que debo de estar loco, porque no me importa a quién golpeo, a quién golpeo

Martín Casariego, El Juego SigueSin Mí

PREMIO DE NOVELA CAFE GIJÓN 2014

domingo, 29 de abril de 2018

NÉMESIS



A miss Marple, residente en el pueblo de St. Mary Mead.

La presente le será entregada gracias a los buenos oficios de mi abogado, James Broadribb, después de mi fallecimiento. Es el hombre que empleo para aquellos asuntos legales que entran en el campo de mis asuntos privados, y sin ninguna relación con mis actividades empresariales. Es un abogado sensato y digno de toda confianza. Como la mayoría de la raza humana, es susceptible al pecado de la curiosidad. No se la he satisfecho. En algunos aspectos, éste es un asunto que quedará entre usted y yo. Nuestra palabra clave, mi querida señora, es Némesis. No creo que usted haya olvidado el lugar y las circunstancias en las que me dijo aquella palabra. En el curso de mis actividades empresariales, que se han prolongado durante muchos años, he aprendido una cosa sobre la persona que quiero emplear. Tiene que tener instinto, un instinto para la tarea que quiero encomendarle. No se trata de profundos conocimientos ni tampoco experiencia. La única palabra que lo describe es instinto. Un instinto natural para hacer una cosa determinada.

Usted, querida, si me permite llamarla así, tiene un instinto natural para la justicia y eso la ha llevado a tener un instinto natural para el crimen. Quiero que usted investigue un crimen. He ordenado que le se destine una suma, de manera tal que, si usted acepta la propuesta y como resultado de la investigación se aclara el crimen, el dinero será suyo. El plazo para que cumpla su misión es de un año. No es usted joven, pero es, si me permite decirlo, resistente. Creo que puedo confiar en que usted viva un año más por lo menos.

Creo que la propuesta no le resultará desagradable. Tiene usted un genio natural para la investigación. Los fondos necesarios para realizar esta investigación le serán suministrados durante el período fijado cada vez que los pida. Le hago esta propuesta como una alternativa a lo que esté haciendo en estos momentos.

Me la imagino sentada en una silla, una silla cómoda y adecuada para la clase de reumatismo que pueda usted sufrir. Creo que todas las personas de su edad sufren de alguna clase de reumatismo. Si este mal le afecta las rodillas o la espalda, no le será fácil moverse y supongo que pasa la mayor parte de sus horas haciendo calceta. La veo, como la vi aquella noche cuando me despertó, envuelta en una nube de lana rosa.

Me la imagino tejiendo más jerseys, chales, bufandas y muchas otras cosas de las que ni siquiera sé el nombre. Si prefiere continuar haciendo calceta, es cosa suya. Si prefiere servir a la causa de la justicia, espero que por lo menos le resulte interesante.

Dejemos que la justicia corra como el agua, y la rectitud como un manantial inagotable.

Amos

Agatha Christie, Némesis

viernes, 27 de abril de 2018

VERDAD


          Enviado por Sara:     

      Este libro es la continuación de Mentira de Care Santos, comenzando donde termina éste con la puesta en libertad de Eric.

Eric es un joven de un barrio marginal de Barcelona que se niega a aceptar su destino y busca escapar de un entorno marcado por el tráfico de drogas y el crimen, a base de coraje, amor y literatura.

Con sólo 18 años ha pasado los últimos cuatro de su vida encerrado en un centro de menores por un delito que no cometió. En su primer día de libertad se dará de bruces con la dura realidad e intentará construir una nueva vida alejada de su conflictivo barrio: los padres de Xenia harán todo lo posible para que nuestra pareja de adolescentes corten su relación; el piso, que le había dejado Ben, se lo han quitado y se ha convertido en un centro de distribución de drogas; le tienden una trampa para verse obligado a seguir en ese mundo y vender droga; quiere averiguar quién mató a Ben y por qué; le roban el poco dinero que tiene y no encuentra trabajo por haber estado encerrado.

Solo y sin apenas dinero, intentará a toda costa conservar la dignidad, el ingenio y el amor de su chica, Xenia.

El único trabajo que va a encontrar Eric es convertirse en lector para Hugo, joven de familia acomodada que está postrado en una silla de ruedas y sufre una enfermedad degenerativa en la retina.  Y siguen la referencias a El Principito de Antoine de Saint-Exupéry y  a Él Guardián entre el Centeno de J. D. Salinger

Care Santos con su prosa sencilla, fluida, nos sigue atrapando con las desventuras del pobre Eric, que ve cómo se le van cerrando todas las puertas y se ve obligado a continuar en el barrio del que quiere huir. Se reflejan los problemas que tiene al reincorporarse a la sociedad,  el pasado le pasa factura y casi todas las puertas se cierran, ya que la mayor parte de la gente no quiere saber la verdad de lo ocurrido anteriormente. Parece que el determinismo de los naturalistas se va a cumplir, pero Eric se sabe diferente e intentara huir de ese entorno y hacer realidad sus sueños: convencer a los padres de Xenia de que no es cómo creen que es, estudiar literatura en la universidad, convertirse en escritor...

 En esta novela Xenia pasa a un segundo plano (su voz sólo aparece en tres o cuarto cartas), pero va a ser uno de los motores para que Eric intente escapar de esa situación. Este va a ser el protagonista absoluto, pues la acción se centra en él; se le ve maduro, seguro de sí mismo; está muy bien desarrollado, siendo muy acertadas sus reflexiones personales. Los demás personajes van a ser muy secundarios, salvo Alberto, el abogado, que es el único que le tiende una mano para poder salir adelante (vale, de acuerdo, también está su tía Carmen, quien le ayudará pero le recriminará por lo que cree que ha hecho).

