Como hacen
todos los monstruos.
Conor estaba
despierto cuando el monstruo llegó.
Acababa de
tener una pesadilla. Bueno, una pesadilla no. La pesadilla. La que tenía tantas
veces últimamente. La de la oscuridad y el viento y los gritos. La pesadilla en
la que unas manos se escapaban de las suyas por muy fuerte que las sujetara. La
que acababa siempre con…
«Vete»,
susurraba Conor a la oscuridad de la habitación en el intento de que la
pesadilla retrocediera, de que no lo siguiera al mundo del despertar. «Vete de
una vez».
Miró el reloj
que su madre había colocado en la mesilla. Las 00.07. Muy tarde si al día
siguiente había que levantarse para ir al colegio, tarde sobre todo para un
domingo por la noche.
No le había
contado a nadie lo de la pesadilla. A su madre, por razones obvias, pero
tampoco a su padre cuando hablaban por teléfono cada dos semanas (más o menos)
y, por supuesto, tampoco a su abuela, ni a nadie del instituto. Eso por
descontado.
Lo que sucedía
en la pesadilla no tenía por qué saberlo nadie.
Conor miró
adormilado su habitación y frunció el ceño. Algo se le estaba escapando. Se
sentó en la cama, un poco más despierto. La pesadilla lo iba soltando, pero
había algo que no podía precisar, algo diferente, algo…
Aguzó el oído
intentando desentrañar el silencio, pero solo oyó los ruidos de la casa en
calma; de vez en cuando el crujido de algún mueble en el desierto piso de
abajo, o el roce de las mantas en la habitación de al lado, donde su madre dormía.
Nada.
Y luego algo.
Aquello que lo había despertado.
Alguien decía
su nombre.
Conor.
Sintió una
oleada de pánico, se le encogieron las tripas. ¿Lo había seguido? ¿Había
conseguido salir de la pesadilla y…? «No seas idiota —se dijo—. Eres mayor para
creer en monstruos».
Y lo era.
Había cumplido los trece el mes anterior. Los monstruos eran cosa de bebés. Los
monstruos eran cosa de niños que se hacían pis en la cama. Los monstruos eran…
Conor.
Allí estaba
otra vez. Conor tragó saliva. Era un octubre inusitadamente cálido y la ventana
estaba abierta. Tal vez el roce de las cortinas movidas por la brisa sonara
igual que…
Conor.
Vale, no era
el viento. Era una voz, pero no una voz conocida. No era la de su madre, eso
seguro. No era para nada una voz de mujer, y por un instante se preguntó si su
padre no habría hecho un viaje sorpresa desde Estados Unidos y habría llegado
demasiado tarde para llamar por teléfono y…
Conor.
No. Su padre
no. Esa voz tenía un sonido muy peculiar, un sonido monstruoso, salvaje e
indómito.
Entonces oyó
fuera un crujido, como si un ser gigantesco caminara por un suelo de madera.
No quería
levantarse a mirar. Y, a la vez, una parte de él lo deseaba más que nada en el
mundo.
Se zafó de las
mantas, se levantó de la cama y fue hasta la ventana. A la pálida luz de la
luna vio claramente la torre de la iglesia en la pequeña colina que había
detrás de la casa, allí donde las vías del tren trazaban una curva, dos líneas
metálicas que lanzaban un pálido resplandor en mitad de la noche. La luna
también brillaba sobre el cementerio adosado a la iglesia, lleno de lápidas que
apenas se podían leer.
Conor vio
también el enorme tejo que crecía en el centro del cementerio, un árbol tan
viejo que parecía hecho de la misma piedra que la iglesia. Sabía que era un
tejo porque se lo había dicho su madre; primero de pequeño, para que no se
comiera las bayas, que eran venenosas; y luego otra vez el año anterior, cuando
ella miró por la ventana de la cocina con una expresión rara y le dijo: «Sabes
que eso es un tejo, ¿verdad?».
Y entonces oyó
de nuevo su nombre.
Conor.
Como si se lo
dijeran muy bajito a los dos oídos a la vez.
—¿Qué? —dijo
Conor, con el corazón dándole saltos en el pecho, impaciente de pronto por ver
qué sucedía.
