Aprovechando que hoy es el Día de la Música, os subo este cuento de Angela López Rojo, alumna de nuestro instituto; es el relato ganador de la XXI edición de Cuentos del Aula.
Porque la nada puede ser el todo y un todo puede
no ser nada, porque atroces reminiscencias del pasado percutían con fuerza en
su mente, porque una pesadumbre invadía irremediablemente su cuerpo y, lo que
es peor, su alma.
Era un atardecer plácido y solemne cuando Margot
se recreaba en el banal hecho de trasplantar unas delicadas dalias en un
inhóspito rincón de su jardín, poniendo todo su esmero y empeño para que esas
flores pudiesen desarrollarse sin ningún límite, posponiendo el irrefutable
instante en el que se marchitasen. A ella le gustaba el crepúsculo, pues sentía
en su interior una extraña sensación de tranquilidad: todo volvía a su lugar al
final del día. No obstante, en aquella vespertina situación, Margot sentía en
su interior un cierto malestar. Al contrario que las dalias a las cuales les
había proporcionado tierra nueva para expandirse y crecer, ella notaba que se
ahogaba en una cruenta pelea, que podría desvanecerse y desaparecer en
cualquier momento. Tan solo la fuerza y sensibilidad del sonido del violonchelo
en el concierto de Elgar que estaba escuchando mientras llevaba a cabo las
labores de jardinería, le permitió dilucidar lo que era real y lo que no.
Terminada la tarea, se dirigió a la puerta trasera
de su casa, pues comunicaba directamente con su acogedora y amplia cocina.
Abrió la nevera y revisó si disponía de todos los ingredientes necesarios para
la cena. Ella jamás hubiese imaginado que algún día acabaría limitándose a
mantener su hogar, es más, lo hubiera repudiado. Ahora se odiaba a sí misma por
haber sido tan estúpida y haber estado tan sumamente ciega. Margot siempre
había sido muy ambiciosa en sus perspectivas de futuro; tener una brillante
carrera como concertista, viajar y aprender idiomas, emprender alguna disparatada
aventura y luego reírse años más tarde contando alguna anécdota junto a sus
amigos… En definitiva, vivir plenamente, sin límite alguno. No obstante, pudo
comprobar que, a veces, planes que se erigen magnánimos ante nuestros ojos,
pueden quedar como un humillante fracaso plasmado en papel mojado. Su hermana y
su madre le sermoneaban sobre aspectos como la suerte, el destino, la búsqueda
de sentido a la propia existencia. Margot, aburrida, asentía para no disgustar
a dos de las pocas personas que aún se preocupaban por ella. Intentaba sonreír
para aparentar ser feliz. Eso sí que no podría lograrlo jamás. Entre corte y
corte de verduras, meditaba acerca de todos estos asuntos que siempre rondaban
por su complicada cabeza. Cuando parecía que el guiso ya estaba preparado,
avisó a su marido para que acudiese a cenar.
Sentada a la mesa con Jack, sentía punzadas de
odio en su estómago. En otras ocasiones había sido admiración, felicidad,
simple indiferencia e incluso, en un tiempo remoto, del cual ya no podía ni
siquiera atisbar a recordar, amor. Al fin y al cabo, puede que esos dos
sentimientos extremos, amor y odio, fueran dos caras distintas de una misma
moneda que se lanza a traición. En cierto modo, culpaba a Jack de su fracaso.
Con sus prósperas promesas de una vida juntos, en armonía, la había obligado a
elegir entre renunciar a sus aspiraciones o a él. Era definitivamente un ser
inseguro y desconfiado, pues había aborrecido secretamente a una joven Margot
por continuar con sus programas de estudio, sus giras de conciertos. Puede que
se sintiese insatisfecho con él mismo y no quisiera ser eclipsado por su
deslumbrante compañera. En su ignorancia, había intentado convencerse de que su
adorado Jack siempre trataría de pensar en el bienestar de ambos, claro. Creyó
que era ella la que estaba errada al centrarse tanto en su carrera, su
violonchelo, por lo que decidió tomarse una temporada de descanso. Además, le
ayudaría a comenzar otra etapa con fuerzas renovadas. Pero ese ansiado momento
nunca regresó. Por un motivo u otro, siempre se iba postergando, y ella, se
engañaba con argumentos que de ningún modo podrían haber tenido un ápice de
verosimilitud. Con los años, se empezaba a dar cuenta de que era Jack el que
estaba formado por una maraña enredada de hilos y fibras que solo conocían el
egoísmo como único componente: le había arrebatado tantos pedazos de su alma y
ahora le parecía tan difícil recuperarlos
…
Se limitaban a esquivarse la mirada y a saborear
la comida con parsimonia, intentando ignorar la presencia del otro.
