Había una vez
un reino de fantasía con hadas, dragones, caballeros y todas esas cosas que
tienen los reinos de fantasía. También había una ciudad grande con su castillo
real. A la ciudad se llegaba por un camino, y junto a ese camino estaba la
posada del Ogro Gordo. A ella acudían todo tipo de viajeros, vinieran de cerca
o de lejos, fueran ricos o pobres, honrados o ladrones, altos o bajos, feos o
guapos.
Quizá se debía
a que era la única posada de los alrededores.
Por eso casi
nadie se fijó en el sujeto que entró aquella noche para pedir una habitación, y
eso que no tenía muy buena catadura. Era alto, flaco, huesudo y avinagrado, y
vestía completamente de negro. Se tapaba con una capucha y todo él tenía un
cierto aire siniestro. Además, llevaba un cuervo negro de ojos amarillos
cómodamente instalado sobre su hombro izquierdo.
Ni siquiera
Ratón se paró a mirarlo, aunque siempre se fijaba en todo; pero en aquel
preciso momento estaba muy entretenido viendo la partida de cartas que se
desarrollaba en una de las mesas. Casi todos los jugadores hacían trampas, pero
nadie acusaba a nadie, no fuera que lo pillasen a él también. La verdad es que
era una partida un poco complicada.
Ratón era un
muchacho pelirrojo y pecoso. Tenía los incisivos superiores un poco salidos, y
por eso todo el mundo lo llamaba así desde que podía recordar. Ratón era
huérfano y trabajaba como mozo en la posada del Ogro Gordo. Era un trabajo duro
y exigente, pero le gustaba, porque podía conocer a mucha gente, escuchar las
historias que contaban los mercaderes llegados de tierras lejanas, y hasta ver
partidas de cartas amañadas. ¿Qué más podía pedir?
Así que aquel
misterioso tipejo vestido de negro subió hasta su habitación sin que Ratón se
diera cuenta. Si hubiese sabido la de problemas que le iba a traer aquel oscuro
personaje, seguro seguro que le habría
prestado bastante más atención…
En cuanto el
posadero lo dejó solo, el hombre de negro salió de su habitación y llamó a la
puerta del cuarto de al lado.
—¿Quién es?
—se oyó una voz desde dentro.
—Calderaus
—respondió el hombre de negro.
Hubo un
silencio dentro de la habitación y, enseguida, ruido de pasos apresurados, un
par de cofres que se cerraban y algo arrastrándose por el suelo…
Calderaus
chasqueó los dedos y pronunció una palabra en ese idioma incomprensible que
usan los magos para hacer sus hechizos. Porque, y por si a alguien le quedaba
alguna duda, Calderaus era un mago, y de los buenos. Por eso fue capaz de
atravesar la puerta cerrada como si fuera humo.
El hombre de
la habitación se pegó un buen susto, y se quedó blanco como la cera. No podía
contrastar más con el patibulario individuo de negro: era bajito, gordo y
calvo. Estaba en camisa de dormir y temblaba como un flan.
—Ca… Calderaus
—fue lo único que dijo, y, disimuladamente, dio un último empujón, con el pie
descalzo, al cofre que asomaba debajo de la cama—. No te esperaba tan pronto.
El mago se
apoyó en su bastón y sonrió. El cuervo graznó.
—Mi querido
Guntar —dijo.
Miró a su
alrededor en busca de un lugar donde sentarse, pero no lo había, así que hizo
aparecer ante él una elegante silla de madera de roble tallada y tomó asiento
con parsimonia, mientras a sir Guntar le temblaban las rodillas y le
castañeteaban los dientes.
—Mi querido
Guntar —repitió—. Si mal no recuerdo, teníamos un negocio pendiente.
Sir Guntar
pareció recobrar algo de compostura en cuanto oyó la palabra «negocio». Al fin
y al cabo, era el mercader más poderoso de aquel país.
—Yo cumplo mis
tratos —afirmó.
Los ojos del
mago brillaron con codicia. El cuervo graznó de nuevo.
—Entonces, ¿lo
has traído?
—¿Has traído
tú el dinero?
Calderaus le
lanzó dos saquillos llenos y esperó pacientemente a que sir Guntar terminase de
contar las monedas. A pesar de ser asquerosamente rico, sir Guntar era muy muy
tacaño.
—Ahora, mi
parte —exigió.
El comerciante
sacó un cofrecillo de debajo de la almohada. Calderaus se lo quitó de las
manos, lo abrió ansiosamente y asomó las narices al interior.
Una risa lo
estremeció de pies a cabeza.
—¡Por fin! —susurró—.
¡Por fin es… mío!
Sir Guntar
sintió que se le ponía la piel de gallina…, lo cual no le impidió, ahora que
Calderaus no miraba, esconder los saquillos de monedas debajo de la almohada.
—¡El Maldito
Pedrusco es mío, y solo mío! —exclamó Calderaus.
—¿Maldito
Pedrusco? —repitió sir Guntar, extrañado.
—Es que es una
joya mágica —explicó Calderaus—. Se le perdió al gran mago Malapata cuando
volaba sobre su alfombra y le cayó en la cabeza a un anciano que pasaba y que
dijo: «¡Ay! ¡Maldito pedrusco!». Y se quedó con ese nombre desde entonces.
