La vida, los
dioses, la guerra, mi amor… Todo empieza en el mar, pero qué ocurre cuando el
mar mismo ha empezado a morir, cuando las olas se van amansando, agolpando unas
sobre otras, como si el viejo Poseidón tuviera asma, sus últimos estertores
confinados en la isla bajo una línea de espuma que baña suavemente la costa
como un anillo de bodas con la tierra.
Hay quien dice
que fue en ese instante, sin olas, sin viento, con el cadáver del mar
pudriéndose bajo la pupila ardiente del sol, cuando Odiseo inventó la
navegación a pie: pisó sobre las aguas untuosas y muertas que pronto empezarían
a apestar el mundo y echó a andar sobre la consistencia líquida del mismo modo
que sobre un desierto azul transformado en espejo. Pero puede también que por
aquel entonces Odiseo admitiera al fin lo que su corazón había sabido desde
siempre: que eran las mujeres quienes habían tejido su destino y regido su
estrella de navegante. Desde su madre, que lo embarcó en su primera expedición,
oscura y húmeda, atado a las amarras del cordón umbilical, hasta mí, que, según
cuentan, lo tiré otra vez al mar para entretenerme en la soledad de mi telar,
tramando las rapsodias de su vida. Que éramos nosotras quienes habíamos jugado
con su corazón como perras con un hueso, arrojándonoslo unas a otras de una
isla a la siguiente.
Que somos
nosotras quienes se ríen ahora de su desdicha: yo, tejiendo, canturreando en mi
taller a la luz de la mañana; Atenea abanicándose en cielos improbables;
Calipso transmutada en espuma y Circe sonriendo desde el Hades. Dos morenas,
una rubia, una pelirroja, el orden da igual: Calipso, Circe, Atenea, otra vez
Penélope. Hijo mío, guardo esto para ti, voy ocultando la verdad en estos
tapices que se amontonan en mi dormitorio para que algún día, cuando nazcas,
intentes comprender. Pero es inútil: los hombres lo fiáis todo a la memoria.
Ningún hombre, incluidos Odiseo, tu padre, y Telémaco, tu hermano, conoce
nuestro secreto, el sencillo recurso de juntar hebras de colores para ir formando
símbolos, el arcaico alfabeto que hace tantos años nuestra nodriza nos enseñó,
a Helena y a mí, en el palacio de Micenas.
El arte de
esconder, entre el dibujo de un combate, un mensaje de amor, o de cifrar,
disimulado en una vieja escena mitológica, el precio de un secreto. Nada más
que un juego de niñas, pero un juego que las mujeres nos hemos ido
transmitiendo de madres a hijas y cuyas reglas han cambiado muy poco con los
años, los gustos y las modas —punto frigio, punto fenicio, punto dórico—,
aunque su origen, dicen, se remonta a Perséfone, que tejía túnicas en la
oscuridad del Hades para matar el tiempo. Matar el tiempo
Así empezó
todo, pregúntale a Zeus si no me crees. Nuestra vieja nodriza no pensaba que el
antiguo juego de los hilos jamás sirviera para nada más complicado que
consignar una receta de cocina en una greca, pero ella no tuvo que vivir en
Troya como Helena, mi prima, raptada por su propio deseo, casada en segundas
nupcias con el guapo de Paris, muerta de aburrimiento.
No, ella no
tuvo que ver cómo una hermosa juventud se le iba por el desagüe de los años,
cómo se apagaban las llamas de su pasión troyana del mismo modo que había
languidecido su amor por Menelao. No tuvo que vivir recluida en un palacio de
mármol, acosada por los remordimientos, asediada por los ojos hambrientos de
griegos y troyanos, perseguida por la leyenda de su belleza, harta de un tonto
al que no amaba y de un destino que no la amaba a ella, durante los nueve años
de asedio que sufrió Troya: otra Perséfone en otro triste infierno.
