No hace mucho
tiempo, hombres y mujeres celebraban la muerte tanto como la vida. Cuando un
niño nacía, se le vestía con un trajecito y se mostraba a la comunidad; cuando
un anciano moría, se le vestía con su mejor traje y se mostraba a la comunidad.
En su primera noche de muerto se le acompañaba para que no estuviera solo,
también se acompañaba a sus familiares: «Te acompaño en el sentimiento», se
decía a quienes lloraban la pérdida en estos «velatorios», que así se llamaba a
esta reunión, porque todos los que allí estaban velaban, es decir, permanecían
despiertos, acompañándose. En estos velatorios, a veces las mujeres mayores,
las viejas, contaban cuentos de risa, «consejas» se llamaban. De ahí la
expresión «De la vieja, la conseja», que no es el «consejo» como tanta gente
cree, sino el «cuento». Tan importante era celebrar la muerte que, en algunos
lugares, cuando la gente se hacía mayor, acostumbraba viajar con el traje que
había elegido para cuando la muerte llegara: la mortaja. No fuera a ser que la
muerte, tan silenciosa e imprevisible, les pillase mal preparados o mal
vestidos para el velatorio.
Pero la muerte
dejó de celebrarse porque comenzó a ser eso que había que ocultar, eso que no
debía ni mencionarse. Y en este afán por que no se viera, la gente olvidó su
íntima relación con la vida. También la vejez dejó de ser esa edad de la
dignidad, esa edad a la que se ha llegado después de tanta vida, de tanta
sabiduría, y pasó a entenderse como una enfermedad mortal. Se perdió el respeto
a la vida y se perdió el respeto a los viejos, y la vejez se convirtió en algo
vergonzoso que hay que negar, que hay que esconder con cirugías, o apartarla de
nuestra vida. Parece que fuera contagiosa.
Este miedo,
esta ocultación, se produjo no hace mucho tiempo: sucedió cuando la gente
cambió la vida sobre la tierra por la vida sobre el asfalto. La tierra nos enseñaba,
a poco que la mirásemos, que todo cuanto nace muere, que la muerte es de lo que
se nutre la vida, que lo muerto da de comer a la semilla para que ésta pueda
vivir. Perdimos esta Maestra y olvidamos cuánta vida hay en la muerte. El
asfalto nada nos enseña de la vida porque en él nada germina, en él nada se
entierra. Hemos olvidado que la muerte es necesaria para la vida, hemos olvidado
su importancia y su necesidad y que hay que celebrarla tanto como celebramos la
vida. Algunos aprovecharon este olvido para llenarnos la imaginación con
muertes horrendas, muertes descarnadas, muertes que nos llenan de culpa,
muertes que nos asustan. Este miedo a la muerte que nos inoculan produce el
miedo a la vida, y cuando la gente le tiene miedo a vivir suele permitir que de
su vida sean dueños otros, esos que nos llenan la imaginación de horrores.
Pero los
cuentos nos rescatan de este olvido, porque los cuentos populares que todavía
hoy se cuentan al calor de la lumbre en invierno o sentados a la fresca en verano
se forjaron en esos tiempos en los que el hombre y la mujer descubrieron que si
uno entierra una semilla en la tierra crece una planta, que una vez cortada,
una vez muerta, nos alimenta. Hay quien dice que incluso se forjaron antes, en
la hoguera paleolítica, y que gracias a que un hombre, o quizá una mujer,
inventó una historia, un cuento en el que, como en todos los cuentos populares,
siempre hay alguien que te ayuda, el ser humano comenzó a confiar en el otro,
porque el otro dejó de ser visto como quien te daña y pasó a ser visto como quien
te ayuda, y gracias a esta confianza en el otro, hombres, y quizá mujeres,
comenzaron a cazar juntos y la suma de las fuerzas de los individuos constituyó
la fuerza de la colectividad, y gracias a lo colectivo, a lo que hacemos
juntos, el ser humano, peor preparado que otras especies para sobrevivir,
consiguió que su especie no se extinguiera. Estos cuentos populares no sólo nos
enseñan a confiar, también nos cuentan que quien se pone en camino para superar
sus dificultades sin miedo a la vida, sin miedo a la muerte, acaba siendo rey,
es decir: soberano de su propia vida.
Y estos
cuentos han llegado hasta nosotros extendiéndose con las migraciones de los
cazadores siguiendo a sus presas o de los agricultores buscando tierras de
cultivo, perpetuándose a través del tiempo de boca a oreja y de oreja a boca.
