DÍA DE LA ENSEÑANZA 2018
Con esfuerzo
apartó las ramas que le impedían el paso, retorciéndose, formando una casi
impenetrable tela de araña que con hostilidad se enfrentaba a ella, como
diciendo: «Vete, no eres bienvenida».
La camisa se
pegaba a su espalda, empapada en un sudor tan denso y tan caliente como el
asfixiante aire que allí se respiraba.
«Tiene que
estar ya muy cerca, no puede faltar mucho», se dijo a sí misma.
Al pasar junto
a una enorme roca, casi enteramente cubierta de un oscuro musgo de aspecto
gelatinoso, una numerosa bandada de murciélagos alzó el vuelo con brusquedad.
De inmediato recordó las palabras del Profesor, tan vivamente como si las
estuviese escuchando en ese momento por primera vez:
«Al llegar a
la roca de los murciélagos camina veinte pasos hacia el sur y habrás llegado a
la entrada del templo».
Así que sacó
la brújula del bolsillo y esperó un segundo hasta que la aguja señaló el norte.
Con una sonrisa en los labios giró sobre sí misma, guardó la brújula y comenzó
a caminar hacia el sur.
«Uno, dos,
tres..., dieciocho, diecinueve y veinte». Ya estaba. Había llegado a la entrada
del templo. O eso se suponía. Porque ante ella no había nada. Ninguna puerta,
ni columnas, ni escaleras, nada. Tan solo un enmarañado manto de hojas y enredaderas
que cubrían casi por completo una irregular formación rocosa. No podía ser,
tenía que estar allí. El Profesor había sido muy claro, veinte pasos al sur de
la roca de los murciélagos. Y en ningún momento había dudado de su palabra. Ni
tan siquiera entonces. Porque los consejos y las indicaciones del Profesor
siempre habían sido acertados, y siempre, en innumerables ocasiones, le habían
sido de gran ayuda.
Inmediatamente
acudieron a su mente recuerdos imborrables. Aquella vez en la que tuvo que
enfrentarse a la abominable y cruel Señorita Trunchbull; aquel verano en que
suspendió las Matemáticas y el Imbécil metió los Pin y Pon en el vídeo; cuando,
acompañada de su amiga Casiopea, tuvo que ir hasta el mismísimo Manantial del
Tiempo para desbaratar los planes de los Hombres Grises; la ocasión en la que,
a lomos de Fújur, consiguió escapar de Gmork y de la Nada; o aquella otra en la
que tuvo que recorrer media Europa huyendo entre las
enredaderas. No era más que un lagarto, un lagarto curioso y esquivo que, casi
enseguida, desapareció de nuevo entre el follaje.
Intrigada,
introdujo con cuidado una mano por la abertura en la que, hacía tan solo un
instante, había estado el lagarto, y con sorpresa descubrió que, tras ella, no
había roca. No había nada. Así que, primero con precaución y después con ansia,
fue apartando hojas y ramas hasta dejar al descubierto aquello que, sin duda,
era lo que con tanto ahínco había estado buscando. No se trataba de ninguna
puerta majestuosa, enmarcada por robustas columnas ni fastuosas escaleras. No
era más que una grieta en la roca, que apenas dejaba espacio para que un ser
humano pudiese franquearla; sin embargo, no podía dudar de que aquella tenía
que ser la entrada al templo. Labradas en la roca, rodeando por completo la
abertura, había multitud de pequeñas calaveras emplumadas. Y aquel era el
símbolo del dios al que el templo que ella buscaba estaba dedicado.
Así que, sin
dudarlo un instante, y armada de una antorcha que había encontrado junto a la
entrada, quizás a la espera del primer aventurero incauto que se atreviese a
cruzar el umbral y necesitase iluminar sus pasos, comenzó a recorrer un camino
que, si bien podía granjearle la mayor de las recompensas, también podía
resultar sumamente peligroso y, por qué no admitirlo, incluso fatal.
Sin embargo,
otra vez los sabios consejos, las enseñanzas y el apoyo del Profesor le
ayudaron a sortear todos los peligros con los que se fue encontrando: las
terribles arenas movedizas hirvientes, el pasadizo de las cuchillas afiladas,
los pozos ocultos repletos de gigantescos escorpiones, las imprevisibles
estatuas vivientes. Con esfuerzo y algo de suerte logró superar todas y cada
una de aquellas pruebas y amenazas hasta alcanzar finalmente la sala en la que
se hallaba aquel magnífico tesoro que había ido a buscar.
Allí estaba,
inmóvil, corno llamándola, encima del altar de piedra. Con pasos cuidadosos
subió las escaleras labradas en la roca hasta llegar junto a la recompensa que
tanto había ansiado encontrar. Estaba al alcance de su mano. Tan solo tenía que
cogerlo. Ya era suyo. Era tan sencillo... Quizás demasiado. Entonces se dio
cuenta. En aquel altar de piedra había un resorte. Y seguro que estaba
conectado a algún oculto mecanismo que la conduciría a una muerte terrible. Así
que, como le había enseñado el Profesor, se tomó su tiempo. Observó y estudió
aquel resorte hasta que creyó dar con la clave. Sin embargo, no podía estar
segura. Nunca se podía estar del todo segura en estos casos. Pero tenía que
arriesgarse. No iba a marcharse de allí con las manos vacías. Así que se armó
de valor, se limpió el sudor de la frente y se dispuso a coger aquello que
había ido a buscar. Con cuidado buscó en el interior de su mochila hasta
encontrar lo que necesitaba: un lápiz. Un simple lápiz de grafito. Aún con más
cuidado cogió el lápiz con dos dedos y, muy despacio, lo introdujo en un
pequeño agujero que había en la parte trasera del altar. Un pequeño crujido,
casi imperceptible, llegó a sus oídos. Por unos interminables segundos esperó
inmóvil, temiendo que aquel sonido fuese el principio de su propio fin. Sin
embargo, no sucedió nada. Entonces ella alargó las manos, temblorosas, y tomó
el tesoro con la mayor de las precauciones y las reverencias. ¡Lo tenía! ¡Lo
había conseguido! Aquel tesoro era suyo. Para siempre, y ya nadie podría
arrebatárselo. Así que, con una enorme sonrisa en los labios, recorrió los
pocos pasos que la separaban de la mesa del Profesor.
-Ya lo he
terminado.
-¿Te ha
gustado?
-¡Me ha
encantado! Es justo como nos habías contado. Misterioso, divertido,
emocionante. ¡Maravilloso!
-Me alegro
mucho. Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres empezar otra aventura?
-¡Por
supuesto! ¡Claro que sí! ¡Inmediatamente!
-Está bien,
está bien. Primero tenemos que repasar los ejercicios de Matemáticas; pero, en
cuanto terminemos, podéis buscar un nuevo libro en la biblioteca.
-Profesor...
-¿Sí?
-¿Cuál me
recomiendas?
Concha López Narváez y Rafael
Salmerón
No hay comentarios:
Publicar un comentario