¿Qué podía
hacer Helena sino aprovechar las enseñanzas de nuestra gorda nodriza y tejer y
tejer, poner por escrito sus desgracias y penas, echar un vistazo por la
ventana de la torre y contar la guerra? Sí, compadécela, lamenta su destino,
pero recuerda siempre que ella misma se lo había buscado, que el destino, al
igual que el mar, no hace más que devolver las olas. Porque Helena, desde niña,
siempre despreció el amor, rechazó a muchos pretendientes que la amaban
desesperadamente para casarse al fin con un gañán que poseía un palacio en
Esparta y era hermano del gran rey Agamenón. Cómo podía Helena imaginar que
Menelao, su futuro esposo, era ante todo un pastor, hijo de pastores, y que el
palacio deseado más bien parecía una cuadra donde las ovejas y los caballos se
paseaban a sus anchas por todas partes, incluido el salón del trono. Unos años
después se presentó Paris, cónsul de una ciudad mítica, guapo y rubio y bobo, y
Helena, siempre en busca de un trono, no se lo pensó dos veces, no se resistió
ni una cuando Paris la rodeó con sus brazos y la sumergió con un beso en la
epopeya.
Sí, hijo mío,
duele decirlo, pero Helena siempre fue una caprichosa, una frívola capaz de
traicionar no sólo a Menelao con Paris, sino al mismo Paris otra vez con Menelao
—y aquí una traición no anula a la otra: sólo la corrobora. Los bardos, los
rapsodas enamoradizos que jamás vieron a Helena (sus enormes ojos azules como
océanos, sus mejillas perpetuamente encendidas, sus labios sonrientes, rojos
como de sangre después de una batalla) cantaban que su rostro era el del amor,
pero ya irás conociendo a los bardos: pobres ciegos que van de puerto en puerto
agitando sus cayados, mendigando una limosna, hablando de lo que no ven y
jurando por lo que nunca vieron (...)
Odiseo sonrió
tristemente y salió de la estancia. Por primera vez desde que entrara tu padre
miré mi labor: un esbozo de una batalla en tonos grises, con hilos
desparramados figurando penachos de humo, tripas de caballo, charcos de sangre
negra. Desde que era niña aprendí a disimular mis verdaderas emociones bajo el
manto del arte, a dejar mi rostro reposado y alegre mientras mis dedos
temblaban, traficando en un oleaje de temores y miedos.
Así pude
despedir serenamente a Odiseo al tiempo que mis manos iban y venían sobre el
tapiz, frenéticas, desesperadas, tejiendo lágrimas; así pude sobrellevar
durante nueve años los inciertos partes de guerra, las noticias sobre los
héroes muertos, el luto que se iba extendiendo por la Hélade como una noche
eterna. Cada vez que una vela griega manchaba el horizonte, me encerraba en mi
cuarto, mis dedos recorrían nerviosos las bobinas, mares y colores sombríos
invadían las telas. Cuando Héctor murió a manos de Aquiles, se me terminó el
color rojo; cuando Aquiles murió, masticado por la gangrena, acabé con el
negro.
No sé con qué
hubiera seguido hilando si la guerra no llega a terminar, pero lo cierto es que
una mañana me sorprendí despierta sobre el telar, sudorosa, agotada. Tenía las
manos doloridas y las uñas sangrando, había tejido durante toda la noche,
insomne, sin saber lo que hacía, y cuando miré mi obra descubrí el boceto de
una ciudad ardiendo, murallas derruidas, niños arrojados al abismo, mujeres y
ancianos asesinados: la vieja, hermosa Troya —que yo no había visto nunca y que
ya no vería— asolada por un inmenso globo de fuego entre cuya humareda podía
adivinarse la sombra gigantesca de un caballo.
Punto troyano,
fíjate bien, hijo mío, con estos nudos está hecha la guerra. En cambio, cuando
llegaron las noticias del final, cuando mis manos por fin se convencieron y el
comercio volvió a restablecerse lentamente, entonces empezaron a llegar, en las
bodegas de las naves repletas de combatientes fatigados y soldados heridos y
esclavos, cargamentos de hilos traídos de Persia. El arcoiris iluminó
nuevamente mis telas y dibujé a tu padre cabalgando sobre el mar, de vuelta a
casa. Pero Odiseo se retrasaba y yo estaba harta de tonos rojos, de manera que
me dediqué a los azules y los verdes, pinté todas las escalas del océano, todas
sus profundidades, tracé cartas de navegación, señalé cabos y mareas, dibujé
las corrientes que lo traerían de vuelta hasta mis brazos.
Pasó un año
entero y cada mañana era una nueva decepción: velas y más velas acribillaban el
horizonte pero nadie sabía nada de él, sólo volvían barcos cargados con más
noticias tristes. Ayax el Pequeño, que violó a una de las sacerdotisas de
Atenea ante su propio altar, había pagado su insolente sacrilegio con un
naufragio: el viejo Poseidón, con la ayuda de unas rocas, partió su nave en dos
y su espinazo en cuatro. También Agamenón fue víctima de la maldición que
perseguía a los héroes de Troya: las malas lenguas aseguraban que había sido
asesinado en su propia bañera, engañado por Clitemnestra, su esposa,
prácticamente el mismo día de su llegada. Volví a encerrarme en mis aposentos,
cansada de mirar el mar y sus torpes vaivenes.