jueves, 26 de abril de 2018

A POR EL ACOSADOR



—Buenas tardes. El señor Brown, supongo.
Los ojos negros de Aidan se clavaron en la figura que tenían enfrente.
Lo había seguido desde la taberna hasta su casa y en la distancia se adivinaba, por su modo de caminar y por su constante tambaleo, que el alcohol ya corría por sus venas.
Jeff apoyó el peso del cuerpo sobre su pierna derecha y torció el gesto antes de contestar.
—Sí, soy yo. ¿Qué quiere? ¿Es de la policía otra vez?
Aidan sonrió para sí mismo.
—No. Soy el doctor Wilkinson —mintió—, el médico que ha tratado a su hija en el hospital.
Brown pareció serenarse, y en sus ojos enrojecidos, brilló un destello de extraña voracidad.
—Ah, Ciara... Pero no es exactamente mi hija, ¿sabe? Ni siquiera lleva mi apellido.
Aidan hizo un frío ademán afirmativo. Había aprendido desde la niñez no solo a controlar su expresión corporal, sino a analizar la de los demás. Y aquel hombre, ebrio y aborrecible, era un libro abierto. Fácil de manejar, fácil de llevarlo a su terreno.
Incluso sintió el característico cosquilleo de la impaciencia en la punta de los dedos. Había sido buena idea llevar puestos los guantes de piel.
—No obstante —prosiguió Aidan—, usted es su única familia, y me gustaría comentarle algunos temas sobre su estado de salud. ¿Puedo pasar?
No esperó a que Jeff lo invitase y entró en el salón con total naturalidad.
Era una residencia humilde, no cabía duda. Pero aquel maldito sujeto no había escatimado gastos en una enorme televisión de plasma.
La vivienda olía a cerveza, violencia y muerte. Una combinación que restalló en su cerebro, haciéndole recordar una época que no podía olvidar.
Advirtió que no había ningún retrato familiar, ni una sola foto de Ciara ni de su madre.
Contuvo el impulso de subir las escaleras que conducían al piso superior y se giró hacia Jeff, que súbitamente pareció reparar en su presencia allí.
—¿Qué me dice, doctor? ¿Quiere un trago? ¿Por qué no se pone cómodo y se quita los guantes y el anorak?
Aidan se sentó en el vetusto sofá y sonrió con fingida complicidad.
—Preferiría no hacerlo. Estoy helado, seguro que me comprende... —«Un animal salvaje no se desprende de su camuflaje natural cuando acecha a su presa, señor Brown», pensó—. Pero, por supuesto, aceptaré ese trago, es usted muy amable.
—Es bueno conocer a un médico al que le guste tomar un buen whisky irlandés y no sermonee sobre sus malos efectos, ya me entiende —farfulló mientras abría un pequeño mueble auxiliar donde guardaba algunas botellas.
Cogió una y sirvió dos vasos.
—¿Y bien? —resopló con desgana—. ¿Qué quería decirme sobre Ciara?
Aidan ladeó la cabeza.
—Señor Brown, no parece interesarle mucho el estado de su hija.
Jeff bebió un largo trago y dejó el vaso ya vacío sobre la mesa con un golpe seco.
—Oiga doctor, un inspector de la bofia me detuvo acusándome de la muerte de mi mujer, y estos últimos días no han sido precisamente un camino de rosas... ¿y quiere que me preocupe por esa desagradecida con pecas? Tengo mejores cosas en las que pensar.
Con serenidad, Aidan volvió a verter whisky en el vaso de su anfitrión, que no dudó en deleitarse de nuevo con el licor.
—Ya veo, pero como médico, querría...
—No me interesa, ¿comprende? Su madre ya me dio bastantes quebraderos de cabeza.
Aidan asintió, observando cómo la mirada de Jeff se tornaba vidriosa.
—El sexo opuesto siempre será nuestra perdición, ¿eh, señor Brown?
Su voz sonó impasible, casi irónica, pero los ofuscados sentidos de aquel hombre no lo percibieron.
—¡Qué me va a contar usted! Son todas unas zorras. Tara, mi mujer, solo supo darme problemas, siempre metiéndose donde no la llamaban. —Tras decir esto, bebió otro trago de whisky.
Aidan lo taladró con la mirada.
—Es mejor que no esté ya entre nosotros, ¿verdad? —preguntó cambiando el tono, que se tornó cómplice.
Jeff sonrió bobaliconamente.
—Empieza usted a caerme bien, doctor. Claro, es sabido que los hombres nos apoyamos los unos a los otros... Tendría que habérselo explicado a ese inspector entrometido. Seguro que me habría comprendido sin necesidad de hacerme tantas preguntas... «Lo han visto a la hora de la muerte de su esposa...», decía ese tipo. ¡Imbécil! Yo tenía la entrada para el partido a las ocho de la tarde, sí... ¡Y no quería perdérmelo, joder! Por eso vine aquí un poco antes y...
Aidan no cambió la expresión de su rostro, y Jeff ni siquiera se percató de que desviaba la mano derecha hacia el bolsillo de su anorak.
—Por supuesto —apostilló Aidan—, siempre hay que terminar el trabajo que se queda a medias, ¿no le parece?
La voz gangosa del señor Brown le revolvió las entrañas.
—Sí, sí, es usted muy inteligente... Todos sabemos que nuestras mujeres son una carga que dura lo que nos resta de vida, ¿eh? Por eso hay que saber cuándo deshacerse de esa carga, llegado el momento.
Volvió a colmar el vaso de whisky y vio cómo Jeff lo apuraba.
—Tendría que haberlo hecho antes, mucho antes... —masculló este mientras se rascaba su prominente barriga.
Aidan no parpadeó, manteniendo sus ojos fijos en él. Si el señor Brown no hubiese estado bajo los efectos del alcohol, habría podido descubrir un extraño brillo en aquellas pupilas contraídas que lo vigilaban como un felino al acecho.
—Y dígame, entre nosotros..., ¿fue muy complicado acabar con «esa carga»?
Jeff soltó una carcajada antes de responder.
—Las mujeres han sido y serán siempre algo que los hombres utilizan para su placer, y la sociedad también, aunque esta quiera negarlo con tanta igualdad y feminismo... ¡Bah, sandeces! Pero ¿sabe una cosa, doctor? En el fondo, son el eslabón débil... Frágiles como un gorrioncillo. Un golpe seco —hizo un gesto significativo con la mano—, una fuerte presión en el cuello, y solo hay que esperar para ver cómo su cara se va volviendo azul...
Ni siquiera pudo concluir la frase.
Aidan ya había extraído la aguja hipodérmica de su bolsillo y, con un movimiento certero, la había clavado en su sudoroso cuello.
Jeff se lo quedó mirando con el asombro reflejado en su rostro.
—Pero ¿qué...?
Aidan dibujó una media sonrisa.
—No se preocupe, señor Brown. Solo estoy erradicando de esta sociedad que usted mismo ha nombrado lo que verdaderamente sobra...
Su interlocutor se llevó las manos al pecho mientras trataba de respirar con grandes bocanadas.
—¿Qué me ha hecho, hijo de...?
—¿Las mujeres son seres débiles? Permítame que le exprese mi disconformidad —dijo como respuesta Aidan—. Tipos tan repulsivos como usted tendrían que besar el suelo que ellas pisan.
Jeff se tambaleó y cayó al suelo entre espasmos de dolor. Ni siquiera tenía fuerzas para gritar. Su corazón latía a un ritmo frenético, y las punzadas en el abdomen eran cada vez más intensas.
Aidan se dirigió hacia las escaleras, pero antes se detuvo frente a Brown, que jadeaba hecho un ovillo.
—Alégrese. Conforme usted va desapareciendo del mundo, este no lo echará de menos. Es más, creo que con su muerte habrá contribuido a mejorarlo. ¿No se siente feliz, señor Brown?

