Había algo en esa respuesta que
me hizo mirarla con sorpresa, pues me maravillaba que aquel recado la
fortaleciera ante cualquier posible interrogatorio. Sus ojos vivos parecieron
leer mis pensamientos, ya que al cruzarse con los míos añadió que no había nada
malo en lo que había estado haciendo, pero que era un gran secreto que ni ella
misma conocía.
Esto lo dijo sin el menor asomo
de astucia ni engaño, con una franqueza directa que llevaba el marchamo de la
verdad. Seguía caminando como antes, mostrándome mayor familiaridad conforme
avanzábamos y hablando cada vez más alegremente. Pero no me dijo nada sobre su
hogar, salvo que íbamos por un camino completamente nuevo para ella y quería saber
si no habría otro más corto.
Mientras hablábamos de esta
manera, pensé en cien explicaciones diferentes del enigma, que fui descartando
una a una. No quería aprovecharme de la candidez o gratitud de la niña a fin de
dar pábulo a mi curiosidad. Yo siento simpatía por los pequeños y considero una
bendición cuando ellos, que parecen recién salidos de la mano de Dios, nos
devuelven esa simpatía. Como su confianza me había encantado desde el
principio, decidí merecerla y hacer justicia al talante que la había inducido a
confiar en mí.
Sin embargo, no había motivos
para que yo me abstuviera de conocer a la persona que tan inconsideradamente la
había mandado sola, y de noche, a un lugar tan distante; y como no era
improbable que si la niña se encontraba cerca de la casa pudiera despedirse de
mí y privarme de dicha oportunidad, evité las calles más rectas y frecuentadas
y tomé varios atajos, de manera que hasta que no llegamos a su calle no supo
dónde estábamos. Dando palmas de alegría y adelantándose unos pasos, se detuvo ante
una puerta y no tocó el timbre hasta que yo no la hube alcanzado.
La puerta tenía un cristal sin
postigo, cosa que no observé al principio, dado que reinaba una gran oscuridad
y silencio en su interior y yo esperaba ansioso (al igual que la niña) que
alguien respondiera al timbre. Llamamos dos o tres veces más, y se oyó un ruido
de alguien que se acercaba. Al final, apareció una débil luz a través del
cristal que, a medida que se aproximaba (muy despacio, por cierto, pues el
portador se abría paso a través de un montón de artículos esparcidos), me
permitió ver no sólo el tipo de persona que era, sino también el tipo de lugar
en el que vivía.
Era un anciano de larga
cabellera gris. Mientras sostenía la luz sobre la cabeza y miraba avanzando
hasta nosotros, pude distinguir su fisonomía. Aunque desmejorado por la edad,
creí reconocer en su forma enjuta y delgada algo de ese molde delicado que ya
había notado en la niña. Sus relucientes ojos azules se parecían mucho, pero el
rostro del anciano estaba tan surcado por la edad y las preocupaciones que el
parecido terminaba allí.
El lugar que atravesaba con paso
lento era uno de esos almacenes de objetos antiguos y curiosos que parecen
cobijarse en los rincones más viejos de esta ciudad y, por recelo y
desconfianza, ocultan sus rancios tesoros al ojo público. Por aquí y por allá
había armaduras que parecían fantasmas acorazados, fantásticos grabados traídos
de monasterios, armas oxidadas de varios tipos, figuras contorsionadas de
porcelana, madera, hierro y marfil; en fin, tapices y muebles extraños que
parecían concebidos en sueños. El aspecto demacrado del vejete se adecuaba
maravillosamente a aquel lugar: habría andado a tientas por viejas iglesias,
tumbas y casas abandonadas y reunido todos los despojos con sus propias manos.
No había nada en aquella colección que no concordara perfectamente con su
persona, nada que pareciera más viejo o más gastado que él.
Mientras giraba la llave en la
cerradura, me miró con asombro, que no disminuyó cuando la mirada pasó de mi
persona a la de mi acompañante. La puerta se abrió y la niña se dirigió a él
llamándolo abuelo y le contó la pequeña historia de nuestro encuentro.
Charles Dickens, La Tienda de
Antigüedades
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