domingo, 31 de julio de 2016

KENSINGTON GARDENS


Inmediatamente os daréis cuenta de que sería casi imposible seguir las aventuras de Peter Pan, si no nos familiarizamos con los Jardines de Kensington. Estos Jardines están en Londres, donde vive el rey. (…)

Los Jardines limitan por una parte con una interminable hilera de autobuses, sobre los que vuestras niñeras tienen el poder de obligarles a detenerse con una simple señal de la mano cada vez que quieren cruzar tranquilamente la calle con vosotros.

Es verdad que hay muchas puertas de entrada a los Jardines, pero vosotros siempre entráis por la misma, y, antes de entrar, os paráis a charlar con la señora de los globos, que se sienta allí, muy cerca de la verja, agarrada a las barras… Pues, si se olvidara de agarrarse bien a las barras, los globos la elevarían y se la llevarían volando. (…)

Los Jardines son un lugar impresionantemente grande, con centenares y centenares de árboles. En primer lugar, nada más entrar, encontramos las Magnolias, pero no conviene que nos detengamos aquí, porque es un lugar para diminutos personajes altivos, a quienes les está prohibido mezclarse con la gente, y se llaman así porque, según la leyenda, se visten con gran pompa. (…)


Ahora nos encontramos en el Paseo Central, que, en comparación con otros paseos, es tan grande como vuestro padre, comparado con vosotros. David siempre se preguntaba si, al principio, aquel paseo habría nacido pequeño y luego habría crecido y crecido hasta hacerse grande, y si los otros paseos serían sus hijos. Incluso llegó a hacer un dibujo que le gustaba mucho: había representado el Paseo Central llevando de paseo, a tomar el aire, en un cochecito, a un paseo chiquito. En el Paseo Central uno se encuentra a las personas que vale la pena; generalmente van acompañadas de un adulto para impedirles que se metan en el césped húmedo, y les mandan de castigo ponerse de pie en un extremo del banco, si hacen el pillo o hacen pucheros. Hacer pucheros quiere decir comportarse como una niña; hacen pucheros porque la niñera no quiere cogerlos en brazos o hacen mohínes, chupándose el dedo pulgar, y esto es algo muy desagradable. Y hacer el pillo equivale a dar patadas a todo lo que encuentra, y en esto, por lo menos, hay alguna satisfacción.


Si tuviera que enseñaros todos los lugares importantes mientras pasamos por el Paseo Central, se haría la hora de volver a casa antes de llegar al final. Por eso me contentaré con indicarlos al pasar

J. M. Barrie, Peter Pan en los Jardines de Kensington

sábado, 30 de julio de 2016

HARRY POTTER Y EL NIÑO MALDITO


Hoy en el Palace Theatre de Londres se estrena oficialmente la última entrega de J.K. Rowling sobre Harry Potter  (hay que aclarar que el guion es una idea original de Jack Thorne), aunque el 7 de junio comenzaron las sesiones de preestreno y para la crítica especializada, que ha alabado la obra.  

Leslie Felperin escribió: "Sorprendentemente el medio del teatro se ajusta mejor al material que una película, ya que en un teatro realmente se siente eso: la magia. Nadie se asombra hoy que un cineasta haga que un niño vuele en una escoba, o que un personaje se transforme en otro en pantalla, pues siempre se tratará de efectos especiales. Sin embargo, cuando esta producción utiliza un sencillo truco de iluminación para sugerir una ondulación en el tejido del tiempo, o hace desaparecer a alguien en una cabina telefónica, estos antiguos recursos teatrales producen asombro y aplausos del público".

Matt Trueman comenta: "Rowling ha encontrado una clara forma de volver a su origen, lo que permite tanto la novedad como la nostalgia".

El libro se presenta mañana en cierta librería portuguesa, de momento sólo en inglés, y habrá que esperar a octubre hasta que la editorial Salamandra lo publique en castellano.

J.K. Rowling, llegó a pedir por videomensaje a sus seguidores que no revelaran nada que pudiera arruinar el disfrute del público. Pero estaba claro que algunos detalles saldrían a la luz, por los prestrenos.


¿Qué sabemos por ahora?

La obra tiene una duración de 5 horas, y está dividida en dos partes. Trucos sencillos que simulan magia exitosamente, búhos falsos, un supuesto tren en movimiento y una difícil relación entre Harry Potter y su hijo Albus son algunos de los detalles de la obra que se han revelado hasta al momento.

Sobre la trama:

Harry Potter es un funcionario saturado del Ministerio de Magia, casado con Ginny, la hermana de su amigo Ron. El hijo de ambos, Albus Severus, va por libre y ya desde su primer día en Hogwarts se hace amigo de Scorpius Malfoy, hijo de Draco.

Hermione y Ron, los mejores amigos de Harry, acabaron casándose y Hermione se convierte en ministra de Magia. Y aquí han comenzado los debates y ataques en la red sobre el color de la piel de ésta, pues le da vida la actriz negra Noma Dumezweni; lo malo es tras ver a Emma Watson en ocho películas, no resulta muy creíble una actriz de color.     
           
A los dos jóvenes, se les une Delphi, sobrina del viejo Amos Diggory, todavía dolido por la muerte de su hijo Cedric en el torneo de los tres magos, quien desea cambiar la historia.

viernes, 29 de julio de 2016

LA MUJER QUIJOTE


                Esta  novela de la escritora inglesa Charlotte Lennox remite al lector a la más famosa novela de Cervantes. La alusión en femenino al hidalgo manchego a quien la lectura de las novelas de caballerías hizo perder la razón predispone a buscar aventuras que se asemejen a las del caballero de la triste figura.

