Más aún:
Virgilio odiaba leer. Cierto que la palabra «odiar» es fuerte, espantosa, pero...
era la realidad. Lo decía y reconocía él mismo, sin tapujos:
–Odio leer.
Y se quedaba
tan campante.
De hecho todo
había comenzado un día, mucho antes, cuando apenas salía de párvulo, y su
profesora le había dicho:
–Virgilio, vas
a leerte este libro.
Él preguntó:
–¿Por qué?
Y la profesora
le soltó un grito:
–¡Porque te lo
digo yo y se acabó!
Por lo que
podía recordar, ese fue el origen, pero desde luego no todo residía en su
rebeldía natural. No le gustaba que le dijeran que hiciera las cosas porque sí.
Quería que le dieran un motivo lógico. Es cierto que la idea de leer nunca le
había cautivado, pero solo le faltó que la maestra le diera aquella orden:
cogió manía a los libros. Eran gordos –hasta los más finos le parecían gordos,
como si tuviera anorexia en la vista–, estaban llenos de letras, de palabras
que no entendía –y como no leía, aún las entendía menos, por supuesto–, y
contaban historias que no le interesaban lo más mínimo. Tampoco le interesaban
las historias de las películas que veía por la tele, pero al menos en las
películas no tenía que imaginarse nada; allí se lo daban todo hecho, y encima
se oían tiros y había persecuciones y...
Leer era como
estudiar.
Y estudiar
había que hacerlo, aunque fuese por necesidad, para aprender, no ser un
ignorante, sacarse un diploma para encontrar un trabajo y todas esas cosas. Vale.
Pero leer no era ninguna necesidad. Su padre no leía libros. Su madre no leía
libros. Y estaban tal cual, ¿no? Trabajaban como locos para sacar la casa
adelante como cualquier familia, y ya está.
Cierto que su
padre le decía aquello de:
–Estudia,
Virgilio, estudia, o serás un burro como yo, que no tuve tus oportunidades.
¡Ah, si pudiera volver atrás y empezar de nuevo!
Virgilio
estaba seguro de que eso lo decían todos los mayores. ¿Volver atrás? ¿Empezar
de nuevo? ¿Tener que ir a la escuela? ¡Ni locos, seguro!
Ser pequeño
era un latazo.
Todo el mundo
gritaba, ordenaba, mandaba, y tú ¡a callar y a obedecer!
Si no fuera
porque era muy larga y estaba seguro de que no la comprendería, se habría leído
la Declaración de Derechos Humanos para enterarse de si lo que le obligaban a
hacer era legal o no. Como por ejemplo lo de leer. Semejante tortura mental no
podía ser buena.
Y no era el
único que pensaba así, por lo cual deducía que tampoco iba desencaminado del
todo. Salvo algunos listillos, en su clase al menos un tercio opinaba lo mismo
de forma más o menos velada.
Así que cuando
la profesora, la señorita Esperanza, les dijo aquello, se armó la revolución.
–Este
trimestre vamos a leer este libro, y después vendrá el autor a hablar con
nosotros.
Media docena
de chicos y chicas de la clase se emocionaron mucho. Iban a ver a un escritor
de carne y hueso.
Virgilio creía
que todos los escritores estaban muertos, o si no, que eran muy viejos,
viejísimos, y tenían ya un pie en el otro barrio. O sea, que se sorprendió por la
noticia. Le provocó cierta curiosidad que disimuló. En su mismo caso estaban
otra docena de chicos y chicas. Se miraron entre sí sin decir nada. El resto
protestó. Habrían protestado igual aunque la maestra les acabase de anunciar
cualquier otra cosa, por llevar la contraria e incordiar.
Luego, al
salir de clase, hubo comentarios para todos los gustos.
–Será un
muermo, seguro.
–Sí, un señor
mayor, calvo, barrigón, con un bastón, cara de pocos amigos, y nos soltará el
rollo de siempre.
–¡Qué
aburrimiento!
María, como
era habitual, fue positiva.
–Pero nos
saltaremos una clase, ¿no?
Tuvieron que
reconocer que eso era cierto.
El libro que
tenían que leer era de los «gordos». Y sin dibujos. Un peñazo. A Virgilio le
molestó incluso tener que ir a la librería y comprarlo. Estuvo a punto de
proponerle a su compañero del alma, Tomás, que se compraran uno y lo
compartieran. Pero la señorita Esperanza, que se las sabía todas, les dijo que
quería verlos con sus respectivos libros en la mano. No había escape.
Tenían tres
meses para leerlo. Todo el tiempo del mundo.
A los pocos días,
la media docena de entusiastas que esperaba la visita del escritor como agua de
mayo, ya comentaban y discutían entre sí aspectos de la novela, lo mucho que
les había gustado, lo bien que escribía el escritor, lo fascinante de la
historia.
Virgilio los
contemplaba como si fueran de otro mundo.
