Hace ya tres veranos que Cristina se fue de vacaciones a
Transilvania. Ella hubiese preferido ir a ver el Taj Majal, en la India, pero
ese viaje le resultaba muy caro, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de
reformar el cuarto de baño de su casa -alicatado hasta el techo, grifos
monomando y ducha de hidromasaje-. Hubiese preferido también ira ver las
pirámides de Egipto, pero sabía que allí en el mes de agosto hace demasiado
calor; o el glaciar Perito Moreno, en Argentina, pero sabía que allí en el mes
de agosto hace demasiado frío. Por eso, y por alguna cosa más que no tiene
importancia, decidió irse de vacaciones a Transilvania.
Preparó con celo su maleta más grande: ropa ligera y alguna
chaqueta por si refrescaba un poco, neceser, botiquín, secador de pelo... Al
final, le quedó libre cerca de un tercio del espacio. Sonrió satisfecha y
comenzó a llenar ese espacio con libros; bien colocados consiguió meter quince.
Pensaba leerlos todos durante sus vacaciones en Transilvania.
Cristina era una lectora empedernida. Y no solo eso, era además
bibliotecaria. En ella, como en ninguna otra persona, se juntaban su profesión
y su pasión, que podían resumirse en una sola palabra: libros.
Así pues, cerró la maleta, llamó a un taxi y se marchó al
aeropuerto para tomar el avión que debía llevarla hasta Transilvania. Ella,
como es natural, sabía muchas cosas de ese lugar, pues había leído la famosa
novela Drácula, de Bram Stoker, y muchos otros libros sobre vampiros. Le
encantaban estos relatos sobre hombres con colmillos afilados que mordían en el
cuello a sus semejantes para chuparles la sangre; pero, como persona sensata y
culta que era, no creía en su existencia.
Al cuarto día de estancia en Transilvania, Cristina ya había visto
tres castillos, escondidos en medio de frondosos bosques, y había recorrido
parte de la cordillera de los Cárpatos. Había visitado varias poblaciones
pintorescas e, incluso, había navegado por un río ancho y calmado. Por
supuesto, no se había olvidado de los museos -llevaba dos-, ni de las
catedrales o iglesias de interés -llevaba cinco--, ni de otros lugares
recomendados por su guía de viaje -llevaba ni se sabe-. En cuanto a libros, iba
por la mitad del segundo, lo que le hacía pensar que posiblemente no podría
leerse los quince que había metido en la maleta.
Al caer la noche de ese cuarto día de vacaciones, cansada, decidió
sentarse en el velador de un café, situado en una plaza muy amplia, en la que
también se encontraba su hotel. Allí se tomó un buen tazón de café con leche
-descafeinado para que no le quitase el sueño- y dio buena cuenta de un par de
bollos que estaban riquísimos. Eso le serviría de cena.
Fue entonces cuando lo vio.
El hombre estaba sentado frente a ella, llevaba gafas oscuras y,
con una pajita, se bebía una especie de refresco de color rojizo. Aunque no
podía verle los ojos, se dio cuenta de que la estaba mirando insistentemente.
Eso la turbó un poco y, al mismo tiempo, la halagó. Ella ya no era una
jovencita --acababa de cumplir los cuarenta- y nunca se había considerado una
belleza -resultona a lo más-. Además, aquel tipo era lo que suele decirse un
bombón. Llamarle guapo sería quedarse corto y, aunque estaba sentado, se le
adivinaba un cuerpo de los que quitan el hipo. De vez en cuando, fingiendo
observar alguna cosa, lo miraba con d¡simulo.Yél en ningún momento apartaba la
mirada de ella.
"Mira que si ligo en Transilvania", pensó Cristina, y
sus pensamientos le hicieron gracia. "La última vez que ligué fue... ¡ya
ni me acuerdo! ¡Uf!".
Y antes de que pudiera reaccionar, se dio cuenta de que aquel
hombre, que vestía un impecable traje gris, de corte entre clásico y moderno,
se había levantado de su silla y se dirigía hacia ella. Su corazón se aceleró
considerablemente y su cuerpo adquirió una gran tensión.
-¿Puedo invitarte a una copa? -le preguntó el hombre con
amabilidad, en un castellano más que aceptable-. En esta región hay unos
licores excelentes, suaves, dulces, afrutados...
Cristina, desconcertada, no sabía cómo reaccionar. Todo había sucedido
demasiado deprisa. Por eso, su cuerpo sólo fue capaz de encogerse de hombros,
al tiempo que sus labios intentaron dibujar una sonrisa. Aquel hombre debió de
interpretar su gesto como una plena aceptación, pues se sentó a su lado y llamó
con un chasquido de sus dedos al camarero, con quien cruzó unas palabras en
rumano.
-Hablas muy bien mi idioma -le dijo Cristina para romper un
silencio tenso.
