lunes, 9 de abril de 2018

EL MONSTRUO APARECIÓ PASADAS LAS DOCE DE LA NOCHE.


Como hacen todos los monstruos.
Conor estaba despierto cuando el monstruo llegó.
Acababa de tener una pesadilla. Bueno, una pesadilla no. La pesadilla. La que tenía tantas veces últimamente. La de la oscuridad y el viento y los gritos. La pesadilla en la que unas manos se escapaban de las suyas por muy fuerte que las sujetara. La que acababa siempre con…
«Vete», susurraba Conor a la oscuridad de la habitación en el intento de que la pesadilla retrocediera, de que no lo siguiera al mundo del despertar. «Vete de una vez».
Miró el reloj que su madre había colocado en la mesilla. Las 00.07. Muy tarde si al día siguiente había que levantarse para ir al colegio, tarde sobre todo para un domingo por la noche.
No le había contado a nadie lo de la pesadilla. A su madre, por razones obvias, pero tampoco a su padre cuando hablaban por teléfono cada dos semanas (más o menos) y, por supuesto, tampoco a su abuela, ni a nadie del instituto. Eso por descontado.
Lo que sucedía en la pesadilla no tenía por qué saberlo nadie.
Conor miró adormilado su habitación y frunció el ceño. Algo se le estaba escapando. Se sentó en la cama, un poco más despierto. La pesadilla lo iba soltando, pero había algo que no podía precisar, algo diferente, algo…
Aguzó el oído intentando desentrañar el silencio, pero solo oyó los ruidos de la casa en calma; de vez en cuando el crujido de algún mueble en el desierto piso de abajo, o el roce de las mantas en la habitación de al lado, donde su madre dormía.
Nada.
Y luego algo. Aquello que lo había despertado.
Alguien decía su nombre.
Conor.
Sintió una oleada de pánico, se le encogieron las tripas. ¿Lo había seguido? ¿Había conseguido salir de la pesadilla y…? «No seas idiota —se dijo—. Eres mayor para creer en monstruos».
Y lo era. Había cumplido los trece el mes anterior. Los monstruos eran cosa de bebés. Los monstruos eran cosa de niños que se hacían pis en la cama. Los monstruos eran…
Conor.
Allí estaba otra vez. Conor tragó saliva. Era un octubre inusitadamente cálido y la ventana estaba abierta. Tal vez el roce de las cortinas movidas por la brisa sonara igual que…
Conor.
Vale, no era el viento. Era una voz, pero no una voz conocida. No era la de su madre, eso seguro. No era para nada una voz de mujer, y por un instante se preguntó si su padre no habría hecho un viaje sorpresa desde Estados Unidos y habría llegado demasiado tarde para llamar por teléfono y…
Conor.
No. Su padre no. Esa voz tenía un sonido muy peculiar, un sonido monstruoso, salvaje e indómito.
Entonces oyó fuera un crujido, como si un ser gigantesco caminara por un suelo de madera.
No quería levantarse a mirar. Y, a la vez, una parte de él lo deseaba más que nada en el mundo.
Se zafó de las mantas, se levantó de la cama y fue hasta la ventana. A la pálida luz de la luna vio claramente la torre de la iglesia en la pequeña colina que había detrás de la casa, allí donde las vías del tren trazaban una curva, dos líneas metálicas que lanzaban un pálido resplandor en mitad de la noche. La luna también brillaba sobre el cementerio adosado a la iglesia, lleno de lápidas que apenas se podían leer.
Conor vio también el enorme tejo que crecía en el centro del cementerio, un árbol tan viejo que parecía hecho de la misma piedra que la iglesia. Sabía que era un tejo porque se lo había dicho su madre; primero de pequeño, para que no se comiera las bayas, que eran venenosas; y luego otra vez el año anterior, cuando ella miró por la ventana de la cocina con una expresión rara y le dijo: «Sabes que eso es un tejo, ¿verdad?».
Y entonces oyó de nuevo su nombre.
Conor.
Como si se lo dijeran muy bajito a los dos oídos a la vez.