Sandra Andrés Belenguer, La Noche de tus Ojos

miércoles, 25 de abril de 2018

UN NARRADOR PECULIAR



Entre los habitantes de Damasco había gente extraña por aquel entonces. ¿A quién le sorprende eso en una ciudad antigua? Se dice que cuando una ciudad permanece habitada ininterrumpidamente más de mil años, confiere a sus habitantes peculiaridades que se han acumulado en épocas pasadas. Damasco tiene incluso una antigüedad de varios miles de años. Así que no es de extrañar que deambulen personajes raros por las callejuelas laberínticas de esa ciudad. El viejo cochero Salim era el más raro de todos. Era pequeño y delgado, pero su voz cálida y profunda hacía que pareciese un hombre grande de hombros anchos, y ya en vida se convirtió en leyenda, lo que no significa mucho en una ciudad donde las leyendas y los rollos de pistacho son solo dos de mil y una especialidades.
Debido a los numerosos golpes de Estado de los años cincuenta, los habitantes del barrio antiguo confundían los nombres de los ministros y los políticos con los de los actores y otras celebridades. Pero para todo el mundo solo existía en el barrio antiguo aquel cochero que sabía contar unas historias capaces de hacer reír y llorar a los que las escuchaban.
Entre los personajes extraños había algunos que tenían un refrán apropiado para cualquier acontecimiento. Pero solo había un hombre en Damasco que supiese historias para todo, ya fuese que alguien se hubiese cortado un dedo, se hubiese resfriado o enamorado desdichadamente. Pero, ¿cómo se convirtió el cochero Salim en el narrador más famoso de nuestro barrio? La respuesta a esta pregunta es, como cabía esperar, una historia.
En los años treinta, Salim era cochero y hacía el recorrido entre Damasco y Beirut. Entonces los cocheros tardaban dos días fatigosos en hacer el trayecto. Eran dos días peligrosos porque el camino conducía por el escarpado «desfiladero del Cuerno» donde abundaban los ladrones, que se ganaban el pan robando a los viajeros que pasaban por allí.
Las diligencias apenas se distinguían las unas de las otras. Eran de hierro, madera y cuero y en ellas había sitio para cuatro viajeros. La lucha por conseguir viajeros era despiadada; a menudo decidía el puño más duro y los viajeros tenían que trasladarse, todavía pálidos del susto, a la diligencia del vencedor. Salim también luchaba, pero raramente lo hacía con los puños. Él empleaba la astucia y su lengua invencible.
En la época de la crisis económica, cuando cada año era menor el número de viajeros, el bueno de Salim tuvo que inventarse algo para sacar adelante a su familia. Tenía una mujer, una hija y un hijo a los que alimentar. Los asaltos a las diligencias se multiplicaban porque muchos campesinos y artesanos arruinados huían a las montañas y se ganaban la vida como salteadores. Salim prometía a los viajeros en voz baja: «Conmigo llegaréis a vuestro destino sin sufrir un solo rasguño y con la misma bolsa de dinero que llevabais al partir». Eso lo podía prometer porque mantenía buenas relaciones con muchos ladrones. Así pudo ir y venir una y otra vez de Damasco a Beirut sin ser molestado. Cuando llegaba al territorio de un bandido dejaba —sin que se diesen cuenta los viajeros— algo de vino o de tabaco al borde de la carretera, y el ladrón le saludaba amistosamente con la mano. Salim nunca fue asaltado. Pero al cabo del tiempo trascendió el secreto de su éxito y todos los cocheros le imitaron. Ellos también dejaban ahora obsequios al borde de la carretera y podían proseguir el viaje pacíficamente. Salim contaba que las cosas llegaron a tal extremo que los bandidos se convirtieron en obesos y perezosos recolectores incapaces de infundir miedo a nadie.
Así que la perspectiva de una protección segura frente a los ladrones dejó pronto de atraer a los viajeros a su diligencia. Salim reflexionó desesperadamente sobre lo que podía hacer. Un día una vieja dama de Beirut le dio la idea salvadora. Durante el trayecto contó a la dama las aventuras de un ladrón que se había enamorado de la hija del sultán. Salim conocía personalmente al ladrón. Cuando al final del viaje la diligencia se detuvo en Damasco, la mujer exclamó al parecer: «¡Dios bendiga tu lengua, joven. Contigo el tiempo ha pasado en un vuelo!». Salim llamó a aquella mujer su «hada de la suerte» y desde entonces prometía a los viajeros que les contaría historias durante el trayecto de manera que no notarían las fatigas del viaje. Esa fue su salvación, pues ningún otro cochero sabía contar historias como él.
Pero ¿cómo se las apañaba el viejo zorro, que no sabía leer ni escribir, para contar continuamente historias nuevas? ¡Muy sencillo! Cuando los viajeros habían escuchado un par de historias, él preguntaba en tono casual: «¿Puede contar también alguno de vosotros una historia?». Y entonces siempre había alguien, un hombre o una mujer, que contestaba: «Yo conozco una historia increíble. ¡Pero, sabe Dios, que es verdadera!». O: «bueno, yo no sé contar muy bien historias, pero una vez un pastor me contó una y si los señores no se ríen de mí, me gustaría contarla». Y, naturalmente, el cochero Salim animaba a todos a que contasen su historia. Él las condimentaba después y las contaba a los siguientes viajeros. De esa manera su repertorio siempre estaba fresco y no se agotaba.