Y desde luego Arabella, la protagonista de esta historia, tiene mucho que ver con Don Quijote, pues  la inmoderada lectura de los romances heroicos franceses hace que la razón de la joven se vea capturada por las hazañas de príncipes y princesas, que ella espera hallar reflejadas en su propia vida. Nos encontramos aquí con un personaje cuya visión del mundo no encaja en la sociedad en que le ha tocado vivir. Este contraste, el mundo ideal de la mente de la protagonista, derivado de la lectura de los libros, y el mundo real, será el hilo conductor de la novela, en la cual se suceden aventuras, más imaginarias que reales, que aportan el tono de humor a la obra.

Es ésta  una sátira burlesca, pero la risa que provocan las situaciones en las que se ve envuelta Arabella no es nunca una risa cruel ni despiadada. Al contrario, a pesar de que  parece que el objeto de la burla son los romances que han obnubilado a la joven, ésta aparece siempre retratada bajo una luz tan favorecedora, que resulta difícil tener una opinión negativa sobre ella. En su lugar, la burla se dirige más bien a la sociedad contemporánea de la escritora, que manifiesta la hipocresía, presunción y artificiosidad de un mundo basado en las apariencias. Frente a esa visión, el mundo ideal en el que vive Arabella, de valores eternos, como el amor y el honor, se nos presenta como el único válido y admirable.

Precursora de personajes románticos como Marianne, en Sentido y  Sensibilidad, de Jane Austen, nuestra protagonista anhela un mundo en el que las pasiones y un código estricto de conducta, basado en el respeto y la lealtad, sean los que gobiernen el mundo. En el siglo de la razón, sin embargo, parece no haber espacio para las pasiones. En una época en que prevalecían el decoro y la reverencia por las formas clásicas, esta novela reivindica, a pesar de todo, las formas barrocas del romance y, no obstante la aparente frivolidad del argumento, es una novela en la que se dirimen, entre otras, las siguientes cuestiones trascendentales: ¿en qué consiste la razón?, ¿cuál es la relación entre literatura e historia?, ¿cuál aleja o acerca más a la verdad?

Todas estas preguntas surgen con la lectura de La Mujer Quijote, una obra que, a pesar de alcanzar una gran popularidad en el siglo XVIII, donde confluyen dos de los motivos literarios del siglo XVIII:  la tradición cervantina y los textos sobre los peligros que una imaginación excesiva puede acarrear a las mujeres.

jueves, 28 de julio de 2016

EL ÁNGEL DE LA MÚSICA



Ese es el nombre que da Christine al Fantasma de la Opera cuando lo conoce. ¡Qué decir de un musical que lleva 30 años en la cartelera! Os dejo con yn fragmento de la novela de Gaston Leroux, y dos vídeos del musical, uno promocional y el otro una actuación en directo de la compañía este verano



Hace tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez que lo oí, creí como usted, que esa voz adorable que se había puesto de pronto a cantar a mi lado, cantaba en el camarín contiguo. Salí del mío y lo busque por todas partes, pero fue en vano, porque "la voz" sólo se oía dentro de mi camarín, que, como usted sabe, está aislado. Y no solamente cantaba, sino que me hablaba, respondía a mis preguntas como una verdadera voz de hombre, con la diferencia de que era bella como la voz de un ángel. ¿Cómo explicar tan increíble fenómeno? Yo no había dejado de pensar nunca en el Ángel de la Música que mi pobre padre me habla prometido enviarme así que muriese. Me atrevo a hablar de semejante niñería, Raúl, porque usted conoció a papá, que lo quería a usted, porque cuando niño usted creía como yo en el Ángel de la Música y estoy segura que no sonreirá ni se burlará de esto. Yo conservaba, amigo mío, el alma tierna y crédula de la pequeña Lota y no era la compañía de la señora Valerius la que me hubiera modificado.

Yo tomé mi pequeña almita blanca entre mis manos ingenuas y se la ofrecí a "la voz de hombre", creyendo ofrecérsela al Ángel. La culpa la tuvo, en parte, mi madre adoptiva, a la que no oculté nada del inexplicable fenómeno. Ella fue la primera en decirme: "Debe ser el Ángel, en todo caso, bien puedes preguntárselo." Eso fue lo que hice y la "voz de hombre" me respondió que, en efecto, era la voz del Ángel que yo esperaba y que mi padre moribundo me había prometido enviarme. A partir de ese momento una gran intimidad se estableció entre "la voz" y yo, y tuve en ella una confianza absoluta. Me dijo que habla descendido a la tierra para hacerme conocer las alegrías supremas del arte eterno y me pidió permiso para darme lecciones de canto todos los días. Consentí en ello con ardor ferviente y no falte a ninguna de las citas que me daba en mi camarín, a primera hora, cuando este rincón de la Opera está desierto. Fueron lecciones celestiales. Parecía, amigo mío, que "la voz" sabía exactamente el punto de mis estudios en que me habla dejado mi padre y qué sencillo método había empleado. De tal manera que recordando mi garganta todas las lecciones pasadas y beneficiándose a la vez de las presentes, hizo progresos prodigiosos y tales que, en otras condiciones, hubieran exigido años.

Tenga en cuenta, amigo mío, que soy algo débil, y que mi voz, en un principio, tenla poco
carácter; las notas bajas estaban poco desarrolladas, las agudas eran algo duras y las centrales un poco veladas. Mi padre había combatido y vencido durante un momento esos defectos, pero "la voz" los venció definitivamente. Poco a poco el volumen de los sonidos fue aumentando en proporciones que mis fuerzas no permitían esperar; aprendí a darle a mi respiración mayor amplitud. "La voz" me confió, sobre todo, el secreto de desarrollar las notas de pecho en una voz de soprano. Por último, ella envolvió todo en el fuego de la inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. "La voz" tenía la virtud, al hacerse oír, de elevarme hasta ella. Me ponía al unísono de sus transportes sublimes. El alma de "la voz" habitaba en mi boca y desataba en ella la armonía.