Una nube
ocultó la luna, dejó el paisaje en tinieblas, y se oyó el susurro del viento
que descendía a toda velocidad por la colina, se metía en su cuarto y mecía las
cortinas. Sonó otra vez el crujido seco de la madera, como el gemido de un ser
vivo, como el estómago hambriento del mundo pidiendo a gritos su comida.
Entonces pasó
la nube, y volvió a brillar la luna.
Sobre el tejo.
Que ahora
estaba plantado en medio de su jardín.
Y ahí estaba
el monstruo.
Mientras Conor
lo miraba, las ramas más altas del árbol se juntaron hasta tomar la forma de
una cara enorme y terrorífica, con un destello del que surgió una boca, una
nariz y hasta unos ojos que lo miraban fijamente. Otras ramas se enredaron unas
con otras, sin parar de crujir, sin parar de gemir hasta formar dos largos
brazos y una segunda pierna apoyada junto al tronco principal. El resto del
árbol fue uniéndose en torno a una espina dorsal, después en un torso, y las
hojas, finas como agujas, trenzaron una piel peluda y verde que se movía y
respiraba como si debajo hubiera músculos y pulmones.
Más alto ya
que la ventana, el monstruo crecía a lo ancho e iba dando forma a una figura
imponente, la figura de algo que parecía fuerte, que parecía poderoso. Miraba
fijamente a Conor, que oía el rugido huracanado de la respiración que salía por
su boca. El monstruo apoyó las gigantescas manos a ambos lados de la ventana,
agachó la cabeza hasta que sus enormes ojos ocuparon todo el marco, y clavó en
Conor una mirada fulminante. La casa gimió quedamente bajo el peso del
monstruo.
Y entonces el
monstruo habló.
—Conor
O’Malley —dijo, y una ráfaga enorme de aquella cálida respiración que olía a
hojas descompuestas entró por la ventana de Conor echándole el pelo hacia
atrás.
La voz del
monstruo retumbaba, sonaba alta y baja a la vez, con una vibración tan honda
que Conor la sentía dentro del pecho.
—Vengo a por
ti, Conor O’Malley. —El monstruo se apretó contra la casa y cayeron cuadros,
libros, aparatos electrónicos y un viejo rinoceronte de peluche.
«Un monstruo»,
pensó Conor. Un monstruo tan real como la vida misma. En la vida real,
despierto. No en un sueño, sino allí, en su ventana.
Que venía a
por él.
Pero no salió
corriendo.
De hecho, ni
siquiera estaba asustado.
Lo que sentía,
lo que había sentido desde que apareció el monstruo, era una desilusión cada
vez mayor.
No era el
monstruo que él esperaba.
—Pues vale,
ven a por mí.
Hubo un
extraño silencio.
—¿Qué has
dicho? —preguntó el monstruo.
Conor se cruzó
de brazos.
—He dicho que
vale, que vengas a por mí.
El monstruo se
quedó parado unos instantes, luego soltó un bramido y empezó a darle puñetazos
a la casa. El tejado se combó y aparecieron grandes grietas en las paredes. El
aire resonaba con los bramidos enfurecidos del monstruo.
—Grita todo lo
que quieras —dijo Conor encogiéndose de hombros—, he visto cosas peores.
El monstruo
rugió todavía con más fuerza y metió el brazo por la ventana, destrozando los
cristales, el marco de madera y los ladrillos. Una rama enorme y nudosa agarró
a Conor por la cintura, lo sacó de su habitación y lo sostuvo contra el cerco
de la luna; apretaba con tal fuerza que casi no podía respirar. Conor vio los
dientes aserrados de madera dura y rugosa en la boca del monstruo, y sintió que
un aliento cálido llegaba hasta él.
—No tienes
miedo, ¿eh?
—No —dijo
Conor—. Por lo menos, no de ti.
El monstruo
entrecerró los ojos.
—Ya lo tendrás
—dijo—. Antes del final.
Y lo último
que recordó Conor fue el rugido del monstruo cuando abrió la boca para
comérselo vivo.
Patrick Ness, Un Monstruo Viene a Verme
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