—¿Qué? —dijo Conor, con el corazón dándole saltos en el pecho, impaciente de pronto por ver qué sucedía.
Una nube ocultó la luna, dejó el paisaje en tinieblas, y se oyó el susurro del viento que descendía a toda velocidad por la colina, se metía en su cuarto y mecía las cortinas. Sonó otra vez el crujido seco de la madera, como el gemido de un ser vivo, como el estómago hambriento del mundo pidiendo a gritos su comida.
Entonces pasó la nube, y volvió a brillar la luna.
Sobre el tejo.
Que ahora estaba plantado en medio de su jardín.
Y ahí estaba el monstruo.
Mientras Conor lo miraba, las ramas más altas del árbol se juntaron hasta tomar la forma de una cara enorme y terrorífica, con un destello del que surgió una boca, una nariz y hasta unos ojos que lo miraban fijamente. Otras ramas se enredaron unas con otras, sin parar de crujir, sin parar de gemir hasta formar dos largos brazos y una segunda pierna apoyada junto al tronco principal. El resto del árbol fue uniéndose en torno a una espina dorsal, después en un torso, y las hojas, finas como agujas, trenzaron una piel peluda y verde que se movía y respiraba como si debajo hubiera músculos y pulmones.
Más alto ya que la ventana, el monstruo crecía a lo ancho e iba dando forma a una figura imponente, la figura de algo que parecía fuerte, que parecía poderoso. Miraba fijamente a Conor, que oía el rugido huracanado de la respiración que salía por su boca. El monstruo apoyó las gigantescas manos a ambos lados de la ventana, agachó la cabeza hasta que sus enormes ojos ocuparon todo el marco, y clavó en Conor una mirada fulminante. La casa gimió quedamente bajo el peso del monstruo.
Y entonces el monstruo habló.
—Conor O’Malley —dijo, y una ráfaga enorme de aquella cálida respiración que olía a hojas descompuestas entró por la ventana de Conor echándole el pelo hacia atrás.
La voz del monstruo retumbaba, sonaba alta y baja a la vez, con una vibración tan honda que Conor la sentía dentro del pecho.
—Vengo a por ti, Conor O’Malley. —El monstruo se apretó contra la casa y cayeron cuadros, libros, aparatos electrónicos y un viejo rinoceronte de peluche.
«Un monstruo», pensó Conor. Un monstruo tan real como la vida misma. En la vida real, despierto. No en un sueño, sino allí, en su ventana.
Que venía a por él.
Pero no salió corriendo.
De hecho, ni siquiera estaba asustado.
Lo que sentía, lo que había sentido desde que apareció el monstruo, era una desilusión cada vez mayor.
No era el monstruo que él esperaba.
—Pues vale, ven a por mí.
Hubo un extraño silencio.
—¿Qué has dicho? —preguntó el monstruo.
Conor se cruzó de brazos.
—He dicho que vale, que vengas a por mí.
El monstruo se quedó parado unos instantes, luego soltó un bramido y empezó a darle puñetazos a la casa. El tejado se combó y aparecieron grandes grietas en las paredes. El aire resonaba con los bramidos enfurecidos del monstruo.
—Grita todo lo que quieras —dijo Conor encogiéndose de hombros—, he visto cosas peores.
El monstruo rugió todavía con más fuerza y metió el brazo por la ventana, destrozando los cristales, el marco de madera y los ladrillos. Una rama enorme y nudosa agarró a Conor por la cintura, lo sacó de su habitación y lo sostuvo contra el cerco de la luna; apretaba con tal fuerza que casi no podía respirar. Conor vio los dientes aserrados de madera dura y rugosa en la boca del monstruo, y sintió que un aliento cálido llegaba hasta él.
—No tienes miedo, ¿eh?
—No —dijo Conor—. Por lo menos, no de ti.
El monstruo entrecerró los ojos.
—Ya lo tendrás —dijo—. Antes del final.
Y lo último que recordó Conor fue el rugido del monstruo cuando abrió la boca para comérselo vivo.

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