Como formaba
parte del primer turno, el viejo se apropió de la lámpara de carburo. Su
compañero de vigilia lo miraba, perplejo, recorrer con la lupa los signos ordenados
en el libro.
—¿Verdad que
sabes leer, compadre?
-Algo.
—¿Y qué estás
leyendo?
—Una novela.
Pero quédate callado. Si hablas se mueve la llama, y a mí se me mueven las
letras.
El otro se
alejó para no estorbar, mas era tal la atención que el viejo dispensaba al
libro, que no soportó quedar al margen.
—¿De qué
trata?
—Del amor.
Ante la
respuesta del viejo, el otro se acercó con renovado interés.
—No jodas.
¿Con hembras ricas, calentonas?
El viejo cerró
de sopetón el libro haciendo vacilar la llama de la lámpara.
—No. Se trata
del otro amor. Del que duele.
El hombre se
sintió decepcionado. Encogió los hombros y se alejó. Con ostentación se echó un
largo trago, encendió un cigarro y comenzó a afilar la hoja del machete.
Pasada la
piedra, escupía sobre el metal, repasaba y medía el filo con la yema de un
dedo.
El viejo seguía
en lo suyo, sin dejarse importunar por el ruido áspero de la piedra contra el
acero, musitando palabras como si rezara.
—Anda, lee un
poquito más alto.
—¿En serio?
¿Te interesa?
—Vaya que sí.
Una vez fui al cine, en Loja, y vi una película mexicana, de amor. Para qué le
cuento, compadre. La de lágrimas que solté.
—Entonces,
tengo que leerte desde el comienzo, para que sepas quiénes son los buenos y
quiénes los malos.
Antonio José
Bolívar regresó a la primera página del libro. La había leído varias veces y se
la sabía de memoria.
«Paul la besó ardorosamente en
tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en
otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba
apaciblemente por los canales venecianos. »
—No tan
rápido, compadre —dijo una voz. El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres
hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.
—Hay palabras
que no conozco —señaló el que había hablado.
—¿Tú las
entiendes todas? —preguntó otro. El viejo se entregó entonces a una
explicación, a su manera, de los términos desconocidos.
Lo de
gondolero, góndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado tras un
par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Pero
el misterio de una ciudad en la que las gentes precisaban de botes para moverse
no lo entendían de ninguna manera.
—Vaya uno a
saber si no tendrán mucha lluvia.
—O ríos que se
salen de madre.
—Han de vivir
más mojados que nosotros.
—Imagínese.
Uno se echa sus tragos, se le ocurre salir a desaguar fuera de casa, ¿y qué ve?
A los vecinos mirándolo con caras de pescado.
Los hombres
reían, fumaban, bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.
—Para que
sepan, Venecia es una ciudad construida en una laguna. Y está en Italia —bramó
desde su rincón de insomne.
—¡Vaya! O sea
que las casas flotan como balsas —acotó uno.
—Si es así,
entonces, ¿para qué los botes? Pueden viajar con las casas, como barcos —opinó
otro.
—¡Si serán
cojudos! Son casas firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes,
calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra —declaró
el gordo.
—¿Y cómo lo
sabe? ¿Ha estado allá? —preguntó el viejo.
—No. Pero soy
instruido. Por algo soy alcalde.
La explicación
del gordo complicaba las cosas.
—Si lo he
entendido bien, excelencia, esa gente tiene piedras que flotan, como las
piedras pómez han de ser, pero, así y todo, si uno construye una casa con
piedras pómez no flota, no señor. Seguro que le meten tablones por debajo.
El alcalde se
agarró la cabeza con las manos.
Luis
Sepúlveda, Un Viejo que Leía Novelas de Amor
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