Y surgió el sol a la
derecha:
salía de la propia
mar;
quedó en la bruma, y
a la izquierda
se sepultó en la
propia mar.
Y el viento suave
movió la nave,
¡mas ningún ave iba
detrás
que a la marinera
llamada acudiera
por comer o por
retozar!
Hice una cosa del
infierno
que debía traer la
desdicha:
y sabían que yo al
ave maté,
la que hacía soplar
la brisa.
¡Oh, qué gran pesar
al ave matar,
la que hacía soplar
la brisa!
Mas ved que el sol,
testa de Dios,
lleno de gloria,
sube;
y dijeron que yo al
ave maté,
que traía la niebla y
las nubes.
¡Ah, qué bienestar al
ave matar,
que traía la niebla y
las nubes!
La brisa esfuma la
blanca bruma,
y libre nos sigue la
estela;
un gran mar vimos, y
dél supimos
nosotros por vez
primera.
Cayó la brisa, cayó
el velamen,
más triste nada se
pudo dar;
¡sólo si hablábamos,
turbábamos
el silencio del mar!
En un cielo caliente
de cobre,
al medio día un sol
de púrpura
encima del mástil
estaba,
y no más grande que
la luna.
Día tras día, día
tras día,
sin olas ni viento,
pasamos;
parecía una nave
pintada
en un océano pintado.
Agua, por todas
partes agua,
y chirriaba el calor,
en la borda;
agua, por todas
partes agua,
y para beber, ni una
gota.
Samuel Coleridge, Rima del
Anciano Marinero
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