Cuando volvió
a mirar con más detenimiento, comprobó que una parte de la tienda, la más
alejada de la puerta (lo que en un local tan pequeño tampoco significaba gran
cosa), estaba dedicada a libros usados. O más bien habría que decir: a libros
muy usados. Había mucho libro encuadernado en piel con el lomo dorado, algunos
de ellos empalidecidos por la luz de los años y otros completamente
deslustrados. Pero todos los libros que la tía Charlotte había reunido en esos
dos estantes habían sido tratados con especial mimo. Valerie escogió un
volumen, que evidentemente había sido reencuadernado en algún momento, y lo abrió;
parecía una compilación de cuentos, pero en realidad era una novela:
«Te dispones a leer la nueva
novela de Italo Calvino Si una Noche de
Invierno un Viajero. Relájate. Concéntrate. Aparta de ti cualquier otro pensamiento.
Deja que tu entorno se desvanezca en la incertidumbre. Más vale que cierres la
puerta; fuera está siempre puesta la televisión. Diles a todos: “¡No, no quiero
ver la tele!”. Alza la voz; de lo contrario, no te oirán: “¡Estoy leyendo!”
“¡No quiero que me molesten!”. A lo mejor no te han oído, con todo ese follón;
dilo más alto, grita: “¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!”. O no lo digas si no
quieres; esperemos que te dejen en paz».
Valerie no
pudo por menos que sonreír. Nunca había leído un libro que empezara así.
«Búscate la postura más cómoda:
sentado, estirado, en cuclillas o tumbado. Boca arriba, de lado, boca abajo. En
el sillón, en el sofá, en la mecedora…».
Parecía todo
un enorme sinsentido, una tontería de lo más absurda, pero al mismo tiempo era
divertido leer esos cuentos tan sorprendentes como enrevesados, a partir de los
cualessurgía una novela rarísima que llevaba a Valerie a través de los tiempos
y de los países como si fuera montada en un tiovivo literario y respondón, al
que le importaban un bledo las convenciones y que en cada página se hacía descaradamente
cómplice de la lectora.
Una vez más,
nuestra protagonista pasó varias horas entretenida con la lectura en el sillón
de la anciana librera, mientras a su lado no paraba de hervir el samovar, que
al menos desprendía un calorcito muy agradable. Aún no había bebido nada; ni
siquiera se había servido una sola taza. Pero no le importaba. Al contrario,
notaba lo bien que le sentaba leer cada cuento por el mero placer de leerlo. Y
para su desconcierto, descubrió que disfrutaba siguiendo a este curioso autor
por el ingenioso laberinto de su narrativa finamente cincelada. No lo había
vuelto a hacer desde la época del colegio, y por aquel entonces le parecía una especie
de tortura mental especialmente penosa. Aún recordaba vagamente las cosas tan
raras que había tenido que aprender: quiasmos y tropos, pleonasmos, metáforas, elipsis
y toda clase de neblinas conceptuales tras las cuales, supuestamente, se
ocultaba el acceso a la letra escrita. En estos cuentos, en cambio, no pasaba
nada de eso. Al contrario: cuanto más pensaba Valerie en el lenguaje juguetón
del autor y más se adentraba en los sorprendentes giros y locuciones del tal Italo
Calvino, más se divertía y más curiosidad le entraba.
O, por decirlo
en palabras del propio Calvino:
«Si lo piensas bien, es mejor
para ti tener algo delante y no saber exactamente qué es».
Thomas Montasser, Una Librería con Magia
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