—Buenas
tardes. El señor Brown, supongo.
Los ojos
negros de Aidan se clavaron en la figura que tenían enfrente.
Lo había
seguido desde la taberna hasta su casa y en la distancia se adivinaba, por su
modo de caminar y por su constante tambaleo, que el alcohol ya corría por sus
venas.
Jeff apoyó el
peso del cuerpo sobre su pierna derecha y torció el gesto antes de contestar.
—Sí, soy yo.
¿Qué quiere? ¿Es de la policía otra vez?
Aidan sonrió
para sí mismo.
—No. Soy el
doctor Wilkinson —mintió—, el médico que ha tratado a su hija en el hospital.
Brown pareció
serenarse, y en sus ojos enrojecidos, brilló un destello de extraña voracidad.
—Ah, Ciara...
Pero no es exactamente mi hija, ¿sabe? Ni siquiera lleva mi apellido.
Aidan hizo un
frío ademán afirmativo. Había aprendido desde la niñez no solo a controlar su
expresión corporal, sino a analizar la de los demás. Y aquel hombre, ebrio y
aborrecible, era un libro abierto. Fácil de manejar, fácil de llevarlo a su
terreno.
Incluso sintió
el característico cosquilleo de la impaciencia en la punta de los dedos. Había
sido buena idea llevar puestos los guantes de piel.
—No obstante
—prosiguió Aidan—, usted es su única familia, y me gustaría comentarle algunos
temas sobre su estado de salud. ¿Puedo pasar?
No esperó a
que Jeff lo invitase y entró en el salón con total naturalidad.
Era una
residencia humilde, no cabía duda. Pero aquel maldito sujeto no había
escatimado gastos en una enorme televisión de plasma.
La vivienda
olía a cerveza, violencia y muerte. Una combinación que restalló en su cerebro,
haciéndole recordar una época que no podía olvidar.
Advirtió que
no había ningún retrato familiar, ni una sola foto de Ciara ni de su madre.
Contuvo el
impulso de subir las escaleras que conducían al piso superior y se giró hacia
Jeff, que súbitamente pareció reparar en su presencia allí.
—¿Qué me dice,
doctor? ¿Quiere un trago? ¿Por qué no se pone cómodo y se quita los guantes y
el anorak?
Aidan se sentó
en el vetusto sofá y sonrió con fingida complicidad.
—Preferiría no
hacerlo. Estoy helado, seguro que me comprende... —«Un animal salvaje no se
desprende de su camuflaje natural cuando acecha a su presa, señor Brown»,
pensó—. Pero, por supuesto, aceptaré ese trago, es usted muy amable.
—Es bueno
conocer a un médico al que le guste tomar un buen whisky irlandés y no sermonee
sobre sus malos efectos, ya me entiende —farfulló mientras abría un pequeño
mueble auxiliar donde guardaba algunas botellas.
Cogió una y
sirvió dos vasos.
—¿Y bien?
—resopló con desgana—. ¿Qué quería decirme sobre Ciara?
Aidan ladeó la
cabeza.
—Señor Brown,
no parece interesarle mucho el estado de su hija.
Jeff bebió un
largo trago y dejó el vaso ya vacío sobre la mesa con un golpe seco.
—Oiga doctor,
un inspector de la bofia me detuvo acusándome de la muerte de mi mujer, y estos
últimos días no han sido precisamente un camino de rosas... ¿y quiere que me
preocupe por esa desagradecida con pecas? Tengo mejores cosas en las que
pensar.
Con serenidad,
Aidan volvió a verter whisky en el vaso de su anfitrión, que no dudó en
deleitarse de nuevo con el licor.
—Ya veo, pero
como médico, querría...
—No me
interesa, ¿comprende? Su madre ya me dio bastantes quebraderos de cabeza.
Aidan asintió,
observando cómo la mirada de Jeff se tornaba vidriosa.
—El sexo
opuesto siempre será nuestra perdición, ¿eh, señor Brown?
Su voz sonó
impasible, casi irónica, pero los ofuscados sentidos de aquel hombre no lo
percibieron.