Definitivamente, si alguna vez existió un hilo que los hubiese mantenido
unidos, se había esfumado. Los últimos años habían transcurrido sin que Margot
se percatase del vacío que paradójicamente inundaba todo debido a la presencia
de Inés, su hija muerta, su otra también parte de espíritu perdida. Había sido
definitivamente el motivo por el cual había podido soportar lo absurdo de su
matrimonio. La niña fue un ser humano puro y libre. Nació con otro talento
distinto al de su madre, pero seguro que ambos procedían de una fuente común,
de un mundo inimaginable donde reinase el arte en todas sus manifestaciones
posibles, donde cada espíritu estuviese libre de ataduras mundanas y banales,
donde fuesen almas danzando en un paraíso habitado por las más hermosas e
inocentes criaturas. Jamás podría nada borrar en su memoria los días de verano
en los que tocaba su carismático chelo, mientras que la pequeña Inés daba
rienda suelta a su imaginación, dibujando fantasiosas mariposas volando en un
cielo azul, abarrotado con agitadas golondrinas en los albores de la primavera.
¡Qué horas más adorables y preciadas, cuando la esencia de la vida era palpable
en el aire que ambas respiraban!
Cuando ambos habían saciado su apetito, Jack se
levantó de su silla y, sin mostrar siquiera un humilde gesto de agradecimiento
hacia su esposa, cogió un paquete de cigarrillos y salió al porche un rato.
Siempre le había gustado disfrutar de un momento de relajación contemplando el
cielo nocturno, sobre todo en verano, mientras que fumaba empedernido. Quizás
fuese para hallar la inspiración literaria que nunca fue capaz de encontrar.
Margot sospechaba que el motivo por el cual le prohibía tocar el violonchelo en
su presencia y se había irritado en más de una ocasión al ver a la pequeña
dibujar, fuese llanamente la envidia. Intrincada en la condición humana desde
tiempos inmemorables, la envidia se esconde como un ser macabro que se regocija
al encontrar un escondrijo en algún alma insegura, haciendo que aflore a la
superficie lo peor que cada persona lleva en sus entrañas. Los tiempos en los
que los gritos y la furia eran justificados por el estrés o la tensión a la que
estaba sometido su marido en el mediocre periódico local en el que ocupaba el
puesto de redactor jefe, tenían un inminente final.
Aquella noche Margot no pudo apenas conciliar el
sueño. Todo eran recuerdos nefastos en su abrumada memoria: gritos, lágrimas,
culpabilidad, remordimientos, pesadillas, somníferos, desesperación, angustia…
Vivió de nuevo, nítidamente, el episodio de la muerte de Inés. Ocurrió durante
un radiante día primaveral, por lo que esta estación del año le parecería, los
días que le quedasen de vida, tediosa. Por aquel entonces sentía algo similar a
la felicidad, aunque nunca había estado del todo segura de que este sentimiento
realmente existiera. Había sido la mejor época en la vida laboral de Jack.
Además, había sido invitado a la fiesta en la que se celebraría el auge del
periódico. Naturalmente, decidió pedirle a Margot que le acompañase. El resto
de sus compañeros debían conocer que él, Jack Murray, había sido capaz de
conquistar y, en su fuero interno, dominar, a aquella mujer de exótica belleza.
Ella siempre tuvo el temor de que sus expresivos ojos pardos, su rojiza melena
ondulante, su esbelto cuerpo, hubiesen sido el único motivo por el que algún
día Jack se enamorase de ella. Le asaltaban tantas dudas y tantos pensamientos
atroces. Margot decidió (o fue obligada) a asistir a aquella gala. Se vistió
con un elegante y sencillo vestido de gasa de un rosa pálido, con su cabellera
suelta reposando sobre sus hombros. Dejaron durmiendo a Inés en su cuarto,
plácidamente, sumida en un sueño envidiable.
Las fiestas habían supuesto un aspecto
desconcertante para Margot. Un sinsentido en el cual gente que apenas se
conoce, hace alarde de los aspectos más superfluos de sus vidas. Por otro lado,
qué sentido tiene compartir inquietudes, sueños, proyectos, lo más íntimo y
personal, con completos desconocidos. En fin, todo una maldita paradoja sin
ninguna posibilidad de ser desentrañada. Aunque esbozara una encantadora
sonrisa con sus delicados labios y asintiese asiduamente, a Margot le importaba
lo más mínimo el parloteo de aquellos desconocidos acerca de las noticias que
llegaban de Wall Street y las subidas y bajadas en la bolsa, de sus
insignificantes inversiones en algún fondo alentador, de los más sonados
escándalos entre los iconos de entonces, de las últimas novedades en el mercado
automovilístico… Era insufriblemente aburrido y giraba en torno al detestable
dinero. No entendían que todo aquello les confería una personalidad vacía, al
menos ante los ojos de Margot. De pronto, mientras Jack se emborrachaba y se
dejaba llevar por todos esos cretinos, Margot intuyó que algún fatídico suceso
se cernía sobre ella. Pasada ya la medianoche, el matrimonio llegó a su casa.
