Yendo hacia un
monte, descubrí en un almacén una montaña de manzanas que embalsamaban el aire.
Pero cuando pasaba las dos sierras, ahora la pequeña montaña era de racimos de
uvas en lo profundo de una bodega. El otro fuego: el del mosto morado, el del
vino en el lagar. Otra vez el encuentro con las sombras profundas de las
«cuevas». El fuego débil de los candiles que iban y venían flotando como
espíritus por los pasillos de tierra amarilla, como si hubiese descendido a
aquella oscuridad el sol sobre las mieses de las eras. Soles de oro estaban
sepultados bajo la tierra, en lo hondo de las cuevas. Fuera crujían, al ir y al
retornar, las ruedas de los carros en los guijarros del camino. Y arriba
parecían crujir también, de tan puras, las estrellas.
Antonio
Colinas, Memorias del Estanque
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