El viejo cochero podía cautivar a los oyentes con sus historias durante horas. Hablaba de reyes, hadas y ladrones, y en su larga vida había tenido muchas experiencias. Podía contar historias alegres, tristes o emocionantes, su voz fascinaba a todo el mundo. No solo provocaba tristeza, ira y alegría, también nos hacía sentir el viento, el sol y la lluvia. Cuando Salim empezaba a contar, volaba en sus historias como una golondrina. Volaba sobre las montañas y los valles y conocía todos los caminos que conducían desde nuestra callejuela a Pekín. Cuando le apetecía se posaba sobre el monte Ararat —y no en otro lugar— y fumaba su narguile.
Cuando el cochero no tenía ganas de volar, recorría en sus relatos los mares de la tierra como un delfín joven. Debido a su miopía le acompañaba en sus viajes un águila ratonera que le prestaba sus ojos.
A pesar de lo delgado y pequeño que era, Salim no solo vencía en sus relatos a gigantes de ojos centelleantes y bigotes espantosos, sino que ahuyentaba también a los tiburones, y en casi todos los viajes luchaba con un monstruo.
Sus vuelos nos resultaban tan familiares como las elegantes evoluciones de las golondrinas en el cielo de Damasco. Cuantas veces estuve de niño apoyado en la ventana volando en pensamientos sobre nuestro patio como un vencejo. Esos vuelos apenas me asustaban entonces. Pero yo y los demás oyentes temblábamos con las luchas que sostenía Salim con los tiburones y otros monstruos marinos.
Una vez al mes, por lo menos, los vecinos exigían al viejo cochero que contase la historia del pescador mexicano. Salim disfrutaba mucho contando esa historia. En ella nadaba tranquilo y contento como un delfín en las aguas del golfo de México cuando un pulpo maligno atacaba el diminuto bote de un pescador. El bote zozobraba. El pulpo empezaba a estrechar al pescador entre sus tentáculos. Y casi le habría estrangulado si Salim no hubiese acudido rápidamente en su ayuda. El pescador lloraba de alegría y juraba por la Virgen que si su mujer embarazada daba a luz a un niño le llamaría Salim. En este punto, el viejo cochero hacía siempre una pausa para comprobar si habíamos escuchado atentamente.
«¿Y qué hubiese sucedido si la mujer hubiese dado a luz a una niña?», teníamos que preguntar.
El viejo cochero sonreía satisfecho, daba una chupada a su narguile y se atusaba el bigote canoso.
—En ese caso habría llamado a la niña Salime, naturalmente.
La lucha con el enorme pulpo duraba mucho tiempo. En invierno los niños estábamos sentados muy juntos en su cuarto y temblábamos por el cochero que luchaba contra los descomunales tentáculos provistos de innumerables ventosas, y cuando afuera sonaban los truenos, nos apretábamos aún más los unos contra los otros.
Tamim, un niño de la vecindad, tenía la impertinente costumbre de agarrarme de repente por el cuello en medio del relato. Yo me asustaba cada vez y gritaba. El cochero reprendía brevemente al inoportuno, me preguntaba dónde había quedado en su relato, y volvía a su lucha con el pulpo.
Cuando luego regresábamos a casa se nos ponía la carne de gallina cada vez que crujían las hojas otoñales, como si nos acechase allí el pulpo. El cobarde Tamim, que en el cuarto de Salim hacía como si no le impresionase la historia, era el que pasaba más miedo. Él tenía que atravesar nuestro patio y un callejón oscuro. Vivía un par de casas más allá, mientras que yo y otros tres niños podíamos sentir la tranquilizadora proximidad de Salim, incluso cuando nos íbamos a dormir.
Una noche la lucha con el pulpo había sido especialmente violenta. Yo estaba más que contento de haber llegado sano y salvo a mi cama. De repente oí la voz de Tamim. Lloriqueaba débilmente delante de la puerta del viejo:
—Tío Salim, ¿estás todavía despierto?
 —¿Quién está ahí? Tamim, muchacho, ¿qué sucede?
—. Tío, tengo miedo, alguien está gruñendo en la oscuridad.
—¡Espera, muchacho, espera! Ya voy. Solo tengo que coger mi dagayemení —le tranquilizó Salim a través de la puerta cerrada.
Tamim estaba allí avergonzado porque todos los que vivíamos cerca de Salim nos echamos a reír a carcajadas.
—Tú camina siempre detrás de mí y aunque se abalance un tigre sobre nosotros no tengas miedo. Yo le sujeto y tú echas a correr a casa —susurró el viejo y puso a salvo a Tamim, aunque estaba medio ciego y apenas veía de noche. Nadie sabía mentir tan bien como Salim.
A Salim le encantaba la mentira, pero nunca exageraba.

Rafik Schami, Narradores de la Noche

martes, 24 de abril de 2018

LA CHICA QUE LEÍA EN EL METRO


                Christine Féret-Fleury nos trae una fábula moderna sobre el amor por los libros y la vida. Una historia amable, llena de luz y optimismo, acompañada por las ilustraciones de Nuria Díaz.

Juliette, que trabaja en una inmobiliaria, toma el metro todos los días a la misma hora. Y lo que más disfruta del trayecto es observar a aquellos que leen a su alrededor. La vieja dama con su libros de recetas de cocina en italiano, el hombre del sombrero verde con su viejo y querido libro sobre insectos, el estudiante de matemáticas, la joven muchacha que llora en la página 247 (pues, como nos dirá más adelante Solimán, aquí se encuentra el mejor momento, cuando todo parece perdido). Juliette los mira con curiosidad y ternura, como si sus lecturas, sus pasiones, la diversidad de sus vidas, pudiesen dar color a la suya, monótona y previsible.