Estos cuentos hunden sus raíces en esos tiempos ancestrales y, por ello, nos muestran
la muerte no como contraria a la vida sino como su culminación, nos hablan de
una muerte que, como una compañera, siempre nos acompaña, que, como una madre,
siempre está presente y a todos nos iguala, una muerte muy distinta a la que
nos es dada como castigo por nuestro «original pecado», esa muerte que las
religiones monoteístas nos han contado. Esta muerte, vinculada a la tierra, a
la siembra y a la cosecha no es un castigo por el pecado de la soberbia, sino
algo tan necesario como la vida, porque sin muerte la vida no podría suceder.
Vida y Muerte se alimentan la una a la otra en una rueda infinita, eterna.
Pero no sólo
aparece esta visión de la muerte en los cuentos, también lo hace en las
primeras manifestaciones teatrales. El germen del teatro en Europa es la
medieval «Danza general de la Muerte». La Muerte aparece como una mujer vestida
de blanco que lleva una guadaña en la mano para segar la vida. Y esta Muerte,
todavía vinculada a la tierra, hace un corro, un círculo, y en su reino
circular nos introduce a todos: papas, curas, reyes, nobles y siervos, nadie
escapa a su poder (lo único democrático en una sociedad de reyes despóticos y rígidos
estamentos donde casi no es posible el cambio social). Es la Muerte inexorable
que es capaz de esperar pero que siempre llega a cumplir su cometido, la Muerte
justa que alguna vez a todos nos llevará y que, por eso, porque no hace
distinción entre rico y pobre, porque a todos trata por igual, no debe ser
vista como algo negativo ni como causante de una privación, sino como un
destino común que a todos los que estamos vivos hermana. La Muerte se vuelve
humana, se vuelve mujer que siega, se vuelve amiga o amante. Tan humana se vuelve
que incluso sufre las tretas de los humanos y es continuamente burlada, aunque
quien la burla acaba comprendiendo lo muy necesaria que es y, al final, siempre
es liberada de su encierro. Pero no sólo nos hermana nuestro destino común,
también ese dolor ante la muerte, ante la pérdida, nos une en eso que llamamos «compasión»,
y que no es otra cosa que padecer juntos, sentir juntos. Porque ante el dolor
siempre hay alguien que llora contigo, que te acompaña en tu sentimiento.
Pero, aunque
no estemos solos en el duelo, en la pérdida, la necesidad de escapar a ese
dolor inevitable ha provocado que la gente imagine lugares donde no se muere, e
incluso la posibilidad de que se pueda volver de la muerte. Estos lugares donde
la vida es eterna acaban resultando aburridos y monótonos, pues desaparece el
vértigo que produce pensar que quizá hoy sea el último día de nuestra vida, ese
vértigo que crea tanta tensión, tanta intensidad, ese vértigo que nos hace vivir
cada momento como si fuese el último.
Y para
concluir, aparece también en los cuentos populares la idea de que la muerte no
es el fin sino el comienzo de otra vida, que no es eso tan definitivo que nos
han contado, que la verdadera guadaña que nos siega la vida es el miedo a
morir. Ese miedo es el que hoy nos conduce a negar la muerte, a que no quieran
mirarla cara a cara sino los poetas, a que escondamos a los muertos, a que nos
neguemos el duelo… Ese miedo que nos conduce también a negar la vida. Pero hay
otra forma de mirar a la muerte, sin miedo, porque a una madre, a una amiga, a
una amante no se la teme, y esta mirada llena de vida es la que hay en cada uno
de los 44 cuentos populares que componen este libro. Estos cuentos nos rescatan
del olvido, nos enseñan a confiar y nos ayudan a vivir: se cuenta que durante
el estalinismo descubrieron que en un barracón de un gulag, uno de esos campos
de exterminio donde el dictador Stalin recluía y condenaba a morir de hambre y
frío a los que habían cometido la falta de no pensar como él, los presos no
morían. Y ello se debía a que en ese barracón, cuando sonaba el toque de queda
y todo quedaba en la penumbra y el silencio, una mujer se sentaba en su jergón
y comenzaba a contar un cuento. Y durante el relato del cuento, la gente que allí
vivía recluida podía escapar de su dura realidad y vivir otra vida, la de los
seres que cobraban vida en los labios de la narradora. Y gracias a la esperanza
de que otra vida era posible aquellos hombres y mujeres no murieron, porque los
cuentos populares, esos cuentos donde la muerte no se oculta, donde a la muerte
se le mira a la cara, sin miedo, sirven para vivir.
Ana Cristina Herreros, Cuentos
Populares de la Madre Muerte