Cuando era un niño, el mejor lugar del mundo se encontraba en
Londres, a un corto paseo de distancia desde la estación de South Kensington.
Era un edificio ornamentado, construido con ladrillos de colores, y tenía —y
ahora que lo pienso, todavía las tiene— gárgolas repartidas por todo el tejado:
pterodáctilos y tigres de dientes de sable. En el vestíbulo se erguía el
esqueleto de un Tyrannosaurus Rex, y la réplica disecada de un dodo en una
vitrina polvorienta. Había seres metidos en frascos que antaño estuvieron
vivos, y seres en cajas de cristal que ya no seguían vivos, todos clasificados,
catalogados y sujetos con alfileres.
Se trataba del Museo de Historia Natural. En el mismo edificio se
encontraba el Museo Geológico, que albergaba meteoritos, diamantes y minerales
extraños y espléndidos, y nada más doblar la esquina aparecía el Museo de
Ciencias, donde podía evaluar mi capacidad auditiva y regocijarme porque oía
mucho mejor que los adultos.
Era el mejor lugar del mundo que yo podía visitar.
Estaba convencido de que al Museo de Historia Natural solo le faltaba
una cosa: un unicornio. Bueno, un unicornio... y un dragón. Tampoco había
hombres lobo. (¿Por qué no había nada sobre hombres lobo en el Museo de
Historia Natural? Yo quería aprender más cosas sobre los hombres lobo). Había
vampiros, pero ninguno de esos tan elegantes, y no había una sola sirena —las
busqué—, y en lo que respecta a grifos y mantícoras, tampoco les quedaba
ninguno.
(Nunca me sorprendió que no tuvieran un fénix en exposición. Obviamente, solo existe un fénix cada vez, y mientras que el Museo de Historia Natural está lleno de cosas muertas, el fénix siempre está vivo).
(Nunca me sorprendió que no tuvieran un fénix en exposición. Obviamente, solo existe un fénix cada vez, y mientras que el Museo de Historia Natural está lleno de cosas muertas, el fénix siempre está vivo).
Me gustaban los enormes fósiles de dinosaurio y los animales insólitos
y polvorientos alojados en vitrinas de cristal. Me gustaban los animales vivos,
los que respiraban, y los prefería cuando no se trataba de mascotas: me
encantaba toparme con un erizo, con una serpiente, con un tejón o con las
diminutas ranas que, una vez cada primavera, acudían brincando desde la charca
que había al otro lado de la carretera y convertían nuestro jardín en un lugar
lleno de vida.
Me gustaban los animales de verdad. Pero los animales cuya existencia
era más ignota me gustaban incluso más que aquellos que brincaban, culebreaban
o deambulaban por la vida real, porque eran insólitos, porque podía ser que
existieran o no, porque el simple hecho de pensar en ellos conseguía que el
mundo se convirtiera en un lugar más mágico.
Me encantaban mis monstruos.
«Donde hay un monstruo», nos contaba el sabio poeta norteamericano
Ogden Nash, «hay un milagro». Me habría gustado poder visitar un Museo de
Historia Antinatural, pero, al mismo tiempo, me alegraba de que no existiera
ninguno. Era consciente de que si los hombres lobo eran maravillosos, se debía
a que podían ser cualquier cosa. Si alguien llegara a capturar a un hombre lobo,
o a un dragón, si domesticaran a una mantícora o confinasen a un unicornio, si
los metieran en frascos y los diseccionasen, entonces solo podrían ser una
única cosa, y dejarían de vivir en esos lugares ocultos a medio camino entre el
mundo real y el de lo imposible, el cual, de eso estaba seguro, era el único
que de verdad importaba.
No existía tal museo, no en aquel entonces. Pero yo sabía cómo
visitar a las criaturas que nunca podrían avistarse en los zoos, ni en los
museos, ni en los bosques. Me estaban esperando en los libros y en los cuentos,
ocultos entre los veintiséis caracteres del alfabeto y un puñado de signos de
puntuación. Esas letras y palabras, cuando se colocaban en el orden apropiado,
podían invocar a toda clase de personas y criaturas exóticas de entre las
sombras, podían revelar las motivaciones y las mentes de los gatos y de los insectos.
Eran hechizos, deletreados con palabras que creaban nuevas palabras, que me
aguardaban entre las páginas de los libros.
El nexo entre los animales y las palabras viene de lejos. (¿Sabías
que nuestra letra A comenzó su existencia como la representación pictórica de
la cabeza de un toro puesta del revés? Los dos palitos sobre los que se
sostiene la A eran originariamente cuernos. La puntiaguda parte superior
representaba su cara y su nariz).
Neil Gaiman,
Introducción a Criaturas Fantásticas
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