Un mes
después, el libro seguía sobre su mesa de trabajo, en casa. La profesora les
preguntaba a los reticentes y ellos decían que «lo estaban leyendo».
–Pero ¿cómo
puede tardarse un mes en leer un libro?
–A una página
por día...
La señorita
Esperanza se ponía pálida.
–¿Una pa...
pa... página por día?
Dos meses
después, Virgilio seguía sin tocar el libro. Era de los pocos que aún no lo
habían terminado.
Y cada vez más
compañeros y compañeras, cuando concluían su lectura, se manifestaban
entusiasmados y emocionados con ella.
Le picaba la
curiosidad, pero nada más.
Así, sin darse
cuenta, comenzó a transcurrir el tercer mes.
El escritor
daría su charla una semana después.
Aquella misma
noche, acorralado, furioso, lleno de amargura porque tenía cosas más
importantes e interesantes que hacer, Virgilio cogió la dichosa novela y empezó
a leerla.
Una página.
Dos.
Ni siquiera se
dio cuenta. A la tercera, ya estaba enganchado.
Algunas
palabras no las entendía, pero no perdió el tiempo en buscarlas en el
diccionario. Prefería subrayarlas y ya las buscaría después. No podía dejarlo.
Era trepidante, divertido, frenético, excitante, y además la historia le
pareció fascinante. Muy bien pensada, y aún mejor contada.
Aquel escritor
era un genio.
Solitario,
seguro. Pero un genio al fin y al cabo.
La excepción
que confirmaba la regla, porque el resto, el resto de autores, Virgilio
continuaba pensando que eran espantosamente aburridos, como los libros que
escribían.
Cuando su
madre le vino a buscar para cenar, le dijo que no tenía hambre.
Su madre le
puso la mano en la frente al momento, dispuesta a comprobar si tenía fiebre.
Cenó a
regañadientes, pero después pasó de ver la tele. Volvió a su habitación para
seguir leyendo la novela. En esta oportunidad fue su padre el que le preguntó
si pasaba algo, si tan mal iba en los estudios que se portaba bien de pronto
para que no le castigaran en junio. Cuando le dijo que estaba leyendo un libro
genial, su padre se quedó boquiabierto.
–Este chico...
–comentó exhibiendo una sonrisa en dirección a su mujer–. Aún haremos algo con
él.
Aquella noche
tuvieron que apagarle la luz y quitarle el libro de las manos, porque no dejaba
de leer ni un solo segundo. Acababa una página y empezaba la siguiente con
avidez. Concluía un capítulo y se zambullía en el inmediato dispuesto a saber
cómo proseguía la historia. Se daba cuenta de la agilidad del relato, de lo
bien descritos que estaban los personajes, de lo excitante que era la progresión
de la trama, y de que los capítulos, al ser muy cortos, incitaban a no parar.
¡Ah, sí, el escritor se las sabía todas, pero era un tipo genial! ¡Genial!
Seguro que
tenía todos los premios habidos y por haber, incluido el Nobel.
¿Por qué no
hacían películas de novelas como aquella, en lugar de las tonterías que se
tragaba a diario por la tele?
Al día
siguiente se llevó el libro al cole.
Continuó
leyéndolo a la hora del patio.
Y por la
noche, en casa, se repitió el numerito del día anterior. Su padre incluso cogió
el libro para mirar el título, no fuera a tratarse de algo malo. Se quedó
bastante impresionado.
–Pues vaya
–suspiró–. Y pensar que solo vale un poco más que dos paquetes de tabaco, que
es lo que me fumo al día.
Lo
catastrófico fue que, justo antes del último capítulo, le obligaron a apagar la
luz. No sirvieron de nada sus protestas. De nada.
Por eso esperó
un ratito y, cuando sus padres se hubieron acostado, encendió de nuevo la luz y
devoró las últimas cinco páginas de la novela, aquellas en las que todo se
resolvía, todo cuadraba, todo encajaba.
Al cerrar el
libro, tuvo un extraño sentimiento de pena.
Por haberlo
terminado.
Claro que
siempre podía volver a leerlo.
Virgilio se
tendió en la cama, de nuevo a oscuras, y su mente se llenó de imágenes,
recapitulando cada acción, los diálogos, la intensidad de aquella estupenda novela.
Estaba muy
excitado.
Pese a lo
cual, se durmió inmediatamente.
Soñó que él
era el protagonista de la historia.
Los días que
transcurrieron entre eso y la llegada del escritor, los vivió con mayor
expectación. Quería conocer a la persona que había sido capaz de escribir algo como
aquello. Eso sí, para salvaguardar su imagen, no le dijo ni a Tomás que ya
había leído la novela. No fuera a pensarse nada raro.
En parte... le
molestaba tener que reconocer que el libro era muy bueno.
Aunque por un
libro...
Jordi Sierra i Fabrá, El Fabuloso
Mundo de las Letras
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