           Al cabo de pocas semanas no me reconocía cuando cantaba!... Estaba asustada; tenía miedo de que hubiese oculto en aquello un sortilegio; pero la señora Valerius me tranquilizó.

Mis progresos eran un secreto, que, por orden de "la voz", sólo conocíamos la señora Valerius y yo. Cosa curiosa, fuera del camarín, cantaba con la voz de todos los días y nadie se daba cuenta de nada. Hacía todo lo que me decía "la voz". Ella me decía: "Es preciso esperar... Tenga fe... ¡Vamos a sorprender a París!". Y esperaba. Vivía en una especie de sueño extático en el que obedecía a "la voz

Gastón Leroux, El Fantasma de la Ópera 

miércoles, 27 de julio de 2016

ANDÉN 9 3/4


Llegaron a King Cross a las diez y media. Tío Vernon cargó el baúl de Harry en un carrito y lo llevó por la estación. Harry pensó que era una rara amabilidad, hasta que tío Vernon se detuvo, mirando los andenes con una sonrisa perversa.

—Bueno, aquí estás, muchacho. Andén nueve, andén diez... Tú andén debería estar en el medio, pero parece que aún no lo han construido, ¿no?

Tenía razón, por supuesto. Había un gran número nueve, de plástico, sobre un andén, un número diez sobre el otro y, en el medio, nada.

—Que tengas un buen curso —dijo tío Vernon con una sonrisa aún más torva. Se marchó sin decir una palabra más. Harry se volvió y vio que los Dursley se alejaban. Los tres se reían. Harry sintió la boca seca. ¿Qué haría? Estaba llamando la atención, a causa de Hedwig. Tendría que preguntarle a alguien.

Hagrid debió de olvidar decirle algo que tenía que hacer, como dar un golpe al tercer ladrillo de la izquierda para entrar en el callejón Diagon. Se preguntó si debería sacar su varita y comenzar a golpear la taquilla, entre los andenes nueve y diez.

En aquel momento, un grupo de gente pasó por su lado y captó unas pocas palabras.

—... lleno de muggles, por supuesto...

Harry se volvió para verlos. La que hablaba era una mujer regordeta, que se dirigía a cuatro muchachos, todos con pelo de llameante color rojo. Cada uno empujaba un baúl, como Harry, y llevaban una lechuza.

Con el corazón palpitante, Harry empujó el carrito detrás de ellos. Se detuvieron y los imitó, parándose lo bastante cerca para escuchar lo que decían.

—Y ahora, ¿cuál es el número del andén? —dijo la madre.

—¡Nueve y tres cuartos! —dijo la voz aguda de una niña, también pelirroja, que iba de la mano de la madre—. Mamá, ¿no puedo ir...?

—No tienes edad suficiente, Ginny Ahora estáte quieta. Muy bien, Percy, tú primero.

El que parecía el mayor de los chicos se dirigió hacia los andenes nueve y diez. Harry observaba, procurando no parpadear para no perderse nada. Pero justo cuando el muchacho llegó a la división de los dos andenes, una larga caravana de turistas pasó frente a él y, cuando se alejaron, el muchacho había desaparecido.

—Fred, eres el siguiente —dijo la mujer regordeta.

—No soy Fred, soy George —dijo el muchacho—. ¿De veras, mujer, puedes llamarte nuestra madre? ¿No te das cuenta de que yo soy George?

—Lo siento, George, cariño.

—Estaba bromeando, soy Fred —dijo el muchacho, y se alejó. Debió pasar, porque un segundo más tarde ya no estaba. Pero ¿cómo lo había hecho? Su hermano gemelo fue tras él: el tercer hermano iba rápidamente hacia la taquilla (estaba casi allí) y luego, súbitamente, no estaba en ninguna parte.


No había nadie más.

—Discúlpeme —dijo Harry a la mujer regordeta.

—Hola, querido —dijo—. Primer año en Hogwarts, ¿no? Ron también es nuevo.

Señaló al último y menor de sus hijos varones. Era alto, flacucho y pecoso, con manos y pies grandes y una larga nariz.

—Sí —dijo Harry—. Lo que pasa es que... es que no se cómo...

—¿Cómo entrar en el andén? —preguntó bondadosamente, y Harry asintió con la cabeza.

—No te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es andar recto hacia la barrera que está entre los dos andenes. No te detengas y no tengas miedo de chocar, eso es muy importante. Lo mejor es ir deprisa, si estás nervioso. Ve ahora, ve antes que Ron.

—Hum... De acuerdo —dijo Harry.

Empujó su carrito y se dirigió hacia la barrera. Parecía muy sólida.

Comenzó a andar. La gente que andaba a su alrededor iba al andén nueve o al diez. Fue más rápido. Iba a chocar contra la taquilla y tendría problemas. Se inclinó sobre el carrito y comenzó a correr (la barrera se acercaba cada vez más). Ya no podía detenerse (el carrito estaba fuera de control), ya estaba allí... Cerró los ojos, preparado para el choque..

Pero no llegó. Siguió rodando. Abrió los ojos.


Una locomotora de vapor, de color escarlata, esperaba en el andén lleno de gente. Un rótulo decía: «Expreso de Hogwarts, 11 h». Harry miró hacia atrás y vio una arcada de hierro donde debía estar la taquilla, con las palabras «Andén Nueve y Tres Cuartos».

Lo había logrado.

J K Rowling, Harry Potter y la Piedra Filosofal

martes, 26 de julio de 2016

MADRID 1616 (II)


Enviado por Nerea (B1C):

Abril de 1616. Miguel de Cervantes acaba de morir y lo entierran en el convento de la Trinidad de Madrid.

