martes, 16 de agosto de 2016

COVENT GARDEN


También hay que ver por las mañanas —ya en primavera, ya en verano— Covent Garden, cuando la fragancia de las flores que impregna el aire disuelve incluso las malsanas emanaciones del desenfreno nocturno y vuelve medio loco de alegría al jilguero de plumaje oscuro, cuya jaula ha colgado toda la noche de la ventana de un desván. ¡Pobre pajarillo! Pero no es el único pequeño cautivo: unos, retrayéndose de las pegajosas manos de compradores borrachos, yacen con la cabeza gacha en el suelo; otros, asfixiados y apretujados, esperan el momento de poder respirar en compañía de humanos más sobrios y de hacer que los viejos empleados que se dirigen a su trabajo se pregunten qué es lo que llena sus pechos de tan campestres visiones.


Pero no es mi propósito extenderme sobre mis paseos. La historia que voy a contar surgió de una de estas caminatas, a las que he querido referirme a modo de prólogo.

Charles Dickens, La Tienda de Antigüedades

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