Mi madre me
preguntó desde dónde la llamaba y reviví para ella el paseo, los grillos, las
estrellas y la soledad.
–Deberías
escribir todo esto tan bonito que sientes, hijo, tienes sensibilidad de
escritor.
Mamá, como solía hacer, le
quitó importancia a todo lo que estaba sucediendo. Dijo que aprovechaba nuestra
ausencia para ordenar los armarios, que había pintado la puerta del trastero y
estaba pensando en ir a la piscina todos los días.
–Así tu
padre me encontrará un poco más delgada, que buena falta me hace.
Después de explicarle cómo era el pueblo, la casa y nuestra vecina rusa, insistí en mi petición: nada me hubiera hecho más feliz en aquellos días que escucharle decir que vendría con nosotros.
Después de explicarle cómo era el pueblo, la casa y nuestra vecina rusa, insistí en mi petición: nada me hubiera hecho más feliz en aquellos días que escucharle decir que vendría con nosotros.
–Deja que
tu padre piense todo lo que tiene que pensar sin entrometerte. Ya no eres
ningún niño, Álex...
Elegía las
palabras. Como si no quisiera hacerme daño. Sin embargo, me conturbó su
sinceridad:
–No te voy a mentir. Es posible que tu padre y yo no nos repongamos de ésta. Eres mayor para entender que algunas personas pueden ser muy infelices al lado de otras. Esta vez no depende de mí.
–No te voy a mentir. Es posible que tu padre y yo no nos repongamos de ésta. Eres mayor para entender que algunas personas pueden ser muy infelices al lado de otras. Esta vez no depende de mí.
No la dejé continuar. No tenía
ganas de asumir la resignación de mi madre. Preferí hacer oídos sordos y seguir
insistiendo en que debía venir con nosotros.
Utilicé un
quejido lastimero que ella no quiso entender.
–Es que me
aburro –dije.
–Escribe,
hijo. Aprovecha esta oportunidad. A saber cuántos habrá por ahí que empezaron a
escribir porque se aburrían, y cuántas grandes obras deben de ser fruto de un
aburrimiento tan superlativo como el tuyo.
Me
convenció ella a mí y no al revés, como siempre. De regreso, me detuve un
segundo frente a nuestra casa: se oía, tenue, el sonido del violín de Víctor.
Debía de ser una pieza nueva, porque no me sonaba de nada. Al otro lado del
camino todo permanecía en silencio. El tiempo parecía detenido por completo. Si
hubiera sabido qué escribir, aquella noche hubiese empezado a ser escritor.
Pero no, para que yo me convirtiera en escritor faltaba aún una persona. No iba
a tardar en aparecer.
Care Santos, El Anillo de Irina
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