Cuatrocientos años después, el bibliófilo Erasmo López de Mendoza presencia la exhumación de los huesos del novelista. Lo que mal puede imaginarse es la increíble aventura que está a punto de emprender: un Quijote alternativo, un misterio llamado Alonso Fernández de Avellaneda, un inesperado vínculo entre Cervantes y cierto dramaturgo inglés, una búsqueda trepidante que nos llevará desde el Madrid de Felipe VI al de Felipe III, desde la villa inglesa de Stratford-upon-Avon hasta la cripta de una iglesia madrileña donde tal vez se oculte el mayor enigma de la literatura universal.

Lo primero que me gustaría decir sobre esta novela es que se lee de forma muy gustosa. En principio había pensado que la historia podría ser más formal pero me ha resultado entretenida y con una idea original y bien construida.

La trama gira en torno al manuscrito original de la segunda parte del Quijote de la Mancha, uno de los libros más admirados de la literatura universal pero también uno de los que más se atraganta a ciertos lectores. Los hechos narrados se desarrollan en  dos épocas diferentes, como ya ocurrió en Madrid 1605.

La novela se construye mezclando con cierta habilidad realidad y ficción de forma que los autores pasan de una a otra casi sin que nos demos cuenta y además teniendo que buscar algunos datos por nuestra cuenta para verificarlo (y esto me parece muy bueno porque significa que la historia interesa. Por un lado nos presenta el mundo de los libros antiguos, los cazatesoros, las estrategias para conseguirlo así como las rivalidades entre los que se dedican al oficio y los coleccionistas.  Y por otro lado construyen una historia extravagante en la época de Cervantes y sobre todo el paradero de la segunda parte de esta gran obra. Por la novela naturalmente figuran personajes tanto reales como ficticios. Entre los inventados que bien podrían ser personajes de carne y hueso, encontramos a Erasmo con un perfil que ha logrado conquistarme por su picardía y cierta maldad, Pilar o Gonzalo de Córdoba. En el otro extremo y como personajes reales se encuentran Cervantes o Lope de Vega, dos escritores que tienen mucha trascendencia y que mantenían una clara rivalidad en su época que poco a poco se fue apagando.

Y, a mí, la lectura de Madrid 1616 me aporta una nueva dimensión del escritor, mucho más humana y más cercana. Cervantes es un escritor cuya vida no ha podido descifrarse al completo y esta novela nos permite hacernos un poco a la idea de cómo y quién fue (eso sí, como ya he dicho hay mucha ficción en sus páginas), mirar un poco que sucedía en su casa y acercarnos al proceso de creación y mundo editorial del momento.

Como la novela se estructura en dos tramas diferentes y ambientadas en dos siglos diferentes los autores utilizan dos estilos narrativos bien distintos. La historia ambientada en la actualidad está narrada en tercera persona, con un lenguaje selecto y pulcro. La otra trama está narrada en primera persona por uno de sus protagonistas, Gonzalo de Córdoba que a modo de diario nos cuenta sus andanzas con el escritor Miguel de Cervantes. Esta es la parte que más me ha gustado. A parte del lenguaje adaptado a la época con todas sus fórmulas de cortesía.

Los escenarios por los que mueven los personajes son diversos. En la parte actual la historia se desarrolla  en Madrid en sus calles o la Biblioteca Nacional. Gonzalo y Cervantes recorren también Valladolid donde se situaba la casa de Miguel de Cervantes e incluso tenemos acceso a su interior. Resaltar lo maravillosamente que está recreada esta parte en especial a través de las descripciones y el relato de Gonzalo de Córdoba. También Gonzalo llega hasta Inglaterra. La parte final en la que se relaciona a Cervantes con Shakespeare es del todo sorprendente, era lo último que esperaba encontrarme en este libro.

