También hay que ver por las
mañanas —ya en primavera, ya en verano— Covent Garden, cuando la fragancia de
las flores que impregna el aire disuelve incluso las malsanas emanaciones del
desenfreno nocturno y vuelve medio loco de alegría al jilguero de plumaje
oscuro, cuya jaula ha colgado toda la noche de la ventana de un desván. ¡Pobre
pajarillo! Pero no es el único pequeño cautivo: unos, retrayéndose de las
pegajosas manos de compradores borrachos, yacen con la cabeza gacha en el
suelo; otros, asfixiados y apretujados, esperan el momento de poder respirar en
compañía de humanos más sobrios y de hacer que los viejos empleados que se dirigen
a su trabajo se pregunten qué es lo que llena sus pechos de tan campestres visiones.
Pero no es mi propósito
extenderme sobre mis paseos. La historia que voy a contar surgió de una de
estas caminatas, a las que he querido referirme a modo de prólogo.
Charles Dickens, La Tienda de
Antigüedades
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