Los libros no
nos esperan. Su furia incontenible siempre rebasa las ganas de su lector. No
son inocentes. Ni podrás domarlos aunque creas que lo haces. No los llevarás en
la maleta. Ellos te llevarán a ti. Los libros viven solos, sin necesidad de que
los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Y cuando ya no estés, cuando
no te asistan las palabras, tus libros quedarán, mirándote callados, desde el
verdadero lado de la inmortalidad.
Algunos de los
ejemplares de esta librería llevan más tiempo en el planeta que tú, que yo. Y
aquí seguirán. Poderosos y necesarios. Quieres que aguarden latentes. Pero no.
Nunca son dóciles. Hasta el más ingenuo de los títulos puede alumbrarte con una
nueva idea. ¿Y de verdad consideras que ese fragmento del mundo convertido en
páginas es un objeto más? No, no lo es.
Por eso cuando
los cierras, cuando te das la vuelta y los dejas en la mesilla, los libros
siguen con el sortilegio de sus palabras. Las historias no se quedan quietas
jamás. Te irás a dormir o al trabajo o la escuela o a buscar el amor. Con la
inocencia egocéntrica de que los capítulos no pueden avanzar sin ti. Con el
error, tantas veces perpetuado, de que la Literatura necesita un lector. Pero
no es así. Porque allá, dentro de sus tapas, en su universo cuadrangular, la
vida sigue. Y se enamora mil veces Bovary. Y va sumando indicios el Padre
Brown. Y Drácula chupa la sangre de doncellas de las que no has oído
hablar. Y se disparan los cañones de la fragata Surprise.
Hay quien
sospecha que la única manera de hacer que no avancen es dejar entre sus páginas
un marcador. Como una frontera de papel que impide a las tramas seguir cuando
no estamos nosotros. Me lo contó un librero que de tan anciano parecía
inmortal. Uno que tenía a la vuelta de Corrientes una librería que sonaba como
un galeón con todos los mares en sus cuadernas. Decía que por eso nos costaba
tanto recuperar el curso cuando no poníamos una señal: no porque perdiéramos la
memoria del último párrafo, sino porque de una noche para otra, las palabras
habían pasado horas jugando y nunca se volvían a colocar igual. No es nuestra
mala cabeza la que borra la última frase; es que la última frase ya no vuelve a
estar.
Por supuesto,
no creí nada. Mi joven personalidad estaba construida sobre un escepticismo
todavía intacto. Era un chaval cuando mi tío me contó aquella historia que
parecía una más de sus ensoñaciones. Un delirio de su fe por la literatura. Es
la vida, Rodrigo, es la vida, decía. Ya lo comprenderás.
Por alguna
razón, nunca hice la prueba. Hasta ahora. Dejé en la mesilla de noche La
Odisea sin ningún dique entre sus páginas. Sin marcar. Al despertarme,
eufórico, un tanto inquieto, busqué. Y dormía Ulises con una sirena
sobre su pecho. Exhausto y feliz. Los mechones de la muchacha enredados en sus
dedos de navegante, como solo lo había estado durante mucho tiempo el agua del
mar. Cerré el libro asustado. Y dudé si dejar al héroe disfrutar de aquella
carne que no tenía que haberle pertenecido o devolverle a su mástil, a su viaje
y a su realidad. Y, al final, puse la marca. Unas páginas antes. Como si me
hubiera inventado una máquina del tiempo textual.
Durante toda
la semana me he dedicado a juguetear. Dejo libros a medio leer y los sepulto en
las estanterías, para que vivan sus aventuras en la intimidad. Más allá de la
indiscreta mirada del lector. He vuelto a abrir alguno y he encontrado a los
personajes despeinados, algunos a medio vestir, con sonrisas que no procedían y
complicidades recién estrenadas. Me produce un secreto placer saber que los
libros existen más allá de mí. Que no me necesitan. Es un homenaje a mi tío,
lector y voyeur.
Tú eres apenas
un crío, y como todos los niños crees que el mundo gira para ti. Y que los
libros son porque tú los lees. Pero un día comprenderás y recordarás lo que te
cuento. Y ahora vete a por Ana Karenina. Vamos a darle a esa
pobre infeliz una segunda oportunidad. Le traje la novela y la leyó. Y la dejó
sin marcar. Solo años más tarde comprendí aquello que mi tío me contó. Lo que
los libros hacen cuando no miramos. Lo que haría cualquiera. Vivir.
Marta Fernández
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