Ella agarró la llave e intentó encajarla en la cerradura, pues de ningún modo
podría haber sido él capaz de hacerlo en su estado. Abrió lentamente la puerta
para no hacer demasiado ruido y fue la escena que se presentó ante su campo de
visión la que perturbó el transcurso de los acontecimientos. Dejaron de girar
los cuerpos celestes para ella: su hija yacía bajo las escaleras presentando
una fuerte contusión en su pequeño cráneo. La niña que era el principal motivo
para seguir viviendo cada día, la persona que, a pesar de sus seis años de
edad, era la que mejor la comprendía, la que compartía sus ensoñaciones y sus
fantasías, estaba muerta, inerte, sin ninguna chispa de vida presente en su
angelical rostro. Margot rompió en un colérico ataque de rabia e impotencia
frente a ese trágico y desgraciado giro en el destino. Empezó a romper
jarrones, platos, cerámicas, cuadros, intentando encajar en sus esquemas
mentales la muerte de Inés. Jack la abofeteó incesantemente hasta que él mismo
cayó abatido en el portal, incapaz de poder derramar ni una sola lágrima.
En la mente de Margot también se arremolinaban
difusos recuerdos del funeral de su hija. Un ataúd, un cuerpo inerte. No podía
ser, no era posible que su enérgica niña fuese a descomponerse como una simple
manzana. No era justo, era inconcebible. No, se negaba a creerlo, debía estar
delirando, no. Inés debería estar jugando con las coloridas mariposas en el
jardín, no enterrada en un mísero terreno. ¿Por qué ella? ¿No había pasado toda
su vida intentando complacer a los demás, siendo amable, cordial, generosa? ¿No
era lo que se supone que debía hacer, renunciar a su talentosa carrera musical
y trasladarse desde su querida California al corazón de Texas, lugar que
siempre le había disgustado, para vivir en la casa que Jack había comprado?
Robarle a su pequeña, herirle en lo más profundo de su alma… Que su hija Inés,
en un intento de bajar a la cocina a por un vaso de agua, se hubiese tropezado
y caído por las escaleras, era algo tremendamente ruin por parte de quien lo
hubiese dispuesto de ese modo. Lo peor era que por mucho que implorase o se
lamentase, jamás nadie se la devolvería de nuevo. Ni pasado un año Margot era
capaz de dormir profundamente. La culpa la devoraba por dentro; si no hubiese
acompañado a Jack a la fiesta de esos estúpidos periodistas, ¿seguiría Inés
viva? Nunca lo sabría certeramente.
Algunas horas más tarde,
Margot se despertó, si así podía considerarse, pues apenas había conseguido
dormir. Giró la cabeza y comprobó que Jack se había ido ya al trabajo. En las
últimas semanas, debido al desdén que sentía hacia ella, habían dejado de
compartir el típico café matutino. Tal era el deseo de esquivarse el uno al
otro. Inmediatamente, Margot Sullivan tomó una decisión inamovible: huiría.
Partiría hacia Europa, más concretamente a Londres. Allí le sería posible
encontrar algún empleo y podría retomar sus estudios de violonchelo. No tendría
siquiera que vivir en un entorno donde el idioma fuese desconocido para ella.
Además, podría intentar localizar a algunos antiguos amigos que se habían
trasladado a la capital británica hacía unos años. De pronto, vio todo con una
clarividencia que le impulsó a sacar fuerzas para poder afrontar esta nueva etapa
en su vida. Al fin y al cabo, se lo merecía.
Minutos más tarde, Margot preparaba frenéticamente
lo indispensable para el viaje. Cogió lo estrictamente necesario, pues tampoco
le convenía llamar la atención en el vecindario. Mientras elegía las prendas de
ropa que llevaría consigo, le invadió una extraña sensación. No podía parar de
conjeturar acerca de la reacción de Jack cuando advirtiera que ella había
decidido abandonar la vida que teóricamente compartían. Tal vez sentiría rabia
por dejar de poseer la pieza más valiosa de toda su colección. Quizá
humillación por verse rechazado. A lo mejor incluso sentía alivio por no tener
que pensar lo más mínimo en otra persona que no fuera él mismo. En cualquiera
de los casos, Margot se percató de que en su alma no había espacio para más
perdón. A lo largo de los años, había sido misericordiosa en reiteradas
ocasiones. Como consecuencia, sentía en su interior profundas hendiduras que
iban perforándola lenta y dolorosamente. Todo tiene un límite y ella estaba segura
de que el suyo hacía tiempo que rebosaba. No obstante, tenía una gran duda que
giraba en torno a escribir o no una nota de despedida a Jack. Siempre había
sido muy devota a comunicar explícitamente cualquier imprevisto que le pudiese
haber surgido. Sin embargo, esto era mucho más que una reunión inesperada en el
colegio de la niña o una urgente visita al dentista. ¿Cómo podría expresar en
una hoja de papel todo lo catastrófico de su matrimonio, la soledad que le
afligía, el fracaso que sentía, las esporádicas, pero cada vez más frecuentes,
punzadas de odio hacia Jack que afloraban en su piel? Definitivamente no tenía
ánimo para escribir, no podía. No deseaba tampoco que él se diese cuenta del
abundante rencor que tenía almacenado en su pecho.