Sir Guntar no
parecía muy convencido, pero es que no sabía la de cosas que podría hacer
Calderaus con aquel pedrusco. Si lo hubiese sabido, se habría asustado de
verdad; porque, como ya habréis adivinado, Calderaus no era precisamente una
bondadosa hada madrina…
***
Mientras estos
dos curiosos personajes mantenían su reunión de negocios, en la planta baja de
la posada Ratón empezaba a aburrirse. Después de todo, era un poco difícil
seguir una partida de cartas en la que nadie respetaba las reglas. Se dio la
vuelta para volver al trabajo y… ¡plaf!, le pisó la cola sin querer a un gato
enorme con cara de torta.
—¡Marramiauuu!
—chilló el gato, y salió disparado escaleras arriba.
—¡Mi gato!
—aulló su dueño, un mercader rico y orondo—. ¿Qué le habéis hecho a mi gato?
—¡Ratón! —lo
riñó el posadero, creyendo que lo había hecho a propósito.
—¡Voy a
buscarlo!
Ratón llegó al
primer piso justo a tiempo de ver el rabo del gato desapareciendo dentro de una
habitación. Ratón no sabía que aquel era el cuarto del siniestro personaje de
negro que, cuervo incluido, había llegado a la posada una media hora antes, así
que, sin pensarlo dos veces, entró sin llamar.
Calderaus
estaba en ese instante realizando un complicado ritual para despertar los
poderes del extraño objeto que le había comprado a sir Guntar, y, desde luego,
no era el mejor momento para interrumpirlo. Tenía que invocar a mil demonios y
algún que otro espectro, y eso lo hacía pronunciando un galimatías de palabras
mágicas y sosteniendo en alto el Maldito Pedrusco, que brillaba con una luz
siniestra.
—¡Maldito
Pedrusco! —gritó Calderaus finalmente—. ¡Sé mío!
—¿Maldito
Pedrusco? —repitió Ratón, extrañado.
Al ver al
muchacho, Calderaus perdió la concentración, y de pronto la luz se hizo más
brillante y el Maldito Pedrusco empezó a vibrar y a hacer un ruido muy
sospechoso…
—¡¡¡Noooo!!!
—gritó Calderaus.
La joya mágica
saltó de sus manos como si fuese un sapo y cayó al suelo, rebotando sobre los
tablones de madera.
Ratón sintió
como si miles de gusanillos lo mordieran por dentro, todos a la vez. Después,
el Maldito Pedrusco se calmó y todo volvió a la normalidad. Ratón miró a su
alrededor, pero no vio ni rastro del mago.
—¡Estúpido!
—se oyó de pronto.
Ratón
descubrió entonces a un cuervo que lo miraba desde la mesita.
—¡Cerebro de
troll! —le insultó el pajarraco—. ¡Mira lo que has hecho!
Y alzó un ala
para que lo viese bien.
—¿Qué… yo…
cómo?
—Has
interrumpido mi ritual —dijo el cuervo—, y el Maldito Pedrusco se ha descontrolado.
¡Tenía que darme el poder de mil demonios y algún que otro espectro, y ahora
mira lo que ha pasado!
—¿Tú eres el
mago? —preguntó Ratón, incrédulo—. ¿Te has convertido en cuervo?
—¡No! Mi mente
ha entrado en el cuerpo del cuervo.
—Y, entonces,
¿qué ha pasado con la mente del cuervo?
—¡Miau! —se
oyó entonces, y Ratón vio como el gato gordo se encaramaba al alféizar de la
ventana, alzaba las patas delanteras y se precipitaba al vacío.
Plaf.
—¿Contesta eso
a tu pregunta? —gruñó el cuervo—. Vaya, niño. Ningún ser vivo en esta
habitación ha quedado igual que antes. Me pregunto qué te ha pasado a ti.
Ratón se
asustó. Se miró las manos, se palpó la cara, pero no notó nada raro. Gruñendo
por lo bajo, Calderaus, encerrado ahora dentro del cuerpo del cuervo (lo cual,
para hacer honor a la verdad, tampoco cambiaba mucho su aspecto general),
sacudió el objeto mágico con una pata y se volvió hacia Ratón con los ojos
brillantes.
—El Maldito
Pedrusco ya no funciona. ¿Y sabes por qué?
—¿Por qué hay
que darle cuerda?
—¡No, mentecato!
Porque, además de meter mi mente en el cuerpo del cuervo, también me ha
arrebatado mis poderes (fíjate bien, mis poderes) y… y… y…
—¿Y qué?
—¡Y se los ha
dado a otro! —gimió Calderaus finalmente.
Ratón miró a
su alrededor, pero no vio a nadie más. Luego se dio cuenta de que el cuervo lo
miraba a él.
—¿Te refieres
a mí?
—¡Sí, a ti!
—lloriqueó Calderaus—. ¡A ti, niño mequetrefe, que tienes los poderes del mejor
mago del mundo, y ni siquiera sabes usarlos! ¡Qué desperdicio!
Ratón se
sintió un poco ofendido. No le hacía gracia que un cuervo lo llamase
mequetrefe.
—¿Cómo que no
sé usarlos? —se defendió—. ¡Ahora verás!
Y levantó las
manos haciendo grandes aspavientos mientras decía:
—Poderes de
mago, haced chamusquina a este cuervo malvado.
Un rayito
bastante raquítico salió de sus manos en dirección al cuervo, que se limitó a
apartarse un poco a un lado.
—Asombroso —dijo con sarcasmo—.
Estoy temblando de miedo.
Ratón, harto
del mago-cuervo, le dio la espalda y salió de la habitación. Pero Calderaus
voló tras él.
—¡Esto no va a quedar así! —le
graznó en la oreja mientras bajaban las escaleras.