— Decid, ¿es
cierto que escribís día y noche?
—Es cierto.
—¿Por qué?
Era imposible
explicarle en pocas palabras al rey del mayor imperio de la tierra la razón que
lo mantenía con vida, cómo contarle que al rellenar los pliegos en blanco el
mundo se desvanecía y el tiempo desaparecía, que el hambre y la sed, y el deseo
carnal, todo se apagaba y solo quedaba la ansiedad por terminar la escena, el
acto, el capítulo, el libro, y luego empezar otro y acabarlo, y así seguir
fuera de los males y de las tristezas del mundo. La bebida lo había embotado y
se sentía débil y soñoliento, pero hizo un esfuerzo por continuar de pie y por
responder con dignidad.
Pero antes de
que contestara, el marqués metió cizaña.
—Lope, algunos
dicen que vuestros versos son vulgares. Que otros escriben mejor, ¿qué decís a
eso?
El escritor lo
miró con furia penetrante.
—Señor, dicen
que soy ruidoso porque en mis obras meto más actores que nadie, que mis versos
son obscenos porque si puedo pongo actrices y no imberbes con faldas e
imposturas; que son versos vulgares porque hay alguaciles, carniceros y
lavanderas en vez de reyes, semidioses y romanos. Dicen que destrozo la palabra
escrita. Señor, ¿y de qué quieren que escriba? Aquellos que me critican hablan
y hablan de los tiempos clásicos, de los Zeus y Afrodita y de los Júpiter y
Hércules con sus trabajos, de los argonautas, personajes tan encumbrados y tan
elevados que aburren a las ovejas. El pueblo no quiere eso, ¿no tienen monedas
acaso? ¿No tienen boca para pedir? Y piden, y eso que piden es lo que yo doy.
Están muy equivocados quienes siguen a los cultos cultísimos, a quienes ríen
con falsedad y aplauden como marionetas sin entender ni pizca lo que oyen o
leen. La plebe no quiere griegos antiguos, sino tocar carne a pie de calle, no
quiere latines sino nuestro vigoroso castellano. Quiere entretenerse y no
divagar sobre el sexo de los ángeles, que Constantinopla solo hubo una y ya la
conquistaron los turcos. —Sin darse cuenta, las palabras comedidas estaban
dando paso a una encendida diatriba—. ¡Mis versos son vulgares porque son los
versos que el vulgo entiende! ¡Que lea Góngora en Lavapiés sus líneas torcidas!
¡Le apalearán a pepinazos agrios! ¡Preguntad en las corralas, contad los bancos
llenos que había, los balcones abarrotados tras las celosías! O id al Prado, o
al alcázar de la corte, y ved qué cuchichean, qué leen, príncipes y camareros,
cocineros y chambelanes. Decidme qué leéis vos, ¿a Góngora? —Un gesto de maldad
le iluminó el rostro—. ¿O es a Cervantes, cuyas obras de teatro son aplaudidas
con sardinas apestosas y cogollos agusanados? Pero ahora ya no hay teatro.
Preguntad al pueblo qué desea; yo se lo daré.
El noble
perdió su expresión satisfecha y complaciente; el rey mostró un esbozo de
sonrisa vengativa.
—Os hemos
escuchado. Ahora, idos.
Blas Malo, Lope. La Furia del Fénix
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