Aquel sábado, 17 de julio de 1936, hacía mucho calor en la Gran
Vía de Madrid. El ambiente era sofocante y la crispación generada por la
situación política se traducía en una tensión que se masticaba en la calle.
Cuando Rodrigo entró en la Casa del Libro, sudaba copiosamente y
maldijo a Francisco Cambero por haber elegido precisamente ese día para
presentar aquel dichoso libro en el que al parecer nombraba a su padre.
De mala gana, buscó a alguien que pudiera informarle. Al fondo
había un hombre mayor que parecía muy ocupado atendiendo a un grupo de
clientes; a la derecha, subida a una pequeña escalera, descubrió a una
dependienta joven que le llamó la atención.
Era menuda, y ordenaba los libros con meticulosidad.
–Perdone, ¿dónde es la presentación del libro Héroes de la República?
–le preguntó a la chica.
–Es ahí, en el salón del fondo –respondió ella, sin prestarle atención–.
No hay mucho público, será por el calor.
–¿Puedo comprar un ejemplar?
–En el mostrador le atenderán, gracias.
Sin moverse de allí, Rodrigo echó un vistazo al mostrador, que
estaba vacío. Unos metros más allá, junto al escaparate, volvió a ver al hombre
mayor que atendía a un grupo de señoras.
Ni rastro de otros dependientes.
De nuevo miró hacia la dependienta subida a la escalera.
Entonces la chica se volvió y sus miradas se cruzaron.
Rodrigo sintió una punzada en el estómago.
La dependienta tenía unos enormes ojos verdes, que a él le parecieron
los más grandes y hermosos que había visto nunca en su vida.
Ella también se quedó paralizada por un instante.
Como si una descarga eléctrica le cruzara el cuerpo de arriba abajo.
Los dos jóvenes se quedaron inmóviles.
–Eres preciosa –dijo él.
–¿Perdona? –preguntó ella, riendo.
Rodrigo se puso completamente rojo. ¿Había dicho en voz alta lo
que estaba pensando?
–Disculpa..., es que... el autor del libro es amigo de mi padre –dijo
Rodrigo titubeando, intentando arreglar la situación, sin poder apartar la
mirada–. Quiero que me lo firme... Y el otro dependiente está muy... Si no te
importa..., le importa...
Ella sonrió al ver su desconcierto. Se sintió halagada. Había algo
en aquel chico que le gustaba.
En ese momento ninguno de los dos lo sabía, pero aquel encuentro
fortuito iba a cambiar para siempre sus vidas.
–Sígueme... –le dijo.
Rodrigo la siguió avergonzado. Llegaron a un expositor donde había
una pila de ejemplares. Ella tomó uno y se lo mostró.
–Aquí lo tienes... Héroes de la República. Espero que te guste...
–¿Por qué no me iba a gustar? ¿Cree usted que no es apropiado para
mí?
Ella le miró irónica y desafiante.
–Es un panfleto, pero vamos que a mí... Ah, puedes tutearme, todos
los clientes lo hacen.
Rodrigo se quedó sin palabras. La explicación le dejó paralizado.
–Yo no soy...
–Son cinco pesetas –dijo ella.
Otra vez se le había adelantado.
–Claro, aquí las tiene... Las tienes...
La joven extendió la mano y tomó las monedas de Rodrigo.
–¿Crees que me lo firmará? –preguntó él.
–Seguro que sí. No ha venido mucha gente y muy pocos lo han
comprado. Te lo firmará y, si se lo pides, te dará un beso.
–No te cae bien, ¿verdad?
Ella le miró directamente a los ojos.
–¿A ti te gusta? –preguntó la chica.
–No le conozco.
–Pues para no conocerle te esfuerzas mucho... Compras su libro,
vienes a su presentación, quieres una dedicatoria...
–Es por curiosidad... En el libro habla de mi padre.
–¿Tu padre es un héroe de la República?
Rodrigo se encogió de hombros.
–Vas a llegar tarde –dijo ella.
Rodrigo asintió.
–Tu amigo Cambero está a punto de empezar... Por aquel pasillo....
Rodrigo vio cómo la chica se alejaba.
Y se dirigió hacia la zona habilitada para las presentaciones.
Apenas una docena de personas ocupaba algunas sillas; a pesar de
que había sitio de sobra, prefirió quedarse de pie, detrás, sin llamar la
atención.
Francisco Cambero, el autor, delante de un atril, hablaba y agitaba
su libro.
Rodrigo miró a aquel hombre; no era como se lo esperaba. Parecía
un labriego, o un tipo curtido en el campo, no un escritor o un intelectual.
