Resulta cuando
menos llamativo el odio que en determinados grupos de personas desata el
escritor Arturo Pérez-Reverte; a saber: feministas, escritores sin
apenas lectores y eruditos de la palabra o la pluma. Seguro que hay algún otro
grupúsculo más minoritario entre la lista de odiadores del novelista
cartagenero, pero ahora no quiero acordarme. Es prácticamente imposible abrir
una red social y que entre las noticias principales no haya una polémica en la
que se ha metido o -y es lo más frecuente- han metido a don Arturo.
La última de
las trifulcas no la he encontrado uno en los muros de Facebook y Twitter de
poetas autoeditados o escritores imprescindibles de los culturales, ni siquiera
en blogs de educadas señoritas llamados En mi coño mando yo, Mi raja es mía o
algo así, sino en las páginas de El País. Arremetía contra el autor de El
tango de la guardia vieja un hombre también polémico y rayano en la
estulticia, de nombre -de este sí quiero acordarme- Francisco Rico. Académico
de relumbrón, quijotesco, estirado y cínico como sólo sabe hacer un hombre de
su talla intelectual, llamaba a Pérez-Reverte productor de best
sellers, negándole no ya cierta calidad como narrador, sino la categoría de
escritor a secas. Al parecer el señor Rico -que fue un personaje de la
estupenda novela Hombres Buenos, del propio Reverte, y de varias de su amigo Javier
Marías- respondía a las palabras de una reyerta gramatical creada por
el propio Reverte en las páginas de XL Semanal, donde daba duro a los
académicos políticamente correctos que prefieren no tocar ni hablar más del
desdoblamiento de género que tantas páginas de vesania está dando a España. Es
decir, don Arturo y algunos más prefieren el sentido común (los
españoles) frente a la conquista de las palabras por sectores feministas
radicales y políticos oportunistas (los ciudadanos y ciudadanas de España).
Aunque
coincida con Reverte en esta materia, es cierto que llamar a alguien a estas
alturas talibancita de la pepitilla no ayude a calmar las aguas, por muy
fanático y pesado que sea el lobby de igualdad de género en cuestión. Pero
escribo esto no para echar más leña al fuego del supuesto machismo, la
insolente chulería y lo mediocre literariamente que es don Arturo, sino para
todo lo contrario. Soy lector desde que era muy pequeño, precisamente por las
mismas razones que lo es el protagonista de tantos altercados: porque nací en
una casa con una biblioteca muy grande. Cuando se ha nacido entre algodones
librescos uno suele tener mucha afinidad y ciertos códigos cuasi masónicos con
la gente que ha corrido la misma suerte. No sé, una hermandad en el
escepticismo desde la cuna, el saber que los libros son y serán la más grata
compañía en un mundo hostil e incomprensible. El cerebro ha debido de cambiar
de tal manera cuando uno ha jugado al fútbol con porterías en los pasillos
hechas de volúmenes de las obras completas de Pio Baroja -libros que a
los dieciséis años pasaron a la mesilla de noche- que es inevitable no
reconocer a uno de los tuyos, aunque sea de lejos. Que se haya o no pasado uno
al bando de los narradores es una cuestión sin importancia, porque el verdadero
escritor es un lector, un contumaz devorador de libros que un día se dio cuenta
de que tenía algo digno que contar y de que creía tener idea de cómo hacerlo.
He leído la
obra completa de Pérez-Reverte, sé de lo que hablo cuando hablo de él y de su
literatura. Algo que no puede decir casi nadie de los que alegremente se pasa
el día odiándolo de una manera cuasi profesional. Desde el primer libro de Alatriste
hasta Hombres Buenos, he disfrutado y aprendido con sus novelas lo
que probablemente no sepa decir aquí. Reverte no quiere epatar, no quiere
deslumbrar, quiere entretener, como él se ha encargado de decir muchas veces,
hacer que lo pasemos bien y nos olvidemos del mundo. ¿Es que acaso hay algo
poco noble en ello? ¿Es que no justifica una carrera literaria un planteamiento
así? Son muy loables otros caminos: sea la perfección de la prosa, la búsqueda
de un estilo barroco, deslumbrar con la sintaxis o el best seller puro y duro,
pero no quita que lo que él hace sea un producto no sólo bueno, sino excelente.
Porque no nos engañemos, como ya dijera Juan Benet, en literatura sólo se trata
de una cosa desde el principio de los tiempos: tener algo que decir y cómo hacerlo,
porque todo lo que nos rodea es un enigma. Y Reverte de enigmas, de
aventuras y de viajes sabe, y lo demuestra con cada nueva obra. Tiene una
imaginación poderosa, y eso ya es mucho en un escritor. También ha vivido
intensamente -como Conrad, que antes de ser escritor fue marino y otros muchos-,
sobre todo en la guerra, ahí donde un hombre y una mujer demuestran lo que son
sin ambages, y ha leído más. Ello -su vasta cultura y experiencia- lo vuelca en
las páginas, algo que tal vez sólo sepa ver ese lector perspicaz del que
hablase Umberto Eco: el que ve la historia -planteamiento, nudo y
desenlace- y el que ve mucho más lejos, con complicidad, codazos y algún guiño
de ojos, emparejando su cultura con la del escritor en cuestión.
Pero más
extraño aún es ver a este escritor tan exitoso siempre en el punto de mira de
las mujeres; de las mujeres feministas que, claro está, no lo han leído. No
sólo leyendo La Reina del Sur o El francotirador paciente, sino
cualquiera de sus novelas, se verá que todas están llenas de protagonistas
femeninos: mujeres aventureras y valientes, heroínas, inquietas y luchadoras,
viejeras, espías, artistas, etcétera. La mujer (la mujer inteligente) es el
centro de las novelas revertianas, me atrevería a decir.
Sé que -aunque
yo escriba otras cosas y me mueva en otro estilo diferente al suyo- estoy entre
esos afortunados que hemos comprendido y querido a Reverte. Da pena y cansa
verlo envuelto en tanta escaramuza estéril. Pero qué importa, esperamos Falcó
y esperaremos lo que venga mientras los enemigos y las enemigas disertan sobre
neocostumbrismo, igualdad de género y estilo sublime, ése del que por supuesto
suelen carecer.
Rafael
García Maldonado, El Mundo 19/10/2016
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