Sin embargo, un día decide bajar dos estaciones antes de lo habitual, tomar un nuevo camino para ir a trabajar, sin saber que su vida estará a un solo paso de cambiar para siempre. Así  encuentra una gran puerta de metal oxidado entreabierta por un libro, y allí conoce a la niña Zaida y a su padre Solimán, quien le introduce en el mundo de los pasantes de libros.


Irá comprobando el efecto que produce en una persona el hecho de regalarle un libro, cómo está puede tomar determinadas decisiones. Dejará su trabajo, para integrarse en ese mundo, y, al poco, tendrá que hacerse cargo de Zaida y del almacén por la repentina marcha de Solimán.

                Nos encontramos ante una hermosa historia que nos habla de libros, libros que nos atrapan y nos asaltan en cualquier esquina (de ahí el orden que Juliette se desespera por encontrar e imponer en el almacén). Esta historia nos recuerda el movimiento BookCrossing, en el que se pasan o liberan libros para que los lea otra persona al azar.



                A lo largo de la novela, Juliette va dejando fluir sus pensamientos con una prosa sencilla y cuidada que nos envuelve. Nos atrapa desde el primer momento. Las ilustraciones de Nuria Díaz a página completa resaltando una del fragmento que estamos leyendo en ese momento. Se suceden diferentes homenajes, a los libros viejos y modernos, a veces con citas, pero destaca ese homenaje final con el minibús a Alan Bennett (La Dama de la Furgoneta) y a los Beattles.

lunes, 23 de abril de 2018

SAN JORGE Y EL DRAGÓN


Abrió un cajón y sacó una carpeta. Dentro, mezclada entre farragosos informes, había una lámina de la obra desaparecida. Pasó un dedo por su superficie. Era una tabla al temple de un pintor anónimo, fechada a principios del Trecento italiano, con una temática tópica: la lucha entre el Bien y el Mal. Bajo un cielo esmaltado y sobre un horizonte de montañas, el caballero de brillante armadura se enfrenta al dragón que tiene secuestrada a la doncella. Hasta ahí, todo era corriente. La peculiaridad de la obra radicaba en unos cuantos detalles que, a primera vista, no se apreciaban. El primero, que el dragón aparentaba tener acorralado al caballero, que daba mandobles a la desesperada. El segundo, que la doncella, a la entrada de la cueva que el monstruo usaba como cubil, no parecía asustada o afligida; no era una sonrisa ni un gesto, sino el aura, la actitud serena con que contemplaba la acción. Y el tercero, que sobre el prado en el cual se desarrollaba la escena había una letra, una pequeña doble A que pasaba casi desapercibida entre las huellas que iba dejando el dragón en su avance. El arcano significado de la tabla quedaba acentuado por el título que el autor había elegido para ella: El arte de matar dragones. En suma, una iconoclasta y rara desviación de la leyenda clásica de San Jorge. Numerosos especialistas, a lo largo de todas las épocas, habían estudiado el cuadro tanto por su misterioso simbolismo como por su precursora utilización de una primitiva perspectiva, sin llegar a conclusiones definitivas.

Ignacio del Valle, El Arte de Matar Dragones

XXII PREMIO DE NOVELA FELIPE TRIGO

LOS LIBROS HACEN GRANDE LO MÁS PEQUEÑO



Las personas tienden al ritmo y a la regularidad, de la misma forma que la energía magnética organiza las virutas de metal en un experimento de física, de la misma forma que un copo de nieve crea cristales a partir de agua. Ya sea en un cuento de hadas o en un poema, a los niños les gusta la repetición, los refranes y los motivos universales porque pueden reconocerse una y otra vez; dan regularidad a un texto. El mundo adquiere un orden precioso. Aún recuerdo que de niña luchaba conmigo misma por defender la justicia y la simetría, la igualdad de derechos para la izquierda y la derecha: si tamborileaba con los dedos una melodía sobre la mesa, contaba cuántas veces debía golpear con cada dedo para que los demás no se sintieran ofendidos. Solía aplaudir dando una palmada con la mano derecha sobre la izquierda, pero pensé que eso no era justo y aprendí a hacerlo al contrario, con la izquierda sobre la derecha. Por supuesto, este afán instintivo de equilibrio resulta gracioso, pero lo que muestra es la necesidad de evitar que el mundo llegara a ser asimétrico. Tenía la sensación de ser la única responsable de todo su equilibrio.

La inclinación de los niños hacia los poemas y las historias surge, igualmente, de su necesidad de llevar regularidad al caos del mundo. Desde la indeterminación todo tiende hacia un orden. Las canciones infantiles, las canciones populares, los juegos, los cuentos de hadas, la poesía… son formas de existencia rítmicamente organizadas que ayudan a los más pequeños a estructurar su presencia en el gran caos. Crean la conciencia instintiva de que el orden en el mundo es posible y que todas las personas tienen en él un sitio único. Todo fluye hacia este objetivo: la organización rítmica del texto, las series de letras y el diseño de la página, la impresión del libro como un todo bien estructurado. La grandeza se revela en lo más pequeño y le damos forma en los libros infantiles, incluso cuando no estamos pensando en Dios o en los fractales. Un libro infantil es una fuerza milagrosa que promueve el enorme deseo de los pequeños y su capacidad de ser. Promueve su coraje para vivir.

En un libro, los pequeños siempre son grandes, de manera instantánea y no solo cuando llegan a adultos. Un libro es un misterio en el que se encuentra algo que no se buscaba o que no estaba al alcance de alguien. Lo que no pueden comprender lectores de una cierta edad permanece en su conciencia como una impronta y continúa actuando aun cuando no lo entiendan completamente. Un libro ilustrado puede funcionar como un cofre del tesoro de sabiduría y cultura incluso para los adultos, igual que los niños pueden leer un libro destinado a adultos y encontrar su propia historia, un indicio sobre sus vidas incipientes. El contexto cultural modela a las personas, estableciendo las bases para las impresiones que llegarán en el futuro, así como para las experiencias más difíciles a las que tendrán que sobrevivir sin dejar de ser íntegros.