-Lo aprendí en tu país.
-¿Has estado en España?
-Sí. Era futbolista. jugué en varios equipos de Segunda División.
El camarero les sirvió dos copas de un licor, entre amarillento y
verdoso. Brindaron con un gesto, sin decir palabra. A Cristina le supo rico,
aunque un poco fuerte y demasiado dulzón.
Sólo después de beberse de un trago su copa, aquel hombre se quitó
las gafas y la miró fijamente. Ella quedó cautivada por sus ojos -¡qué ojos!- y
por su m¡rada -¡qué mirada!-. Parecían poseer un poderoso imán, que la atraía
con una fuerza irresistible.
-Hace años que dejé el fútbol-
-Yo soy bibliotecaria. Los libros son la pasión de mi vida.
Entonces pensó ella que un hombre como aquel sólo era posible
encontrarlo en los libros -y no en todos- dentro de una bonita historia
romántica.
Como no hace falta insistir en los detalles, bastará decir que
aquel hombre y Cristina pasaron la noche juntos, en el hotel y en la habitación
de ella. Curiosamente, sin abandonar la pasión desenfrenada, durante un
instante la mente de Cristina voló muy lejos y pensó en su grupo de amigos.
"¡No se lo creerán cuando se lo cuente!".
Se despertó poco después del amanecer al sentir la claridad que
comenzaba a inundar la habitación. Extendió los brazos por la cama, buscando el
cuerpo del hombre; pero no lo encontró. Se levantó. No había rastro de él. Se
preguntó en ese instante si habría sido verdad o todo se debía a un sueño.
"Si ha sido un sueño, nunca había soñado con tanta
intensidad", se dijo.
Desnuda como estaba, se fue al cuarto de baño, con ánimo de darse
una ducha y comenzar la quinta jornada de sus vacaciones. Se miró en el espejo
y, en ese preciso instante, lo descubrió. Al principio pensó que se trataba de
dos picaduras de mosquito. Se acercó un poco más. Eran dos puntos rojos del
tamaño de una chincheta en medio de su cuello, justo debajo de una oreja. Se
los tocó. Tenía toda la zona dolorida. Eran dos cicatrices.
"Si creyera en los vampiros, pensaría que uno de ellos me ha
chupado la sangre esta noche", se dijo.
Se duchó con agua templada y luego se aplicó sobre aquellas dos
heridas una crema que llevaba en su botiquín y que, entre otras propiedades,
era cicatrizante. Recordó mientras se vestía que había leído en algún lugar de
su guía que en Transilvania había grandes insectos voladores que producían
molestas picaduras. Así pues, no dio mayor importancia al asunto.
Continuó sin descanso sus vacaciones, con el mismo ritmo frenético
que las había comenzado. El día quince, minutos antes de que despegase el avión
que la devolvería a España, hacía balance: doce ciudades importantes, un sinfín
de pueblos pintorescos, dos cordilleras, varias cumbres, una decena de valles,
bosques, cuevas, lagos, catedrales, iglesias, ruinas de interés, museos...
Además de todo eso, había leído once de los quince libros que había llevado,
con la particularidad de que el número doce lo leería durante el viaje de
vuelta.
Cristina era así. Desmesurada en todo. Apasionada en todo.
Inquieta y compulsiva.
Dos semanas después, ya reintegrada en su trabajo y en la rutina,
convocó a todos sus amigos el fin de semana. Organizaría una cena informal para
contarles los pormenores de su viaje a Transilvania. Dudaba si hablarles del
hombre de los ojos increíbles, porque aún seguía sin estar segura de si había
existido o no.
Se juntaron diez personas en su casa, incluyéndola a ella. Además
de otras virtudes, Cristina era una gran cocinera, y preparó unos platos
exquisitos. Mientras daban buena cuenta de ellos, les fue contando su viaje a
Transilvania. Les habló de las montañas, de los valles, de los pueblos
pintorescos, de las catedrales, de los museos... A los postres, sacó una
botella de un licor que había comprado allí. Era suave, dulce y afrutado, y
tenía un color entre amarillento y vérdoso. A todos les encantó y brindaron
varias veces con él, hasta acabarlo.
Aunque aquel licor le desató aún más la lengua y le hizo crecer su
euforia, Cristina no se atrevió a contar su aventura con aquella especie de
Apolo transilvano, y no lo hizo por la sencilla razón de que pensaba que no
había existido en realidad, sino que se trataba de una creación de su mente,
acostumbrada a fantasear más de la cuenta.
Todos los amigos y amigas de Cristina coincidieron en que la
velada había resultado magnífica, y así se lo hicieron saber cuando se fueron
despidiendo.
El último en marcharse fue julio, que se hizo el remolón a
propósito. Acababa de separarse de su mujer y últimamente no hacía más que
insinuarse a Cristina. Ella le había rechazado varias veces por la sencilla
razón de que no le gustaba nada.