Cambero hablaba de la democracia y la libertad y la República, y
de muchas otras cosas; hablaba de grandes conceptos y grandes ideales, pero
Rodrigo no prestaba atención a sus palabras.
Aprovechó para hojear el libro. Enseguida encontró lo que buscaba.
Su padre, Florencio Sandiego, aparecía como uno de los defensores de la Segunda
República. Como uno de los muchos héroes que con sus sacrificios y sus
esfuerzos había ayudado a construir esta nueva República.
Sintió una punzada en el corazón cuando vio el retrato familiar que
ilustraba las páginas que había dedicado a su padre: «Florencio Sandiego, su
esposa Olivia, y sus hijos Elena y Rodrigo», rezaba el pie de foto.
Cuando Cambero dio por terminado su discurso y se ofreció para
firmar ejemplares, Rodrigo volvió a la realidad.
Después de una breve espera, llegó su turno.
–Señor Cambero, ¿conoce usted personalmente a Florencio Sandiego?
–le preguntó.
–El camarada Sandiego ha entregado su vida entera por la República,
algún día todos estos héroes que no aparecen en los titulares de los periódicos
serán reconocidos. ¿A quién se lo dedico?
–A Rodrigo...
–¿Eres republicano? –le preguntó Cambero.
–No –dijo Rodrigo secamente–. Voy a ser falangista. Repudio vuestras
ideas y todo lo que esto significa.
El escritor le miró con curiosidad.
–Entonces, ¿por qué lo compras? –quiso saber.
–No lo sé. Para quemarlo –replicó.
–¿Has venido a insultarme?
En ese momento, se escucharon gritos, voces de hombres y mujeres
que discutían.
–¿Has venido con tus amigos a armar camorra?
–He venido solo –respondió Rodrigo.
Varios individuos estaban discutiendo con la dependienta que le
había atendido.
–¡Aquí no se viene a montar bronca! –gritaba ella, impidiéndoles el
paso–. ¡Esto es una librería!
–¡Estamos hartos de estos comunistas! –alegó uno, que llevaba un
sombrero de ala ancha.
–Vamos a explicarle a ese Cambero lo que pensamos de su República...
–añadió otro, bastante más joven–. ¡Apártate!
–¡Atrás! –ordenó la chica, oponiendo resistencia–. ¡Fuera de aquí!
Rodrigo pensó que la situación se estaba complicando y que ella
sola no podía contenerlos. Así que no le quedó más remedio que intervenir.
–¡Atrás! –exclamó, bajando y acercándose–. El acto ha terminado y
no se puede pasar.
–¿Quién eres tú para decirnos lo que tenemos que hacer? –replicó
el del sombrero.
–Un cliente.
–¡Comunista! –le acusó otro, señalando el libro que Rodrigo llevaba
entre las manos–. ¡Vamos a limpiar esta madriguera!
Esas palabras desencadenaron lo que vino después.
El del sombrero dio un empujón a la joven e intentó pasar.
Ella se rebeló y se interpuso con más determinación, pero otro le
dio un golpe en el hombro y la tiró al suelo.
A Rodrigo se le calentó la sangre al ver a la chica tirada en el suelo,
y sin pensarlo se lanzó contra el tipo que la acababa de empujar.
A partir de ahí se sucedieron los gritos, empujones y golpes.
Hasta que sonó un disparo.
Todos se volvieron hacia las escaleras.
Allí estaba Francisco Cambero.
Con una pistola en la mano.
De nuevo Rodrigo pensó que, para ser un escritor, este Cambero era
un tipo muy particular.
–Todo el que no haya venido a comprar un libro, ya puede irse
–dijo sin pestañear.
Al principio nadie se movió.
–Las ofertas están en la planta segunda –añadió–, los demás circulando,
¡ya!
Y dio un paso al frente con la pistola.
El tipo del sombrero y sus amigos salieron atropelladamente de
allí.
Se escuchó la sirena de la policía que se acercaba.
Rodrigo ayudó a Sofía a levantarse.
–Gracias –dijo ella.
–¿Cómo te llamas? –preguntó él.
–Sofía –dijo la chica, sin apartar la vista.
–Rodrigo –respondió él.
Cambero llamó entonces su atención.
–¡Tú! ¡El falangista! ¡Largo también!
Rodrigo le miró.
Luego volvió a mirar a Sofía.
Y salió de allí. Abriéndose paso entre el gentío que se había amontonado
a las puertas de la Casa del Libro.