Un libro infantil representa el respeto por la grandeza de lo más pequeño. Representa un mundo que se crea de nuevo una y otra vez, una seriedad lúdica y preciosa, sin la que todo, incluida la literatura infantil, es simplemente un trabajo muy pesado y vacío.
Inese Zandere

domingo, 22 de abril de 2018

LIBRO



hermoso,
libro,
mínimo bosque,
hoja
tras hoja,
huele
tu papel
a elemento,
eres
matutino y nocturno,
cereal,
oceánico,
en tus antiguas páginas
cazadores de osos,
fogatas
cerca del Mississippi,
canoas
en las islas,
más tarde
caminos
y caminos,
revelaciones,
pueblos
insurgentes,
Rimbaud como un herido
pez sangriento
palpitando en el lodo,
y la hermosura
de la fraternidad,
piedra por piedra
sube el castillo humano,
dolores que entretejen
la firmeza,
acciones solidarias,
libro
oculto
de bolsillo
en bolsillo,
lámpara
clandestina,
estrella roja.

Nosotros
los poetas
caminantes
exploramos
el mundo,
en cada puerta
nos recibió la vida,
participamos
en la lucha terrestre.
Cuál fue nuestra victoria?
Un libro,
un libro lleno
de contactos humanos,
de camisas,
un libro
sin soledad, con hombres
y herramientas,
un libro
es la victoria.
Vive y cae
como todos los frutos,
no sólo tiene luz,
no sólo tiene
sombra,
se apaga,
se deshoja,
se pierde
entre las calles,
se desploma en la tierra.
Libro de poesía
de mañana,
otra vez
vuelve
a tener nieve o musgo
en tus páginas
para que las pisadas
o los ojos
vayan grabando
huellas:
de nuevo
descríbenos el mundo
los manantiales
entre la espesura,
las altas arboledas,
los planetas
polares,
y el hombre
en los caminos,
en los nuevos caminos,
avanzando
en la selva,
en el agua,
en el cielo,
en la desnuda soledad marina,
el hombre
descubriendo
los últimos secretos,
el hombre
regresando
con un libro,
el cazador de vuelta
con un libro,
el campesino arando
con un libro.

Pablo Neruda

viernes, 20 de abril de 2018

EL SÉPTIMO CÍRCULO DEL INFIERNO


El KGB, el régimen nazi, la Inquisición, las guerras, el FBI, el gobierno chino, el hambre, la pérdida de un ser querido, la enfermedad, el exilio, la censura... Muchos son, en efecto, los infiernos de la literatura a los que se han tenido que enfrentar escritores y escritoras de todos los tiempos.

Este el tercer libro donde Santiago Posteguillo nos contagia su amor por los libros y en especial por los autores cuyo genio y talento hizo que del infierno salieran con obras que nos acompañan en muchos momentos. Antes fueron La Noche en que Frankenstein Leyó el Quijote o La Sangre de los Libros, donde nos contaba la historia oculta de los libros o de sus autores.

El título del libro viene del interrogatorio a Vera Caspary, autora de novela negra, por el Comité de Actividades Antiamericanas al acusadanrla de ser comunista: le amenazaron con convertir su vida en un infierno, y ella les replicó que la dejaran en el séptimo infierno (el círculo donde Dante en La Divina Comedia sitúa a los asesinos).

                Ya en el prólogo Posteguillo nos advierte:

Muchas son las circunstancias terribles en las que se generan los libros. Esto no es porque a los autores les gusten los problemas, las dificultades y las penurias. Es simplemente porque los libros, desde siempre, ya sean poemas, obras de teatro, ensayos o novelas, han sido perseguidos, y los que persiguen son muy buenos en crear infiernos perfectos, totales, completos para los creadores a los que buscan acorralar. Lo que les duele a los perseguidores, lo que no terminan de entender es cómo es posible que incluso en esos infiernos se escriba tanto y tan bien (...)

El séptimo círculo del infierno intenta mostrar algunos de estos mundos terribles, de estos momentos duros, y cómo grandes escritores y autoras de todos los tiempos supieron superarlos, doblegarlos, romperlos y, al hacerlo, regalarnos maravillosas obras de la literatura.

                Y el autor, cual nuevo Virgilio, con su prosa amena nos acompaña en este viaje a los infiernos, y nos va mostrando anécdotas y curiosidades sobre diversos escritores. Y de esta manera, por sus páginas se pasean Safo, Rustichello da Pisa (con Los Viajes de Marco Polo), Cristina de Pizán (que a finales del siglo XIV en La ciudad de las damas escribe un manifiesto en favor de los derechos de la mujer), sor Juana Inés de la Cruz, Kipling, Zenobia Camprubí, Saki, Concha Espina, Pearl S. Buck, Carson McCullers, Imre Kertész, Mijaíl Bulgákov, Julia de Burgos, entre otros muchos.

                Es de agradecer que, hasta bien entrado el capítulo, en ningún momento Posteguillo desvele de quién está hablando, lo cual favorece la intriga y el interés del lector.