-¿Te ayudo a recoger las cosas? -se ofreció Julio gentilmente.
-Gracias.
Cristina pensó que no debía desaprovechar aquel ofrecimiento.
Entre los dos retiraron los platos y los vasos, los manteles, las botellas
vacías... Y mientras ella clasificaba la basura y colocaba los cacharros en el
lavavajillas, él pasó la aspiradora por toda la casa. En muy poco tiempo no
quedó ninguna huella de la fi esta.
Sin darle tiempo a reaccionar, Cristina empujó a Juiio hasta la
puerta.
-Estoy agotada, me iré a la cama enseguida.
Julio captó la intención de aquellas palabras y se resignó con su
suerte, por eso no quiso insinuarse por enésima vez a Cristina.
-Buenas noches -se despidió-. Que descanses.
Y en ese preciso instante, Cristina sintió algo muy extraño en su
interior. Era una sensación que jamás había experimentado, algo parecido a un
impulso, a un deseo muy fuerte. Retuvo un instante a Julio junto a la puerta y
lo abrazó. Luego, lo besó por todas partes: en las mejillas, en los labios, en
la barbilla y, finalmente, en el cuello. Él, desconcertado, no sabía cómo
reaccionar.
Así, dueña de la situación, permaneció durante varios minutos.
Luego, se separó de él y retrocedió un paso. Se quedó mirándole. No le
interesaron sus ojos, que empezaban a mirarla con lascivia, ni sus labios, que
se relamían de gusto, ni la expresión atontolinada de su rostro. Su vista se
había centrado en dos pequeños rosetones rojos que Julio tenía en su cuello;
eran dos pequeñas heridas sanguinolentas.
Cristina volvió a empujar a Julio sin contemplaciones, hasta que
lo sacó de su casa. A continuación, cerró la puerta de golpe. Luego cerró los
puños e hizo un gesto parecido al que suelen hacer los futbolistas cuando meten
un gol. Incluso, dio un salto antes de gritar:
-¡Era real! ¡No fue un sueño!
Julio comenzó a aporrear la puerta.
-¡Cristina! ¿Te encuentras bien? ¡Cristina! ¿Qué te pasa? ¡Cristina!
¿Me oyes?
Ella echó la cadenilla de seguridad de la puerta y abrió una
rendija.
-¡Me encuentro perfectamente! -dijo, y volvió a cerrar.
Sintió cómo Julio caminaba de un lado a otro por el rellano de la
escalera, desconcertado, luego, percibió la parada del ascensor en su planta,
la apertura y el cierre de puertas. Esperó unos segundos antes de pegar el ojo
a la mirilla de la puerta. El amigo se había marchado.
Le apetecía darse una ducha antes de irse a la cama. Desnuda,
frente al espejo del cuarto de baño, se inspeccionó el cuello. No le quedaba ni
rastro de las cicatrices que se había descubierto en Transilvania. Mientras el
agua tibia recorría todo su cuerpo, recordaba los besos y las caricias de aquel
hombre tan atractivo, con esos ojazos; un hombre del que solo sabia que años
atrás había jugado en un equipo español de fútbol de la Segunda División. Ni
siquiera sabía cómo se llamaba.
Se enrolló una toalla a la cabeza y se puso un albornoz. Luego, se
sentó en el sofá y cogió un libro con intención de leer un rato, pero se dio
cuenta de que en su estado de euforia no seria capaz de concentrarse lo
necesario. Por eso, puso la tele.
Estaban dando las noticias. Telediario de medianoche. Guerras.
Catástrofes. Lo de costumbre. Pero, de pronto, una noticia llamó poderosamente
su atención. Cristina se quedó boquiabierta. No podía dar crédito a lo que
estaba escuchando.
Lo mejor será transcribir literalmente aquella noticia y no añadir
más comentarios.
Un extraño fenómeno se
está produciendo en la conocida región de Transilvania. Desde hace días se ha
detectado un aumento imparable de lectores. Miles de ciudadanos, de todas
edades, pro fesiones y condición social, acuden en masa a las librerías en
busca de libros. La mayoría de estos establecimientos ya han tenido que cerrar
al quedarse literalmente sin existencias. También el aluvión humano ha llegado
a las bibliotecas, donde se han formado colas kilométricas. Las autoridades no
se explican lo sucedido y el gobierno permanece reunido buscando una salida a
la crisis. Hay convocadas varias manifestaciones para reclamar más libros. Ante
posibles revueltas sociales se ha decretado el estado de alerta en toda la
zona, se ha reforzado el número de policíasy, en previsión de males mayores, se
ha movilizado a algunas unidades del ejército. Varios analistas internacionales
se han desplazado hasta el lugar, pero hasta el momento nadie ha sido capaz de
encontrar una explicación a este fenómeno.
Alfredo Gómez
Cerdá