lunes, 25 de julio de 2016

MADRID. 17 DE JULIO DE 1936


Aquel sábado, 17 de julio de 1936, hacía mucho calor en la Gran Vía de Madrid. El ambiente era sofocante y la crispación generada por la situación política se traducía en una tensión que se masticaba en la calle.
Cuando Rodrigo entró en la Casa del Libro, sudaba copiosamente y maldijo a Francisco Cambero por haber elegido precisamente ese día para presentar aquel dichoso libro en el que al parecer nombraba a su padre.
De mala gana, buscó a alguien que pudiera informarle. Al fondo había un hombre mayor que parecía muy ocupado atendiendo a un grupo de clientes; a la derecha, subida a una pequeña escalera, descubrió a una dependienta joven que le llamó la atención.
Era menuda, y ordenaba los libros con meticulosidad.
–Perdone, ¿dónde es la presentación del libro Héroes de la República? –le preguntó a la chica.
–Es ahí, en el salón del fondo –respondió ella, sin prestarle atención–. No hay mucho público, será por el calor.
–¿Puedo comprar un ejemplar?
–En el mostrador le atenderán, gracias.
Sin moverse de allí, Rodrigo echó un vistazo al mostrador, que estaba vacío. Unos metros más allá, junto al escaparate, volvió a ver al hombre mayor que atendía a un grupo de señoras.
Ni rastro de otros dependientes.
De nuevo miró hacia la dependienta subida a la escalera.
Entonces la chica se volvió y sus miradas se cruzaron.
Rodrigo sintió una punzada en el estómago.
La dependienta tenía unos enormes ojos verdes, que a él le parecieron los más grandes y hermosos que había visto nunca en su vida.
Ella también se quedó paralizada por un instante.
Como si una descarga eléctrica le cruzara el cuerpo de arriba abajo.
Los dos jóvenes se quedaron inmóviles.
–Eres preciosa –dijo él.
–¿Perdona? –preguntó ella, riendo.
Rodrigo se puso completamente rojo. ¿Había dicho en voz alta lo que estaba pensando?
–Disculpa..., es que... el autor del libro es amigo de mi padre –dijo Rodrigo titubeando, intentando arreglar la situación, sin poder apartar la mirada–. Quiero que me lo firme... Y el otro dependiente está muy... Si no te importa..., le importa...
Ella sonrió al ver su desconcierto. Se sintió halagada. Había algo en aquel chico que le gustaba.
En ese momento ninguno de los dos lo sabía, pero aquel encuentro fortuito iba a cambiar para siempre sus vidas.
–Sígueme... –le dijo.
Rodrigo la siguió avergonzado. Llegaron a un expositor donde había una pila de ejemplares. Ella tomó uno y se lo mostró.
–Aquí lo tienes... Héroes de la República. Espero que te guste...
–¿Por qué no me iba a gustar? ¿Cree usted que no es apropiado para mí?
Ella le miró irónica y desafiante.
–Es un panfleto, pero vamos que a mí... Ah, puedes tutearme, todos los clientes lo hacen.
Rodrigo se quedó sin palabras. La explicación le dejó paralizado.
–Yo no soy...
–Son cinco pesetas –dijo ella.
Otra vez se le había adelantado.
–Claro, aquí las tiene... Las tienes...
La joven extendió la mano y tomó las monedas de Rodrigo.
–¿Crees que me lo firmará? –preguntó él.
–Seguro que sí. No ha venido mucha gente y muy pocos lo han comprado. Te lo firmará y, si se lo pides, te dará un beso.
–No te cae bien, ¿verdad?
Ella le miró directamente a los ojos.
–¿A ti te gusta? –preguntó la chica.
–No le conozco.
–Pues para no conocerle te esfuerzas mucho... Compras su libro, vienes a su presentación, quieres una dedicatoria...
–Es por curiosidad... En el libro habla de mi padre.
–¿Tu padre es un héroe de la República?
Rodrigo se encogió de hombros.
–Vas a llegar tarde –dijo ella.
Rodrigo asintió.
–Tu amigo Cambero está a punto de empezar... Por aquel pasillo....
Rodrigo vio cómo la chica se alejaba.
Y se dirigió hacia la zona habilitada para las presentaciones.
Apenas una docena de personas ocupaba algunas sillas; a pesar de que había sitio de sobra, prefirió quedarse de pie, detrás, sin llamar la atención.
Francisco Cambero, el autor, delante de un atril, hablaba y agitaba su libro.
Rodrigo miró a aquel hombre; no era como se lo esperaba. Parecía un labriego, o un tipo curtido en el campo, no un escritor o un intelectual.
Cambero hablaba de la democracia y la libertad y la República, y de muchas otras cosas; hablaba de grandes conceptos y grandes ideales, pero Rodrigo no prestaba atención a sus palabras.
Aprovechó para hojear el libro. Enseguida encontró lo que buscaba. Su padre, Florencio Sandiego, aparecía como uno de los defensores de la Segunda República. Como uno de los muchos héroes que con sus sacrificios y sus esfuerzos había ayudado a construir esta nueva República.
Sintió una punzada en el corazón cuando vio el retrato familiar que ilustraba las páginas que había dedicado a su padre: «Florencio Sandiego, su esposa Olivia, y sus hijos Elena y Rodrigo», rezaba el pie de foto.
Cuando Cambero dio por terminado su discurso y se ofreció para firmar ejemplares, Rodrigo volvió a la realidad.
Después de una breve espera, llegó su turno.
–Señor Cambero, ¿conoce usted personalmente a Florencio Sandiego? –le preguntó.
–El camarada Sandiego ha entregado su vida entera por la República, algún día todos estos héroes que no aparecen en los titulares de los periódicos serán reconocidos. ¿A quién se lo dedico?
–A Rodrigo...
–¿Eres republicano? –le preguntó Cambero.
–No –dijo Rodrigo secamente–. Voy a ser falangista. Repudio vuestras ideas y todo lo que esto significa.
El escritor le miró con curiosidad.
–Entonces, ¿por qué lo compras? –quiso saber.
–No lo sé. Para quemarlo –replicó.
–¿Has venido a insultarme?
En ese momento, se escucharon gritos, voces de hombres y mujeres que discutían.
–¿Has venido con tus amigos a armar camorra?
–He venido solo –respondió Rodrigo.
Varios individuos estaban discutiendo con la dependienta que le había atendido.
–¡Aquí no se viene a montar bronca! –gritaba ella, impidiéndoles el paso–. ¡Esto es una librería!
–¡Estamos hartos de estos comunistas! –alegó uno, que llevaba un sombrero de ala ancha.
–Vamos a explicarle a ese Cambero lo que pensamos de su República... –añadió otro, bastante más joven–. ¡Apártate!
–¡Atrás! –ordenó la chica, oponiendo resistencia–. ¡Fuera de aquí!
Rodrigo pensó que la situación se estaba complicando y que ella sola no podía contenerlos. Así que no le quedó más remedio que intervenir.
–¡Atrás! –exclamó, bajando y acercándose–. El acto ha terminado y no se puede pasar.
–¿Quién eres tú para decirnos lo que tenemos que hacer? –replicó el del sombrero.
–Un cliente.
–¡Comunista! –le acusó otro, señalando el libro que Rodrigo llevaba entre las manos–. ¡Vamos a limpiar esta madriguera!
Esas palabras desencadenaron lo que vino después.
El del sombrero dio un empujón a la joven e intentó pasar.
Ella se rebeló y se interpuso con más determinación, pero otro le dio un golpe en el hombro y la tiró al suelo.
A Rodrigo se le calentó la sangre al ver a la chica tirada en el suelo, y sin pensarlo se lanzó contra el tipo que la acababa de empujar.
A partir de ahí se sucedieron los gritos, empujones y golpes.
Hasta que sonó un disparo.
Todos se volvieron hacia las escaleras.
Allí estaba Francisco Cambero.
Con una pistola en la mano.
De nuevo Rodrigo pensó que, para ser un escritor, este Cambero era un tipo muy particular.
–Todo el que no haya venido a comprar un libro, ya puede irse –dijo sin pestañear.
Al principio nadie se movió.
–Las ofertas están en la planta segunda –añadió–, los demás circulando, ¡ya!
Y dio un paso al frente con la pistola.
El tipo del sombrero y sus amigos salieron atropelladamente de allí.
Se escuchó la sirena de la policía que se acercaba.
Rodrigo ayudó a Sofía a levantarse.
–Gracias –dijo ella.
–¿Cómo te llamas? –preguntó él.
–Sofía –dijo la chica, sin apartar la vista.
–Rodrigo –respondió él.
Cambero llamó entonces su atención.
–¡Tú! ¡El falangista! ¡Largo también!
Rodrigo le miró.
Luego volvió a mirar a Sofía.
Y salió de allí. Abriéndose paso entre el gentío que se había amontonado a las puertas de la Casa del Libro.