jueves, 19 de abril de 2018

ELIMINANDO LIBROS


La casa estaba situada en el ecuador de la colina, en una calle sinuosa y de vegetación frondosa. Por supuesto, está prohibido revelar los nombres o las direcciones. Aparqué justo enfrente. Había un perro en el porche, un chucho de aspecto peligroso pero soñoliento. Un blanco gordo en camiseta y pantalones vaqueros, que no era tan agradable como su casa, ni mucho menos, me abrió la puerta. La camiseta rezaba: « ¿Y bien?».
Le enseñé la libreta y la miró desconcertado. Con auténtico desconcierto. He conocido a seleccionados que fingen ignorancia, pero la suya era de verdad.
— ¿Y bien?
—Supongo que sabe por qué he venido.
—Ayúdeme —dijo—. ¿La AAI? ¿La Agencia de Asuntos Indios?
—AAE —expliqué—. Artes y Entretenimiento.
—Ah, sí. Son los que recogen cosas viejas.
—Exacto —afirmé, aunque la agencia es mucho más que eso—. ¿Quiere invitarme a pasar? Hace un poco de frío aquí fuera.
Solo un poco: estábamos a mediados de octubre. Pero lo primero que aprendemos en la academia es que las cosas funcionan con mayor facilidad si consigues poner el pie en la puerta. El señor « ¿Y bien?» refunfuñó un poco y retrocedió para franquearme el paso. Los dos nos sentamos en un sofá duro, ante una mesita de café desordenada. La situación era incómoda, pero estoy acostumbrado a eso. Sé que no nos encargamos tan solo de cosas: son recuerdos, sueños y, por supuesto, dinero.
— ¿Le dice algo el nombre de Miller, Walter M. Jr? —le pregunté.
La idea es concederle al seleccionado la oportunidad de participar.
— ¿Miller? ¿Jr? Claro. Era un escritor de ciencia ficción, el autor de Cántico por Leibowitz, ¿no? De mediados de siglo, cuando los libros eran... ¡Espere un momento! ¿Quiere decir que han borrado a Miller?
—Hace seis semanas —dije.
—No sabía que lo habían retirado. Ya no sigo la ciencia ficción. Ni siquiera la ciencia.
—Le entiendo —respondí. Si él iba a cooperar, yo no iba a discutir.
— ¿Y bien? Ah. Comprendo. Debo tener un libro suyo en rústica. Creía que todavía eran legales. Si le digo la verdad, hace más de un año que no los hojeo. No es una verdadera colección. Son una especie de saldo. Supongo que es mi día de suerte.
—En efecto —convine—. Pagamos ciento veinticinco por cada selección. Hasta la gente que no sabe nada de nosotros lo sabe.
—Y es el día aciago de Arthur.
—Walter —le corregí. Acto seguido le brindé lo que yo llamo la respuesta académica—: Ya ha tenido su momento de gloria. Ahora es el turno de otro.
—Claro, lo que usted diga —contestó el señor « ¿Y bien?» con amargura. Desapareció en otra estancia y oí que abría y cerraba unos cajones. No perdí la puerta de vista, por si acaso. Regresó con una caja medio llena de libros en rústica. Quizá dos tercios. Lo bastante para que sobresalieran parcialmente.
Hubo de comprobarlos todos; no obedecían a ningún orden concreto.
—Puede que aquí haya otros —dijo.
—Yo no sé nada de eso —señalé—. Solo tengo mi lista. Puede visitar el sitio web de la agencia. Los que entregue en persona valen cincuenta más.
—O quinientos, para los contrabandistas —repuso—. O cinco mil. He visto ese reportaje sobre, ¿cómo se llama?, Salinger.
—Yo no sé nada de eso —repetí—. Y la ley me obliga a recordarle que va contra la ley hacer siquiera chistes sobre los contrabandistas.
Una atmósfera helada se abatió sobre la habitación. No me importó. No te puedes tomar demasiadas confianzas; tienes que recordarle a la gente que trabajas para el gobierno.
—Lo que usted diga —dijo—. Aquí está. Hasta luego, Arthur. Walter.
Me lanzó el ejemplar. Había un monje encapuchado en la cubierta. Las páginas se desplegaron y el libro se estrelló contra el suelo. Lo recogí de la alfombra deslucida y lo metí en la bolsa.
— ¿Ni siquiera va a mirarlo? ¿Ni a leer una sola palabra antes de destruirlo? Puede que aprenda algo sobre la vida.
—No se destruye a nadie —puntualicé. Lo taché de la libreta con la yema del dedo y pulsé ciento veinticinco.
—Lo que está eliminando no es solo un libro. ¡Es una vida humana!
Estaba empezando a ponerse beligerante. Era hora de marcharse. Me levanté.
—Yo no me meto en nada de eso. Me limito a recoger la mercancía y mandarla a Worth Street.
— ¿Y después?
—Y después, ¿quién sabe? —Le tendí la mano—. Gracias por su colaboración.

Terry Bisson, La Conspiración Alejandrina

miércoles, 18 de abril de 2018

LO QUE HACEN LOS LIBROS



Los libros no nos esperan. Su furia incontenible siempre rebasa las ganas de su lector. No son inocentes. Ni podrás domarlos aunque creas que lo haces. No los llevarás en la maleta. Ellos te llevarán a ti. Los libros viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Y cuando ya no estés, cuando no te asistan las palabras, tus libros quedarán, mirándote callados, desde el verdadero lado de la inmortalidad.

Algunos de los ejemplares de esta librería llevan más tiempo en el planeta que tú, que yo. Y aquí seguirán. Poderosos y necesarios. Quieres que aguarden latentes. Pero no. Nunca son dóciles. Hasta el más ingenuo de los títulos puede alumbrarte con una nueva idea. ¿Y de verdad consideras que ese fragmento del mundo convertido en páginas es un objeto más? No, no lo es.

Por eso cuando los cierras, cuando te das la vuelta y los dejas en la mesilla, los libros siguen con el sortilegio de sus palabras. Las historias no se quedan quietas jamás. Te irás a dormir o al trabajo o la escuela o a buscar el amor. Con la inocencia egocéntrica de que los capítulos no pueden avanzar sin ti. Con el error, tantas veces perpetuado, de que la Literatura necesita un lector. Pero no es así. Porque allá, dentro de sus tapas, en su universo cuadrangular, la vida sigue. Y se enamora mil veces Bovary. Y va sumando indicios el Padre Brown. Y Drácula chupa la sangre de doncellas de las que no has oído hablar. Y se disparan los cañones de la fragata Surprise.

Hay quien sospecha que la única manera de hacer que no avancen es dejar entre sus páginas un marcador. Como una frontera de papel que impide a las tramas seguir cuando no estamos nosotros. Me lo contó un librero que de tan anciano parecía inmortal. Uno que tenía a la vuelta de Corrientes una librería que sonaba como un galeón con todos los mares en sus cuadernas. Decía que por eso nos costaba tanto recuperar el curso cuando no poníamos una señal: no porque perdiéramos la memoria del último párrafo, sino porque de una noche para otra, las palabras habían pasado horas jugando y nunca se volvían a colocar igual. No es nuestra mala cabeza la que borra la última frase; es que la última frase ya no vuelve a estar.

