Abrió un cajón
y sacó una carpeta. Dentro, mezclada entre farragosos informes, había una
lámina de la obra desaparecida. Pasó un dedo por su superficie. Era una tabla
al temple de un pintor anónimo, fechada a principios del Trecento italiano, con
una temática tópica: la lucha entre el Bien y el Mal. Bajo un cielo esmaltado y
sobre un horizonte de montañas, el caballero de brillante armadura se enfrenta
al dragón que tiene secuestrada a la doncella. Hasta ahí, todo era corriente.
La peculiaridad de la obra radicaba en unos cuantos detalles que, a primera
vista, no se apreciaban. El primero, que el dragón aparentaba tener acorralado
al caballero, que daba mandobles a la desesperada. El segundo, que la doncella,
a la entrada de la cueva que el monstruo usaba como cubil, no parecía asustada
o afligida; no era una sonrisa ni un gesto, sino el aura, la actitud serena con
que contemplaba la acción. Y el tercero, que sobre el prado en el cual se
desarrollaba la escena había una letra, una pequeña doble A que pasaba casi
desapercibida entre las huellas que iba dejando el dragón en su avance. El
arcano significado de la tabla quedaba acentuado por el título que el autor
había elegido para ella: El arte de matar dragones. En suma, una iconoclasta y
rara desviación de la leyenda clásica de San Jorge. Numerosos especialistas, a
lo largo de todas las épocas, habían estudiado el cuadro tanto por su
misterioso simbolismo como por su precursora utilización de una primitiva
perspectiva, sin llegar a conclusiones definitivas.
Ignacio del Valle, El Arte de Matar Dragones
XXII PREMIO DE NOVELA FELIPE TRIGO
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