Roberto Santiago y Santiago Garcia Clairac, Bajo el Fuego de las Balas, Pensaré en Ti

domingo, 24 de julio de 2016

AFTERNOON TEA


Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa.»

La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.

—¡No hay sitio! —se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.

—¡Hay un montón de sitio! —protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa. (…)

— No es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada —dijo la Liebre de Marzo.

—No sabía que la mesa era suya —dijo Alicia—. Está puesta para muchas más de tres personas. (…)


—¿Es ésta la razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa? —preguntó.

—Sí, ésta es la razón —dijo el Sombrerero con un suspiro—. Siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.

—¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad? —preguntó Alicia.

—Exactamente —admitió el Sombrerero—, a medida que vamos ensuciando las tazas.

—Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa? —se atrevió a preguntar Alicia. (…)


—Toma un poco más de té —ofreció solícita la Liebre de Marzo.

—Hasta ahora no he tomado nada —protestó Alicia en tono ofendido—, de modo que no puedo tomar más.

—Quieres decir que no puedes tomar menos —puntualizó el Sombrerero—. Es mucho más fácil tomar más que nada.

—Nadie le pedía su opinión —dijo Alicia.

—¿Quién está haciendo ahora observaciones personales? —preguntó el Sombrerero en tono triunfal.

Alicia no supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse un poco de té y pan con mantequilla. (…)

—Quiero una taza limpia —les interrumpió el Sombrerero—. Corrámonos todos un sitio.

Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato. (…)


Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.

—¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! —se dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque—. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi vida!

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

sábado, 23 de julio de 2016

PORTOBELLO ROAD


                A estas horas, sábado, estará cerrando el mercadillo de Portobello.

              Os ofrezco un fragmento del relato de fantasmas Portobello Road de la escritora británica Muriel Spark, que podéis encontrar en la antología La Eva Fantástica. Y para terminar, cambiando de estilo, una canción de la casa Disney de su película La Bruja Novata.

Después de ver a George arrastrado hacia casa por Kathleen ese sábado, en Portobello Road, pensé que tal vez pudiese verlo más veces en circunstancias similares. Al sábado siguiente lo busqué y, por fin, allí estaba, sin Kathleen, semipreocupado, semiesperanzado.

Destruí sus esperanzas. Le dije: «¡Hola, George!».

Miró en mi dirección, clavado en medio de la corriente de los mercachifles de esa calle alegre. Pensé para mis adentros: «parece como si tuviese un montón de paja en la boca». Fueron su reciente barba de color maíz y el mostacho que rodeaban su boca grande lo que me sugirió ese pensamiento, risueño y lírico como la vida.

—¡Hola, George! —dije otra vez.

Yo hubiera tenido inspiración para decir más cosas en esa mañana agradable, pero él no esperó. Se marchó por una calle lateral, y por otra, y bajó por otra distinta en zigzag, apartándose y dando tantas vueltas como pudo para huir de Portobello Road.

Sin embargo, volvió la semana siguiente. La pobrecita Kathleen lo había llevado en su coche. Lo aparcó en el extremo de la calle y bajó con él, llevándolo bien cogido del brazo. Me dio pena ver a Kathleen ignorante del despilfarro de centelleos que había en los puestos. Yo misma había visto una bonita caja Battersea, muy del gusto de ella, y también unos pendientes de plata esmaltada. Pero ella no prestó atención a aquel género, agarrada a George y, pobrecita Kathleen…, no puedo decir cuál era el aspecto que tenía.


Y George estaba demacrado. Sus ojos parecían haberse vuelto más pequeños, como si hubiese estado sufriendo en esos días. Subió por la calle, con Kathleen cogida de su brazo, tambaleándose de una acera a otra, mientras su mujer se disculpaba a su lado, cada vez que la muchedumbre reivindicaba su derecho a ir por la calle.

—¡Oh, George! —le dije. No tienes buen aspecto, George.

—¡Mira! —exclamó George—. Allí, junto al puesto de quincallería. Es Needle.

Kathleen estaba llorando.

—Vamos a casa, cariño —dijo ella.

—¡No tienes buen aspecto, George! —dije yo.

Lo ingresaron en una clínica. Se mantenía bastante tranquilo, excepto en las mañanas de los sábados, que era cuando tenían problemas para mantenerlo dentro, y lejos de Portobello Road.

Muriel Spark, Portobello Road

viernes, 22 de julio de 2016

EL MAPA DEL TIEMPO


Seguimos con Londres:

Enviado por Javi (B1C):

Londres, 1896.

