Entre los
habitantes de Damasco había gente extraña por aquel entonces. ¿A quién le
sorprende eso en una ciudad antigua? Se dice que cuando una ciudad permanece
habitada ininterrumpidamente más de mil años, confiere a sus habitantes
peculiaridades que se han acumulado en épocas pasadas. Damasco tiene incluso
una antigüedad de varios miles de años. Así que no es de extrañar que deambulen
personajes raros por las callejuelas laberínticas de esa ciudad. El viejo
cochero Salim era el más raro de todos. Era pequeño y delgado, pero su voz
cálida y profunda hacía que pareciese un hombre grande de hombros anchos, y ya
en vida se convirtió en leyenda, lo que no significa mucho en una ciudad donde
las leyendas y los rollos de pistacho son solo dos de mil y una especialidades.
Debido a los
numerosos golpes de Estado de los años cincuenta, los habitantes del barrio
antiguo confundían los nombres de los ministros y los políticos con los de los
actores y otras celebridades. Pero para todo el mundo solo existía en el barrio
antiguo aquel cochero que sabía contar unas historias capaces de hacer reír y
llorar a los que las escuchaban.
Entre los
personajes extraños había algunos que tenían un refrán apropiado para cualquier
acontecimiento. Pero solo había un hombre en Damasco que supiese historias para
todo, ya fuese que alguien se hubiese cortado un dedo, se hubiese resfriado o
enamorado desdichadamente. Pero, ¿cómo se convirtió el cochero Salim en el
narrador más famoso de nuestro barrio? La respuesta a esta pregunta es, como cabía
esperar, una historia.
En los años
treinta, Salim era cochero y hacía el recorrido entre Damasco y Beirut.
Entonces los cocheros tardaban dos días fatigosos en hacer el trayecto. Eran
dos días peligrosos porque el camino conducía por el escarpado «desfiladero del
Cuerno» donde abundaban los ladrones, que se ganaban el pan robando a los
viajeros que pasaban por allí.
Las
diligencias apenas se distinguían las unas de las otras. Eran de hierro, madera
y cuero y en ellas había sitio para cuatro viajeros. La lucha por conseguir
viajeros era despiadada; a menudo decidía el puño más duro y los viajeros
tenían que trasladarse, todavía pálidos del susto, a la diligencia del
vencedor. Salim también luchaba, pero raramente lo hacía con los puños. Él
empleaba la astucia y su lengua invencible.
En la época de
la crisis económica, cuando cada año era menor el número de viajeros, el bueno
de Salim tuvo que inventarse algo para sacar adelante a su familia. Tenía una
mujer, una hija y un hijo a los que alimentar. Los asaltos a las diligencias se
multiplicaban porque muchos campesinos y artesanos arruinados huían a las
montañas y se ganaban la vida como salteadores. Salim prometía a los viajeros
en voz baja: «Conmigo llegaréis a vuestro destino sin sufrir un solo rasguño y
con la misma bolsa de dinero que llevabais al partir». Eso lo podía prometer
porque mantenía buenas relaciones con muchos ladrones. Así pudo ir y venir una
y otra vez de Damasco a Beirut sin ser molestado. Cuando llegaba al territorio
de un bandido dejaba —sin que se diesen cuenta los viajeros— algo de vino o de
tabaco al borde de la carretera, y el ladrón le saludaba amistosamente con la
mano. Salim nunca fue asaltado. Pero al cabo del tiempo trascendió el secreto
de su éxito y todos los cocheros le imitaron. Ellos también dejaban ahora
obsequios al borde de la carretera y podían proseguir el viaje pacíficamente.
Salim contaba que las cosas llegaron a tal extremo que los bandidos se
convirtieron en obesos y perezosos recolectores incapaces de infundir miedo a
nadie.
Así que la
perspectiva de una protección segura frente a los ladrones dejó pronto de
atraer a los viajeros a su diligencia. Salim reflexionó desesperadamente sobre
lo que podía hacer. Un día una vieja dama de Beirut le dio la idea salvadora.
Durante el trayecto contó a la dama las aventuras de un ladrón que se había
enamorado de la hija del sultán. Salim conocía personalmente al ladrón. Cuando
al final del viaje la diligencia se detuvo en Damasco, la mujer exclamó al
parecer: «¡Dios bendiga tu lengua, joven. Contigo el tiempo ha pasado en un
vuelo!». Salim llamó a aquella mujer su «hada de la suerte» y desde entonces
prometía a los viajeros que les contaría historias durante el trayecto de
manera que no notarían las fatigas del viaje. Esa fue su salvación, pues ningún
otro cochero sabía contar historias como él.
Pero ¿cómo se
las apañaba el viejo zorro, que no sabía leer ni escribir, para contar
continuamente historias nuevas? ¡Muy sencillo! Cuando los viajeros habían
escuchado un par de historias, él preguntaba en tono casual: «¿Puede contar
también alguno de vosotros una historia?». Y entonces siempre había alguien, un
hombre o una mujer, que contestaba: «Yo conozco una historia increíble. ¡Pero,
sabe Dios, que es verdadera!». O: «bueno, yo no sé contar muy bien historias,
pero una vez un pastor me contó una y si los señores no se ríen de mí, me
gustaría contarla». Y, naturalmente, el cochero Salim animaba a todos a que
contasen su historia. Él las condimentaba después y las contaba a los siguientes
viajeros. De esa manera su repertorio siempre estaba fresco y no se agotaba.