—¡Qué me va a
contar usted! Son todas unas zorras. Tara, mi mujer, solo supo darme problemas,
siempre metiéndose donde no la llamaban. —Tras decir esto, bebió otro trago de
whisky.
Aidan lo
taladró con la mirada.
—Es mejor que
no esté ya entre nosotros, ¿verdad? —preguntó cambiando el tono, que se tornó
cómplice.
Jeff sonrió
bobaliconamente.
—Empieza usted
a caerme bien, doctor. Claro, es sabido que los hombres nos apoyamos los unos a
los otros... Tendría que habérselo explicado a ese inspector entrometido.
Seguro que me habría comprendido sin necesidad de hacerme tantas preguntas...
«Lo han visto a la hora de la muerte de su esposa...», decía ese tipo.
¡Imbécil! Yo tenía la entrada para el partido a las ocho de la tarde, sí... ¡Y
no quería perdérmelo, joder! Por eso vine aquí un poco antes y...
Aidan no
cambió la expresión de su rostro, y Jeff ni siquiera se percató de que desviaba
la mano derecha hacia el bolsillo de su anorak.
—Por supuesto
—apostilló Aidan—, siempre hay que terminar el trabajo que se queda a medias,
¿no le parece?
La voz gangosa
del señor Brown le revolvió las entrañas.
—Sí, sí, es usted muy
inteligente... Todos sabemos que nuestras mujeres son una carga que dura lo que
nos resta de vida, ¿eh? Por eso hay que saber cuándo deshacerse de esa carga,
llegado el momento.
Volvió a
colmar el vaso de whisky y vio cómo Jeff lo apuraba.
—Tendría que
haberlo hecho antes, mucho antes... —masculló este mientras se rascaba su
prominente barriga.
Aidan no
parpadeó, manteniendo sus ojos fijos en él. Si el señor Brown no hubiese estado
bajo los efectos del alcohol, habría podido descubrir un extraño brillo en
aquellas pupilas contraídas que lo vigilaban como un felino al acecho.
—Y dígame,
entre nosotros..., ¿fue muy complicado acabar con «esa carga»?
Jeff soltó una
carcajada antes de responder.
—Las mujeres
han sido y serán siempre algo que los hombres utilizan para su placer, y la
sociedad también, aunque esta quiera negarlo con tanta igualdad y feminismo...
¡Bah, sandeces! Pero ¿sabe una cosa, doctor? En el fondo, son el eslabón
débil... Frágiles como un gorrioncillo. Un golpe seco —hizo un gesto
significativo con la mano—, una fuerte presión en el cuello, y solo hay que
esperar para ver cómo su cara se va volviendo azul...
Ni siquiera
pudo concluir la frase.
Aidan ya había
extraído la aguja hipodérmica de su bolsillo y, con un movimiento certero, la
había clavado en su sudoroso cuello.
Jeff se lo
quedó mirando con el asombro reflejado en su rostro.
—Pero ¿qué...?
Aidan dibujó una media sonrisa.
—No se
preocupe, señor Brown. Solo estoy erradicando de esta sociedad que usted mismo
ha nombrado lo que verdaderamente sobra...
Su
interlocutor se llevó las manos al pecho mientras trataba de respirar con
grandes bocanadas.
—¿Qué me ha
hecho, hijo de...?
—¿Las mujeres
son seres débiles? Permítame que le exprese mi disconformidad —dijo como
respuesta Aidan—. Tipos tan repulsivos como usted tendrían que besar el suelo
que ellas pisan.
Jeff se
tambaleó y cayó al suelo entre espasmos de dolor. Ni siquiera tenía fuerzas
para gritar. Su corazón latía a un ritmo frenético, y las punzadas en el
abdomen eran cada vez más intensas.
Aidan se
dirigió hacia las escaleras, pero antes se detuvo frente a Brown, que jadeaba
hecho un ovillo.
—Alégrese.
Conforme usted va desapareciendo del mundo, este no lo echará de menos. Es más,
creo que con su muerte habrá contribuido a mejorarlo. ¿No se siente feliz,
señor Brown?
Sandra Andrés Belenguer, La Noche de tus Ojos
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