La aguja más
alta de la abadía de Westminster perforaba la orbe teñida de un amarillo pálido
del sol del atardecer cuando Arthur salió de la estación de Waterloo. El
tráfico de última hora de la tarde fluía por el puente de Westminster como un
caudaloso río, como las temidas cataratas de Reichenbach, arrastrando a los
transeúntes y las berlinas y su traqueteo hacia el abarrotado centro de la
ciudad. El Big Ben marcaba las cinco y veinte (...)
En el puente
de Westminster, Arthur se sorprendió al ver el brillo de las farolas que se
extendían como un manto de estrellas. Su resplandor blanco contrastaba con los abrigos negros de la gente, y refulgían como una luna llena sobre las agujas fractales de Westminster. Arthur cayó en la cuenta de que se trataba del nuevo alumbrado eléctrico que el gobierno de la ciudad estaba instalando avenida por avenida, plaza por plaza, en lugar de las sucias farolas de gas que habían iluminado los espacios públicos de Londres durante el último siglo. Las eléctricas eran más brillantes. Eran más baratas. Requerían menos mantenimiento. E iluminaban más el tenue atardecer, mostrando todas las grietas del pavimento, todos los adoquines. Adiós al débil claroscuro de Londres, a las damas y los caballeros en relieve de negro sobre negro. Adiós a la era de neblina y carbón de Newcastle, al hedor de la fundición de Blackfriars. Bienvenidos al radiante resplandor del siglo XX.
extendían como un manto de estrellas. Su resplandor blanco contrastaba con los abrigos negros de la gente, y refulgían como una luna llena sobre las agujas fractales de Westminster. Arthur cayó en la cuenta de que se trataba del nuevo alumbrado eléctrico que el gobierno de la ciudad estaba instalando avenida por avenida, plaza por plaza, en lugar de las sucias farolas de gas que habían iluminado los espacios públicos de Londres durante el último siglo. Las eléctricas eran más brillantes. Eran más baratas. Requerían menos mantenimiento. E iluminaban más el tenue atardecer, mostrando todas las grietas del pavimento, todos los adoquines. Adiós al débil claroscuro de Londres, a las damas y los caballeros en relieve de negro sobre negro. Adiós a la era de neblina y carbón de Newcastle, al hedor de la fundición de Blackfriars. Bienvenidos al radiante resplandor del siglo XX.
Arthur paró un
ruidoso cabriolé evitando dirigir la mirada hacia el edificio de Scotland Yard,
situado al otro lado del Támesis. Al diablo con ellos.
Graham Moore, El Hombre que Mató
a Sherlock Holmes
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