El joven Andrew se prepara para quitarse la vida en la misma habitación donde Jack el destripador cometió el último y más salvaje de sus crímenes: el descuartizamiento de Marie Kelly, prostituta de Whitechapel y novia de Andrew. Sin embargo, su primo Charles lo evita in extremis enseñándole una escapatoria para el infierno en el que vive desde la muerte de su amada: viajar en el tiempo para acabar con Jack antes de que asesine a Marie.

Así comienza esta fantástica novela que se centra en un personaje singular: el escritor H.G. Wells, uno de los padres de la ciencia ficción y escritor de novelas inmortales como La Máquina del TiempoEl Hombre Invisible y La Guerra de los Mundos. En la novela, H.G. Wells no es más que un joven novelista que acaba de publicar su primera novela, La Máquina del Tiempo que contra todo pronóstico se ha convertido en un éxito.

Junto a estas dos líneas argumentales, encontramos la de la joven Claire Haggerty, que hastiada de su aburrida vida intentará embarcarse en nuevas aventuras.


Quien espere una novela de ciencia ficción al uso, se encontrará con una sorpresa. La novela podría haber sido escrita a principios de siglo XX, que incluye ciertos contenidos científicos e invita a la reflexión.

Quien haya descartado de antemano esta novela por la ciencia ficción, que reconsidere su postura. Como digo anteriormente, el contenido de este género es escaso y seguro que no retrae de la diversión de su lectura.

Hacía tiempo que no disfrutaba tanto una novela.

Félix J. Palma te atrapa y te conduce con una maestría narrativa a leer las próximas hojas porque quieres saber lo que pasa a continuación, yo creo que esa intriga para ver qué pasa en la siguiente página “¿Conseguirá suicidarse?” ¿Vivirá Tom al final después de tal espanto debajo de las aguas?”

Sus páginas rebosan en su capacidad de mantener el interés gracias a su portentosa. Sin embargo Félix J. Palma a veces se pasa con las largas exposiciones que aparecen ocasionalmente y que son lo único a lo que pondría algún reparo.

XL PREMIO DE NOVELA ATENEO DE SEVILLA

jueves, 21 de julio de 2016

CALLEJEANDO POR LONDRES


             Ya hemos vuelto de vacaciones.

El dónde lo vais a poder ver enseguida. Lo bueno es que, sin buscarlo, muchas calles me recordaban libros y lecturas, como podéis comprobar. También recordaba viejas canciones, que me asaltaban en determinadas esquinas:

Escríbeme, por favor, y cuéntame cosas de Londres. Vivo esperando el día en que pueda bajar del ferry y sentir bajo mis pies sus sucias aceras. Quiero ir caminando hasta Berkeley Square, bajar luego por Wimpole Street, estar un rato en el interior de la catedral de San Pablo, donde predicaba John Donne, sentarme en el escalón donde Isabel se sentó cuando se negó a entrar en la Torre, v cosas así. Un periodista que conozco, que estuvo destinado en Londres durante la guerra, dice que los turistas viajan a Inglaterra con ideas preconcebidas y que por eso encuentran exactamente lo que buscan. Yo le expliqué que me gustaría ir en busca de la Inglaterra de la literatura inglesa, y me respondió: «Pues está allí, sí.»
Helene Hanff, 84 Charing CrossRoad



         Sucedió que una de estas caminatas llevó a los dos amigos hasta una callejuela de un barrio muy concurrido de Londres. La calle era pequeña y estaba lo que se dice tranquila, aunque los días laborables desplegaba una próspera actividad comercial. Al parecer a sus vecinos les iban bien las cosas y todos tenían la ambición de que les fueran todavía mejor para gastar en coqueterías el excedente de sus ingresos; de ahí que los escaparates se sucedieran con un aire tentador como filas de sonrientes dependientas. Incluso los domingos, cuando un velo cubría sus más floridos encantos y estaba casi desierta en comparación con el resto de la semana, la calle relucía en contraste con la suciedad del barrio como una hoguera en mitad de un bosque y, con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces bien pulidos y su nota general de alegría y limpieza, al instante captaba y complacía la mirada de los transeúntes.

A dos puertas de una esquina, a mano izquierda yendo hacia el este, interrumpía la línea de las fachadas la entrada a un patio y, justo en este punto, un edificio algo siniestro invadía la calle con su portal. Era una construcción de dos pisos, sin ventanas, con una sola puerta en la planta baja y un muro ciego y deslucido en la planta superior, que en todos sus detalles llevaba impresa la sórdida marca del abandono. La pintura de la puerta, desprovista de campana o llamador, formaba burbujas en unas partes y se había desprendido en otras. Los vagabundos se acurrucaban en el quicio y prendían sus fósforos en los cuarterones; los niños montaban tiendas en los peldaños; algún colegial había probado su navaja en los marcos, y por espacio de casi una generación no parecía que nadie hubiese ahuyentado a estos visitantes fortuitos ni reparado en los destrozos que causaban.

Robert Louis Stevenson, El Doctor Jeckyll y Mister Hyde

miércoles, 13 de julio de 2016

¿POR QUÉ ESCRIBO?


Patrick Neville ya había llegado. Lo saludé efusivamente y deposité encima de la mesa del salón el taco de hojas encuadernadas que me había llevado.

—¿Qué es eso? —preguntó mi madre.

—El Libro de los Baltimore.

Un año después de que muriera, había cumplido la promesa que le hice a mi tío. Reunir a los Baltimore narrando su historia.

Le había puesto el punto final a la novela la noche antes.

