Hace tiempo,
si uno se dirigía a Charing Cross Road desde Trafalgar Square, en cuestión de
minutos se encontraba con una librería situada a mano derecha y sobre cuyo
escaparate un cartel anunciaba: «WILLIAM BUGGAGE. LIBROS RAROS».
Si uno se
detenía a curiosear a través del cristal, podía ver las paredes forradas de
arriba abajo con libros y, si abría la puerta y entraba, inmediatamente lo
envolvía el hedor a cartón viejo y hojas de té que impregna el interior de toda
librería de lance de Londres. Casi siempre había dos o tres clientes, figuras
sombrías ataviadas con abrigo y sombrero Trilby, que hurgaban en silencio entre
colecciones de Jane Austen y Trollope, Dickens y George Eliot, con la esperanza
de dar con una primera edición.
Daba la
impresión de que nunca había un dependiente que atendiese a los clientes y, si
alguien tenía tanto interés en pagar un libro como para no tomarlo, debía
cruzar una puerta que comunicaba con la trastienda y donde se podía leer:
«OFICINA. PAGUE AQUÍ». Al traspasarla, uno se encontraba al señor William
Buggage y a su ayudante, la señorita Muriel Tottle, ensimismados en sus
respectivas tareas. El señor Buggage se sentaba tras una valiosa mesa de
despacho de caoba del siglo XVIII, mientras que a poca distancia la señorita
Tottle disponía de un mueble algo más pequeño pero no por ello menos elegante,
un escritorio de estilo Regencia tapizado en un cuero verde ya desvaído. Sobre
la mesa del señor Buggage siempre había un ejemplar del día del Times de
Londres, así como del Daily Telegraph, el Manchester Guardian, el Western Mail
y el Glasgow Herald. También tenía a su alcance la última edición del Who’s
Who, un grueso volumen de tapas rojas, muy baqueteado por el uso. Sobre el
escritorio de la señorita Tottle había una máquina de escribir eléctrica y una
sencilla pero bonita bandeja con papel de correspondencia y sobres, junto a un
surtido de clips y grapadoras y demás parafernalia de oficina.
De vez en
cuando, aunque no con demasiada frecuencia, un cliente accedía a la oficina
desde la librería y le entregaba el volumen de su elección a la señorita
Tottle, quien comprobaba el precio escrito a lápiz en la guarda y aceptaba el
dinero, buscando cambio si era necesario en el cajón izquierdo de su escritorio.
El señor Buggage ni siquiera se molestaba en mirar a quienes entraban y salían
y, si alguno de ellos preguntaba algo, era la señorita Tottle la que respondía.
Helene Hanff, 84 Charing Cross Road
Roald
Dahl, El Librero
¡Es una
tiendecita antigua y encantadora, que parece salida directamente de las páginas
de una novela de Dickens! ¡Te chiflará cuando la veas!
Tienen fuera
unos expositores, y me paré a hojear unas cuantas cosas simplemente para asumir
la apariencia de una amante de los libros antes de pasar al interior. Dentro
está oscuro: hueles los libros antes de poder verlos; un olor de lo más
agradable. No soy capaz de describírtelo, pero es una combinación de moho,
polvo y vejez, de paredes revestidas de madera y suelo entarimado. Hacia el
fondo de la tienda, a la izquierda, hay un escritorio con una lámpara de
estudio encima. Frente a él estaba sentado un hombre de unos cincuenta años,
con nariz a lo Hogarth. Levantó la mirada al entrar yo, y me saludó diciendo:
«Buenas tardes. ¿Puedo ayudarla?», con marcado acento del Norte. Le respondí
que sólo quería curiosear, y me animó a hacerlo.
Hay metros y
metros de estantes, inacabables. Llegan hasta el techo y son muy antiguos y de
tono agrisado, como de roble viejo que ha absorbido tanto polvo al correr de
los años que ya ha perdido su color originario.
Tienen una
sección dedicada a grabados, que es una gran mesa alargada en la que se exponen
grabados de Cruikshank, de Rackham, de Spy y de otros muchos ilustradores v
caricaturistas ingleses que no soy capaz de reconocer porque apenas sé nada de
ellos. Hay asimismo algunas revistas ilustradas antiguas deliciosas.
Helene Hanff, 84 Charing Cross Road
Lentamente
giró por el pasillo sin saber muy bien lo que iba a encontrar allí. Una
librería al uso, seguro que no.
La imagen que
se presentó ante sus asombrados ojos fue una imagen que no olvidaría jamás.
A la luz de
multitud de lámparas de aceite distribuidas estratégicamente se mostraba una
sala enorme de altos techos. Sus cuatro paredes estaban cubiertas desde el
suelo hasta el techo de infinidad de estanterías cuyos estantes se combaban
bajo el peso de libros de incontables tamaños y colores. En el centro mismo de
la sala se alzaban diversas vitrinas acristaladas que contenían manuscritos
antiguos en diferentes estados de conservación.
Álex se detuvo
maravillada. Jamás hubiese esperado encontrar algo así detrás de esa puerta, en
ese callejón de Madrid, en ese siglo… no pertenecía a esa época. La escena
parecía sacada del pasado, de un pasado muy lejano. Si cerraba los ojos incluso
podía ver a decenas de monjes cistercienses copiando manuscritos en largas
mesas… Dejó escapar una carcajada ahogada antes de llevarse las manos a la boca
y contener su propia voz.
No había
nadie. El silencio era absoluto, solamente roto por el crepitar de la llama de
la lámpara que tenía más cerca. Todo era muy extraño.
Al final de la
sala vio una puerta ligeramente entornada. Quizá el propietario estuviese en
aquella habitación. Un poco insegura decidió ir hasta la puerta y averiguarlo.
Era imposible que allí no hubiese nadie.
Comenzó a adentrarse
en la sala con los ojos danzando de una estantería a otra. Había tantos libros
interesantes que no sabía muy bien por dónde comenzar.
Laura Sanz, La Chica del Pelo
Azul
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