Por supuesto, no creí nada. Mi joven personalidad estaba construida sobre un escepticismo todavía intacto. Era un chaval cuando mi tío me contó aquella historia que parecía una más de sus ensoñaciones. Un delirio de su fe por la literatura. Es la vida, Rodrigo, es la vida, decía. Ya lo comprenderás.

Por alguna razón, nunca hice la prueba. Hasta ahora. Dejé en la mesilla de noche La Odisea sin ningún dique entre sus páginas. Sin marcar. Al despertarme, eufórico, un tanto inquieto, busqué. Y dormía Ulises con una sirena sobre su pecho. Exhausto y feliz. Los mechones de la muchacha enredados en sus dedos de navegante, como solo lo había estado durante mucho tiempo el agua del mar. Cerré el libro asustado. Y dudé si dejar al héroe disfrutar de aquella carne que no tenía que haberle pertenecido o devolverle a su mástil, a su viaje y a su realidad. Y, al final, puse la marca. Unas páginas antes. Como si me hubiera inventado una máquina del tiempo textual.

Durante toda la semana me he dedicado a juguetear. Dejo libros a medio leer y los sepulto en las estanterías, para que vivan sus aventuras en la intimidad. Más allá de la indiscreta mirada del lector. He vuelto a abrir alguno y he encontrado a los personajes despeinados, algunos a medio vestir, con sonrisas que no procedían y complicidades recién estrenadas. Me produce un secreto placer saber que los libros existen más allá de mí. Que no me necesitan. Es un homenaje a mi tío, lector y voyeur.

Tú eres apenas un crío, y como todos los niños crees que el mundo gira para ti. Y que los libros son porque tú los lees. Pero un día comprenderás y recordarás lo que te cuento. Y ahora vete a por Ana Karenina. Vamos a darle a esa pobre infeliz una segunda oportunidad. Le traje la novela y la leyó. Y la dejó sin marcar. Solo años más tarde comprendí aquello que mi tío me contó. Lo que los libros hacen cuando no miramos. Lo que haría cualquiera. Vivir.

Marta Fernández

martes, 17 de abril de 2018

LA ISLA DE LOS LIBROS ANDANTES


                Londres, siglo XVIII

Cuando el capitán Lemuel Gulliver vuelve de sus largos viajes, le habla a su hijo de tierras remotas gobernadas por caballos parlanchines, de unas tierras habitadas por gigantes o de otras habitadas por enanos, de hombres que nunca envejecen ni mueren, de vacas gigantescas que pueden alimentar ejércitos, de sedas de araña más fuertes que las sogas de los barcos.

Fascinado por estas historias, John le arranca a su padre la promesa de que le acompañará en su próximo viaje. Al irse sin él, John, que apenas tiene diez años, decide escaparse de casa y enrolarse con engaños en el Antílope, un mercante que va rumbo a la India.

Llevando en su equipaje un libro de Shakespeare, John parte en busca de su padre. En su viaje se encontrará con piratas, tormentas, extrañas costumbres y gentes (pero menos extrañas que las que le ha contado su padre de sus viajes). En su travesía por medio mundo, naufraga en una isla donde los libros andan y se comportan como seres vivos.

Vicente Muñoz Puelles con esta novela hace un homenaje a las aventuras clásicas en el mar. Partiendo de Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, traza una trama que nos recuerda en muchos momentos otras historias contadas por R. L. Stevenson, Defoe, Sabatini, Verne, etc.. Pero este homenaje a la lectura no termina ahí: tenemos esa extraña isla a la que va a llegar nuestro protagonista, o, cuando al comienzo de la obra, nos cuenta cómo aprendió a leer.

Es una historia corta, que te atrapa desde las primeras páginas, con letra grande, lo que facilita la lectura a los pequeños lectores. El lenguaje es sencillo, con frases cortas. Resulta llamativa la fe que tiene el niño en las aventuras que le cuenta su padre frente a las burlas de los marineros cuando John les pregunta por tierras como Liliput, Brobdingnag, Laputa, Luggnagg…

lunes, 16 de abril de 2018

BUSCANDO LA BEBIDA PERFECTA



A lo largo de los años, Magreb y yo hemos probado de todo: hemos hincado los colmillos en manzanas, en pelotas de goma. Hemos vivido por todas partes: Túnez, Laos, Cincinnati, Salamanca. La luna de miel la pasamos saltando de un continente a otro, a la caza de líquidas quimeras: infusión de hierbabuena en Fez, grumosos batidos de coco en Oahu, café negro azabache en Bogotá, leche de chacal en Dakar, helado con Coca-Cola de cereza en los campos de Alabama, millares de bebidas a las que se les suponían mágicas propiedades saciantes. Pasamos sed en todas las regiones del globo antes de encontrar aquí nuestro oasis, en la bota azul de Italia, en este tenderete de limonada de una monja difunta. Sólo en estos limones encontramos algo de consuelo.

Cuando aterrizamos en Sorrento por primera vez, yo tenía mis dudas. La jarra de limonada que pedimos parecía turbia y adulterada. El azúcar se apelotonaba en el fondo. Di un trago, y un limoncito entero se instaló en mi boca; no hay término lo bastante hermoso para describir la primera sensación que aquel limón me produjo en el paladar, en los colmillos. Era de una acidez tonificante, con leve regusto a sal marina. Tras un cosquilleo inicial —una especie de efervescencia química a lo largo de mis encías—, sentí que un vacío balsámico se propagaba desde la punta de cada uno de mis colmillos hasta mi febril cerebro. Estos limones son el analgésico de un vampiro. Cuando has estado sediento durante mucho tiempo, cuando has sufrido, la ausencia de ambas sensaciones —por breve que sea— es pura gloria. Inspiré profundamente por la nariz. El latido en mis colmillos había cesado.

Antes de que rayara el día, la insensibilidad ya había empezado a desvanecerse. Los limones calman nuestra sed pero no la sacian por completo, como un líquido que podemos mantener en la boca sin llegar nunca a tragarlo. Al final, el ansia original acaba volviendo. He intentado ser muy bueno, muy correcto y aplicado para no confundir ese ansia original con lo que siento por Magreb.

Karen Russell, Vampiros y Limones