¿Por qué escribo? Porque los libros son más fuertes que la vida. Son su mejor revancha. Son testigos de la muralla inexpugnable de nuestra mente, de la impenetrable fortaleza de nuestra memoria. Y cuando no escribo, una vez al año, vuelvo a recorrer el trayecto hasta Baltimore, me detengo un rato en el barrio de Oak Park y luego conduzco hasta el cementerio de Forrest Lane para ir a verlos. Coloco unas piedrecitas encima de sus tumbas, para seguir construyendo su memoria, y me recojo. Rememoro quién soy, adónde voy, de dónde vengo. Me arrodillo junto a ellos, coloco las manos encima de sus nombres grabados y los beso. Luego cierro los ojos y noto que están vivos dentro de mí.

Mi tío Saul, bendita sea tu memoria. Todo queda borrado.

Mi tía Anita, bendita sea tu memoria. Todo queda olvidado.

Mi primo Hillel, bendita sea tu memoria. Todo queda perdonado.

Mi primo Woody, bendita sea tu memoria. Todo queda reparado.

Aunque se han ido, sé que están aquí. Ahora sé que habitan para siempre en ese lugar que se llama Baltimore, en el Paraíso de los Justos, o puede que solamente en mi memoria. Sé que me están esperando en alguna parte.

Ya está, Tío Saul, mi tío del alma. Este libro que te había prometido, lo deposito ante ti.

Todo queda reparado.

Joël Dicker, El Libro de los Baltimore

martes, 12 de julio de 2016

LOS HAKAVATIS


Junis solo servía comidas hasta primeras horas de la tarde. Luego empezaba el turno de los narguiles y del té, y cuando se ponía el sol, se reservaba la noche para los narradores.

Noche tras noche, el hakavati se sentaba en su asiento elevado y entretenía a los clientes con emocionantes historias de amor y de aventuras. Los hakavatis tenían que enfrentarse a menudo al ruido, pues los oyentes hablaban y comentaban las historias con exclamaciones, discutían y a veces exigían incluso que el hakavati repitiese un pasaje que les gustaba. Pero cuanto más emocionante se volvía una historia, más bajaba el hakavati el tono de su voz. Los oyentes se exhortaban mutuamente a guardar silencio para poder seguir la historia. Cuando su relato alcanzaba el punto más emocionante, como, por ejemplo, cuando el héroe intentaba trepar a la habitación de la amada y colgaba del balcón sujeto de las puntas de los dedos, entonces pasaba por allí un guardián o el padre. Aquí interrumpía el hakavati su historia y prometía contar la continuación al día siguiente. Eso lo hacían los hakavatis para que los clientes acudiesen al local de Junis y no a los de la numerosa competencia. Los oyentes estaban a veces tan excitados que se apiñaban alrededor del hakavati y le ofrecían un narguile o té y le pedían en voz baja que les revelase la continuación de la historia. Pero ningún hakavati se atrevía a anticipar el desenlace de la historia, pues Junis se lo había prohibido terminantemente a todos los narradores.

—Vuelve mañana y oirás la continuación —era siempre la respuesta (...)

—Sí, ellos siempre contaban historias. Anoche —dijo Junis— estuve pensando por primera vez largo rato sobre mis hakavatis. En cuarenta años he tenido algunos narradores de café. Han contado historias durante miles de noches. Muchos eran malos y algunos eran buenos. Malo era todo aquel que aburría a sus oyentes.

»Las historias tenían que gustar a mis clientes, si no la mayoría se levantaba, pagaba su narguile y se marchaba, pues aburrirse era algo que podían hacer en casa más barato. Lo malo era cuando un hakavati no se daba cuenta del aburrimiento. Pero, ¿sabéis quién es el mejor oyente? Yo tampoco lo supe durante mucho tiempo.

—Las mujeres —contestó el profesor. El ministro frunció el ceño y meneó la cabeza en señal de desaprobación.

—Eso no lo sé porque en mi café no había nunca mujeres entre los oyentes, pero los niños, querido, son los que escuchan mejor. Algunos adultos de mi café podían ser indulgentes hasta con el hakavati más aburrido. Desde mi sitio detrás del mostrador podía observarlos y veía cómo bostezaban con la boca cerrada. Pero un día invité por compromiso a uno de mis hakavatis a la boda de mi hijo. Había allí cientos de niños, y cuando oyeron que había un hakavati se apiñaron alrededor suyo y no dejaron de suplicarle que contase una historia hasta que accedió. Yo me senté con los niños porque estaba un poco cansado de los agotadores preparativos y de la comida grasienta.

»Cuando el hakavati empezó, los niños estaban encantados, pero poco a poco vi cómo se bajaban uno tras otro de la historia. Fue terrible. Los niños le destrozaron. «¿Por qué no nos cuentas otra historia?», gritaban en medio de una lucha entre dragones y monstruos. Con ellos notó el hakavati lo malo que era. Los niños son despiadadamente generosos. Pagan con su aprobación o su rechazo siempre al contado, ya sea a un hakavati o a un vendedor de helados.

»Lo que me asombraba era que los buenos hakavatis no se empeñaban en que volasen constantemente alfombras mágicas de un lado a otro, que escupiesen fuego los dragones o que las brujas mezclasen los venenos más demenciales. Con los buenos hakavatis, los oyentes también miraban fascinados cuando aquellos hablaban de las cosas más sencillas. Pero hay algo que debe tener hasta el peor hakavati: una buena memoria. Ni la pena ni la alegría deben hacerle perder el hilo. No es preciso que tenga la maravillosa memoria de nuestro Salim, pero sí una buena memoria, si no, está perdido.

—Madre mía, ni que eso fuese tan difícil —replicó el peluquero.

—Sí, yo a veces no sé lo que he comido la antevíspera —dijo el cerrajero riendo.

—No, Musa tiene razón. Los árabes tienen una memoria excepcional. No olvidan nada, por eso aman al camello. Este tampoco olvida nada. Eso no solo es un don, sino a veces una maldición. ¿Conocéis la historia de Hamad? —preguntó el emigrante.

Rafik Schami, Narradores de la Noche