Con su funda del chelo colgada en la espalda, una
maleta pendida de una de sus manos y un mapa en la otra, Margot estaba
totalmente preparada para emprender una nueva vida. Debido a que siempre
encontró un cierto encanto en viajar en tren, escogió este medio de transporte
para dirigirse a Tennessee y, posteriormente, a Virginia. Entonces sería el
momento de embarcar en un avión rumbo a Londres. Durante el trayecto, tomó un
té negro con canela, pues siempre le había resultado esta especia un tanto
mágica y, lo más importante, le recordaba a los momentos más felices de su
infancia. Su abuela , que junto a Inés conformaban la pareja de personas más
excepcionales que jamás había conocido Margot, acostumbraba a cocinar postres
que rociaba con canela a la vez que inventaba historias, no sin un notable
cariz mitológico, para disfrute de su nieta. Esa calidez embriagadora de los
fogones mezclada con el olor a canela y la placidez que se nos otorga en los
más tempranos años de nuestras vidas, era algo que Margot añoraba. De pronto se
dio cuenta de que la chica del asiento que se situaba justamente enfrente del
suyo, leía La señora Dalloway. De nuevo estalló en su memoria con intensidad
una nube de recuerdos, pues había leído ese enigmático libro a los catorce
años, durante las calurosas tardes de verano que pasaba junto a su hermana en
el lago cercano a su casa.
A Margot le parecía francamente increíble lo
poderosa e intrigante que puede ser la mente humana en comparación con la
fragilidad de nuestros cuerpos. Definitivamente, asombroso. Mientras cavilaba
sobre esta certeza, el tren llegó a Tennessee. Optó por quedarse en su asiento
intentando conciliar el sueño en lugar de bajar a una cafetería cercana a la
estación. Cuando todos los pasajeros hubieron subido al vagón, el tren emprendió
de nuevo la marcha hacia Virginia. El final del trayecto se aproximaba.
Llegó el momento de apearse y a Margot se le
ocurrió la idea de pasar el resto del día en la playa hasta que fuese la hora
de dirigirse al aeropuerto. A su parecer, la perspectiva de pasar unas horas
sola junto al mar era bastante atractiva. Culminarían allí todos sus
pensamientos más oscuros, sus temores, sus angustiosas reflexiones. Además, el
mar, extendiéndose en el intento de alcanzar el horizonte, lleno de vida y, al
mismo tiempo, rezumando ese sosiego tan apaciguador, conformaban un entorno
idílico para organizar todas sus ideas.
Una vez tumbada cerca de la orilla, sintiendo que
sus pies se hundían en la húmeda arena y su piel rozaba algún áspero guijarro,
Margot sintió que se derrumbaba, que era engullida por un tornado de emociones,
que se ahogaba durante una tempestad en un océano enfurecido. No entendía ni
ella misma si la fuerza de ánimo con la que contaba hacía un par de horas se
había evaporado o si había sido una simple ilusión, un arma de defensa contra
el abatimiento. Vislumbró unos escarpados acantilados y no dudó un solo
instante. Escaló sintiendo que se quedaba sin aliento, con el corazón bombeando
trabajosamente su sangre. Cuando se situó en el borde de éstos, habiendo
ascendido la máxima altura de aquellos fatídicos acantilados, Margot Sullivan
se precipitó ofuscada. Ya nada tenía sentido, ni Londres, ni su música, ni la
posibilidad de comenzar otra vida distinta junto a un nuevo hombre… La razón
era muy sencilla de comprender: ella no quería. Ni tampoco deseaba ser presa de
sus tretas para aparentar ser una persona que no era. Margot se golpeó su
perturbada cabeza con una afilada roca y, esta vez sí, se ahogó entre las
oscuras aguas del mar y las olas que llevaban su cuerpo muerto hacia las
intrincadas profundidades del océano.
Todo quedó en calma, un silencio impenetrable
envolvía aquella playa.
Su violonchelo quedó presenciando aquel misterioso
y, a su vez, bello atardecer.
Angela López Rojo