La casa estaba
situada en el ecuador de la colina, en una calle sinuosa y de vegetación
frondosa. Por supuesto, está prohibido revelar los nombres o las direcciones.
Aparqué justo enfrente. Había un perro en el porche, un chucho de aspecto
peligroso pero soñoliento. Un blanco gordo en camiseta y pantalones vaqueros,
que no era tan agradable como su casa, ni mucho menos, me abrió la puerta. La
camiseta rezaba: « ¿Y bien?».
Le enseñé la
libreta y la miró desconcertado. Con auténtico desconcierto. He conocido a
seleccionados que fingen ignorancia, pero la suya era de verdad.
— ¿Y bien?
—Supongo que
sabe por qué he venido.
—Ayúdeme
—dijo—. ¿La AAI? ¿La Agencia de Asuntos Indios?
—AAE
—expliqué—. Artes y Entretenimiento.
—Ah, sí. Son
los que recogen cosas viejas.
—Exacto
—afirmé, aunque la agencia es mucho más que eso—. ¿Quiere invitarme a pasar?
Hace un poco de frío aquí fuera.
Solo un poco:
estábamos a mediados de octubre. Pero lo primero que aprendemos en la academia
es que las cosas funcionan con mayor facilidad si consigues poner el pie en la
puerta. El señor « ¿Y bien?» refunfuñó un poco y retrocedió para franquearme el
paso. Los dos nos sentamos en un sofá duro, ante una mesita de café
desordenada. La situación era incómoda, pero estoy acostumbrado a eso. Sé que
no nos encargamos tan solo de cosas: son recuerdos, sueños y, por supuesto,
dinero.
— ¿Le dice
algo el nombre de Miller, Walter M. Jr? —le pregunté.
La idea es
concederle al seleccionado la oportunidad de participar.
— ¿Miller?
¿Jr? Claro. Era un escritor de ciencia ficción, el autor de Cántico por
Leibowitz, ¿no? De mediados de siglo, cuando los libros eran... ¡Espere un
momento! ¿Quiere decir que han borrado a Miller?
—Hace seis
semanas —dije.
—No sabía que
lo habían retirado. Ya no sigo la ciencia ficción. Ni siquiera la ciencia.
—Le entiendo
—respondí. Si él iba a cooperar, yo no iba a discutir.
— ¿Y bien? Ah.
Comprendo. Debo tener un libro suyo en rústica. Creía que todavía eran legales.
Si le digo la verdad, hace más de un año que no los hojeo. No es una verdadera
colección. Son una especie de saldo. Supongo que es mi día de suerte.
—En efecto
—convine—. Pagamos ciento veinticinco por cada selección. Hasta la gente que no
sabe nada de nosotros lo sabe.
—Y es el día
aciago de Arthur.
—Walter —le
corregí. Acto seguido le brindé lo que yo llamo la respuesta académica—: Ya ha
tenido su momento de gloria. Ahora es el turno de otro.
—Claro, lo que
usted diga —contestó el señor « ¿Y bien?» con amargura. Desapareció en otra
estancia y oí que abría y cerraba unos cajones. No perdí la puerta de vista,
por si acaso. Regresó con una caja medio llena de libros en rústica. Quizá dos
tercios. Lo bastante para que sobresalieran parcialmente.
Hubo de
comprobarlos todos; no obedecían a ningún orden concreto.
—Puede que
aquí haya otros —dijo.
—Yo no sé nada
de eso —señalé—. Solo tengo mi lista. Puede visitar el sitio web de la agencia.
Los que entregue en persona valen cincuenta más.
—O quinientos,
para los contrabandistas —repuso—. O cinco mil. He visto ese reportaje sobre,
¿cómo se llama?, Salinger.
—Yo no sé nada
de eso —repetí—. Y la ley me obliga a recordarle que va contra la ley hacer
siquiera chistes sobre los contrabandistas.
Una atmósfera
helada se abatió sobre la habitación. No me importó. No te puedes tomar
demasiadas confianzas; tienes que recordarle a la gente que trabajas para el
gobierno.
—Lo que usted
diga —dijo—. Aquí está. Hasta luego, Arthur. Walter.
Me lanzó el
ejemplar. Había un monje encapuchado en la cubierta. Las páginas se desplegaron
y el libro se estrelló contra el suelo. Lo recogí de la alfombra deslucida y lo
metí en la bolsa.
— ¿Ni siquiera
va a mirarlo? ¿Ni a leer una sola palabra antes de destruirlo? Puede que
aprenda algo sobre la vida.
—No se
destruye a nadie —puntualicé. Lo taché de la libreta con la yema del dedo y
pulsé ciento veinticinco.
—Lo que está
eliminando no es solo un libro. ¡Es una vida humana!
Estaba
empezando a ponerse beligerante. Era hora de marcharse. Me levanté.
—Yo no me meto
en nada de eso. Me limito a recoger la mercancía y mandarla a Worth Street.
— ¿Y después?
—Y después,
¿quién sabe? —Le tendí la mano—. Gracias por su colaboración.
Terry Bisson, La Conspiración
Alejandrina
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