79: El Vesubio
destruye Pompeya
2016:
Terremoto en Amatrice
Los ojos de la
multitud siguieron el gesto del egipcio, y contemplaron atónitos una inmensa nube
que se alzaba de la cumbre del Vesubio a manera de gigantesco pino. El tronco
era negro, y las ramas de fuego. Su viveza cambiaba a cada instante: unas
veces, luciendo con terrible resplandor; otras, presentando un color rojizo oscuro,
que a poco tomaba un brillo que la vista no podía resistir.
Hubo entonces
un profundo silencio, que interrumpió súbitamente el rugido del león, al cual
siguieron los agudos y feroces aullidos del tigre desde el interior del
anfiteatro. Ambos eran siniestros presagios salvajes profetas de la cólera del cielo.
De todas partes se alzaron gritos de mujeres; los hombres se miraban consternados
y mudos. En aquel instante sintieron temblar la Tierra bajo sus pies;
conmovieron se las paredes del anfiteatro, y oyose a lo lejos el estruendo de techos
que se desplomaban; en seguida pareció correrse hacia ellos la nube de la
montaña, oscura y rápida como un torrente; al mismo tiempo arrojó de su seno
una lluvia de ceniza mezclada con pedazos de piedras abrasadas que arrasó los
viñedos, llenando las calles desiertas, el mismo anfiteatro, y hasta el mar,
donde silbaba al apagarse en sus agitadas olas.
Todos echaron
a correr; se atropellaban unos a otros. Pisando a los que tenían la desgracia
de caer, en medio de gemidos, imprecaciones, gritos y plegarias, los pasillos
del anfiteatro vomitaron aquella azorada muchedumbre. Mas ¿a qué lado huir?
Unos, previendo un terremoto, corrían a sus casas por sus más preciosos
efectos; otros, temiendo la lluvia de cenizas que seguía cayendo a mares por
las calles, buscaban un abrigo bajo el techo de las casas más próximas, en los
templos, donde quiera que podían huir del cielo raso.
Entretanto la
nube que amagaba a su cabeza se hacía cada vez más grande, más oscura, más impenetrable
Una noche repentina, tinieblas peores que la misma noche, iban a usurpar de pronto
el mediodía.
La nube que cubrió el día de tan espeso velo se había cambiado poco a poco en una masa sólida e impenetrable. Menos se parecía a las tinieblas de la noche que a las de un cuarto pequeño y cerrado; mas a medida que se ennegrecía, aumentaba la vivacidad y el resplandor de los relámpagos que exhalaba el Vesubio. No se limitaba su horrible hermosura a las tintas comunes de la llama: nunca ofreció arco iris alguno colores más variados y brillantes. Unas veces eran de color azul oscuro, como el más hermoso cielo del mediodía; otras, de tono verde lívido, cual la piel de una serpiente, o imitaban las sinuosas roscas de un enorme reptil; otras, de matiz rojo anaranjado, que apenas podían sufrir los ojos, pero que, penetrando las columnas de humo, alumbraba toda la ciudad, y debilitándose luego por grados, se volvía de palidez mortal, no dejando ya ver más que el fantasma de su propia existencia.
En el
intervalo de los chaparrones se oía el ruido que agitaba las entrañas de la
Tierra, o las gemidoras olas de la atormentada mar; o bien, más bajo todavía,
el agudo murmullo, sólo perceptible por un vivísimo miedo, de los gases que
exhalaban las quiebras que rasgaban la masa sólida de la nube, y a la luz de
los relámpagos fingía formas extravagantes de hombres o de monstruos que se
perseguían en las tinieblas, se empujaban unos a otros, y se disipaban todos juntos
en el turbulento abismo de la sombra, de suerte que a los ojos de la imaginación
de los consternados transeúntes aquellos vapores incorpóreos parecían
verdaderos gigantes enemigos, ministros de terror y de muerte.
Ya en muchos
parajes las cenizas llegaban a la rodilla, y la hirviente lluvia que salía del
volcán penetraba en las casas, impregnándolas de una atmósfera que ahogaba. En
algunas partes inmensos pedazos de piedra lanzados sobre el techo de las casas
amontonaban en las calles confusas masas de ruinas, aumentando los obstáculos
que la sembraban. Conforme adelantaba el día y se notaba más claramente el movimiento
de la Tierra, el suelo parecía huir bajo los pies, y ni carro ni litera podían
conservar el equilibrio aun en el suelo más firme.
A veces,
chocando entre sí al caer, las piedras más enormes se rompían en mil pedazos, y
de ellas saltaban chispas que incendiaban todos los combustibles que había al
paso. Entonces se disipó la oscuridad, a horrible costa: las llamas se habían
apoderado de muchas casas y viñedos, y se alzaban amenazadoras en medio de las
densas tinieblas. A fin de aumentar esta claridad parcial, los ciudadanos de
Pompeya habían puesto de trecho en trecho hileras de antorchas en las encrucijadas,
en los pórticos de los templos y en las avenidas del foro; pero no solían arder
mucho tiempo. La lluvia y el viento las apagaban, y la profunda oscuridad que
seguía a su luz era tanto más terrible, cuanto que demostraba la impotencia de
los esfuerzos del hombre y le enseñaba a desesperar.
Edward Bulwer Lytton, Los Últimos
Días de Pompeya
No hay comentarios:
Publicar un comentario