El viejo
cochero podía cautivar a los oyentes con sus historias durante horas. Hablaba
de reyes, hadas y ladrones, y en su larga vida había tenido muchas
experiencias. Podía contar historias alegres, tristes o emocionantes, su voz
fascinaba a todo el mundo. No solo provocaba tristeza, ira y alegría, también
nos hacía sentir el viento, el sol y la lluvia. Cuando Salim empezaba a contar,
volaba en sus historias como una golondrina. Volaba sobre las montañas y los
valles y conocía todos los caminos que conducían desde nuestra callejuela a
Pekín. Cuando le apetecía se posaba sobre el monte Ararat —y no en otro lugar—
y fumaba su narguile.
Cuando el
cochero no tenía ganas de volar, recorría en sus relatos los mares de la tierra
como un delfín joven. Debido a su miopía le acompañaba en sus viajes un águila
ratonera que le prestaba sus ojos.
A pesar de lo
delgado y pequeño que era, Salim no solo vencía en sus relatos a gigantes de
ojos centelleantes y bigotes espantosos, sino que ahuyentaba también a los
tiburones, y en casi todos los viajes luchaba con un monstruo.
Sus vuelos nos
resultaban tan familiares como las elegantes evoluciones de las golondrinas en
el cielo de Damasco. Cuantas veces estuve de niño apoyado en la ventana volando
en pensamientos sobre nuestro patio como un vencejo. Esos vuelos apenas me
asustaban entonces. Pero yo y los demás oyentes temblábamos con las luchas que
sostenía Salim con los tiburones y otros monstruos marinos.
Una vez al
mes, por lo menos, los vecinos exigían al viejo cochero que contase la historia
del pescador mexicano. Salim disfrutaba mucho contando esa historia. En ella
nadaba tranquilo y contento como un delfín en las aguas del golfo de México
cuando un pulpo maligno atacaba el diminuto bote de un pescador. El bote
zozobraba. El pulpo empezaba a estrechar al pescador entre sus tentáculos. Y
casi le habría estrangulado si Salim no hubiese acudido rápidamente en su
ayuda. El pescador lloraba de alegría y juraba por la Virgen que si su mujer
embarazada daba a luz a un niño le llamaría Salim. En este punto, el viejo
cochero hacía siempre una pausa para comprobar si habíamos escuchado
atentamente.
«¿Y qué
hubiese sucedido si la mujer hubiese dado a luz a una niña?», teníamos que
preguntar.
El viejo
cochero sonreía satisfecho, daba una chupada a su narguile y se atusaba el
bigote canoso.
—En ese caso
habría llamado a la niña Salime, naturalmente.
La lucha con
el enorme pulpo duraba mucho tiempo. En invierno los niños estábamos sentados
muy juntos en su cuarto y temblábamos por el cochero que luchaba contra los
descomunales tentáculos provistos de innumerables ventosas, y cuando afuera
sonaban los truenos, nos apretábamos aún más los unos contra los otros.
Tamim, un niño
de la vecindad, tenía la impertinente costumbre de agarrarme de repente por el
cuello en medio del relato. Yo me asustaba cada vez y gritaba. El cochero
reprendía brevemente al inoportuno, me preguntaba dónde había quedado en su
relato, y volvía a su lucha con el pulpo.
Cuando luego
regresábamos a casa se nos ponía la carne de gallina cada vez que crujían las
hojas otoñales, como si nos acechase allí el pulpo. El cobarde Tamim, que en el
cuarto de Salim hacía como si no le impresionase la historia, era el que pasaba
más miedo. Él tenía que atravesar nuestro patio y un callejón oscuro. Vivía un
par de casas más allá, mientras que yo y otros tres niños podíamos sentir la
tranquilizadora proximidad de Salim, incluso cuando nos íbamos a dormir.
Una noche la
lucha con el pulpo había sido especialmente violenta. Yo estaba más que
contento de haber llegado sano y salvo a mi cama. De repente oí la voz de
Tamim. Lloriqueaba débilmente delante de la puerta del viejo:
—Tío Salim,
¿estás todavía despierto?
—¿Quién está ahí? Tamim, muchacho, ¿qué
sucede?
—. Tío, tengo
miedo, alguien está gruñendo en la oscuridad.
—¡Espera,
muchacho, espera! Ya voy. Solo tengo que coger mi dagayemení —le tranquilizó
Salim a través de la puerta cerrada.
Tamim estaba
allí avergonzado porque todos los que vivíamos cerca de Salim nos echamos a
reír a carcajadas.
—Tú camina
siempre detrás de mí y aunque se abalance un tigre sobre nosotros no tengas
miedo. Yo le sujeto y tú echas a correr a casa —susurró el viejo y puso a salvo
a Tamim, aunque estaba medio ciego y apenas veía de noche. Nadie sabía mentir
tan bien como Salim.
A Salim le
encantaba la mentira, pero nunca exageraba.
Rafik Schami, Narradores de la Noche
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