Era como si a
los griegos no les importaran o no les gustaran las buenas noticias, nadie
quería saber nada de Helena y Menelao, quienes se habían reconciliado después
de todo. La gente murmuraba, sugiriendo que el esposo ultrajado no debería
perdonar, que el cornudo de Menelao tendría que haber acuchillado a Helena en
el mismo lecho donde ella lo engañó con Paris durante nueve largos años. La
felicidad siempre parece ridícula a los ojos de los que no la poseen. No sólo
los pretendientes: también los itacenses y los demás griegos eran tan
miserables que no soportaban los finales felices.
No, todo tenía
que terminar en ruinas humeantes, como la misma Troya. Y durante años y años
siguieron murmurando, inventando finales terribles para Odiseo: cómo lo devoró
un Cíclope; cómo se estrelló y se ahogó, subyugado por el canto bellísimo de
las Sirenas; cómo agonizó retorciéndose entre los tentáculos de Escila o cómo
fue absorbido por uno de los remolinos de la vieja Caribdis. Los pretendientes
contaban estas y otras historias parecidas en voz alta, para humillarme y
atormentarme en medio de mi propio salón de banquetes, ufanándose de cada una
de las muertes de mi pobre marido mientras devoraban su pan y me conminaban a
que eligiera a cualquiera de ellos.
Pero yo sabía
que aceptar a uno de los pretendientes era resignarme a la muerte de mi amado,
de modo que luchaba de noche, en el telar, contra cada uno de esos finales
imaginarios: mis manos urdían una disyuntiva en la que Odiseo iba escapando a
todos los peligros; no me importaba que tuviera que acostarse con Circe o con
Calipso; no me importaba que hubiera oído el canto de las Sirenas y que ya no
pudiera olvidarlo: nada importaba si regresaba un día hasta mí, antes de que
fuera demasiado tarde, y me libraba del Hades de esa espera.
El final no
fue tan hermoso como lo cantan los bardos, no hubo final, yo estaba tejiendo
arriba, en mi taller, cuando Odiseo comenzó a trinchar uno tras otro a los
pretendientes. Y, desde luego, lo reconocí de inmediato: ni el disfraz de
porquero ni la pátina de Atenea lograron engañarme. Yo no necesité reconocer la
marca del colmillo de jabalí en su tobillo izquierdo, me bastó su mirada detrás
de las cejas enmarañadas y su voz falseada detrás de una parodia de vejez.
Fingí no
reconocerlo; él también fingió que no sabía que yo sabía. Pero cuando Euriclea
se agachó a lavarle los pies, me guiñó un ojo. En cierto modo, no sólo estaba
tejiendo la escena de la matanza mientras él la ejecutaba: la tejía también
dentro de mi corazón, en el telar de mi alma, y no me sorprendí cuando aquella
noche vino a mi lecho con una urgencia de amor de veinte años, sin ni siquiera
lavarse la sangre de tantos pretendientes muertos, y luego, tras saciarnos de
nosotros mismos, se puso a narrarme sus aventuras, hasta la más íntima. En
aquel entonces no había secretos para nuestro amor, sus infidelidades con
ninfas y hechiceras eran una chiquillada al lado del tiempo que habíamos
perdido esperando: no iba a malgastarlo reprochándole unos devaneos del pasado.
Tenía lo que siempre quise, lo que siempre había soñado, estábamos juntos otra
vez pese a la envidia de los bardos griegos y a la inquina de todos los pretendientes
masacrados.
Odiseo había
vuelto por fin, más calvo, más flaco, pero yo lo estrechaba contra mi pecho
desnudo: he ahí la escena final de mi tejido. Ah, si hubiésemos sido una
historia y no una vida, un largo cuento hecho de palabras, ése hubiera sido el
punto final, y tan hermoso que no me hubiese importado gran cosa que los dioses
nos enviaran la muerte en ese instante. Pero éramos de carne y hueso, no
personajes de una epopeya, la vida siguió adelante y a la mañana siguiente nos
miramos un poco avergonzados de habernos portado como críos. Envejecíamos.
David Torres, El Mar en Ruinas
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