domingo, 8 de abril de 2018

COMPARTIENDO LA LECTURA


Como formaba parte del primer turno, el viejo se apropió de la lámpara de carburo. Su compañero de vigilia lo miraba, perplejo, recorrer con la lupa los signos ordenados en el libro.
—¿Verdad que sabes leer, compadre?
-Algo.
—¿Y qué estás leyendo?
—Una novela. Pero quédate callado. Si hablas se mueve la llama, y a mí se me mueven las letras.
El otro se alejó para no estorbar, mas era tal la atención que el viejo dispensaba al libro, que no soportó quedar al margen.
—¿De qué trata?
—Del amor.
Ante la respuesta del viejo, el otro se acercó con renovado interés.
—No jodas. ¿Con hembras ricas, calentonas?
El viejo cerró de sopetón el libro haciendo vacilar la llama de la lámpara.
—No. Se trata del otro amor. Del que duele.
El hombre se sintió decepcionado. Encogió los hombros y se alejó. Con ostentación se echó un largo trago, encendió un cigarro y comenzó a afilar la hoja del machete.
Pasada la piedra, escupía sobre el metal, repasaba y medía el filo con la yema de un dedo.
El viejo seguía en lo suyo, sin dejarse importunar por el ruido áspero de la piedra contra el acero, musitando palabras como si rezara.
—Anda, lee un poquito más alto.
—¿En serio? ¿Te interesa?
—Vaya que sí. Una vez fui al cine, en Loja, y vi una película mexicana, de amor. Para qué le cuento, compadre. La de lágrimas que solté.
—Entonces, tengo que leerte desde el comienzo, para que sepas quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Antonio José Bolívar regresó a la primera página del libro. La había leído varias veces y se la sabía de memoria.
«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos. »
—No tan rápido, compadre —dijo una voz. El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.
—Hay palabras que no conozco —señaló el que había hablado.
—¿Tú las entiendes todas? —preguntó otro. El viejo se entregó entonces a una explicación, a su manera, de los términos desconocidos.
Lo de gondolero, góndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado tras un par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Pero el misterio de una ciudad en la que las gentes precisaban de botes para moverse no lo entendían de ninguna manera.
—Vaya uno a saber si no tendrán mucha lluvia.
—O ríos que se salen de madre.
—Han de vivir más mojados que nosotros.
—Imagínese. Uno se echa sus tragos, se le ocurre salir a desaguar fuera de casa, ¿y qué ve? A los vecinos mirándolo con caras de pescado.
Los hombres reían, fumaban, bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.
—Para que sepan, Venecia es una ciudad construida en una laguna. Y está en Italia —bramó desde su rincón de insomne.
—¡Vaya! O sea que las casas flotan como balsas —acotó uno.
—Si es así, entonces, ¿para qué los botes? Pueden viajar con las casas, como barcos —opinó otro.
—¡Si serán cojudos! Son casas firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes, calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra —declaró el gordo.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Ha estado allá? —preguntó el viejo.
—No. Pero soy instruido. Por algo soy alcalde.
La explicación del gordo complicaba las cosas.
—Si lo he entendido bien, excelencia, esa gente tiene piedras que flotan, como las piedras pómez han de ser, pero, así y todo, si uno construye una casa con piedras pómez no flota, no señor. Seguro que le meten tablones por debajo.
El alcalde se agarró la cabeza con las manos.

Luis Sepúlveda, Un Viejo que Leía Novelas de Amor

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