No viene
precedido de ningún anuncio, no se cuelga cartel alguno en los postes o vallas
publicitarias del centro ni tampoco aparecen notas ni menciones en los
periódicos locales. Sencillamente, está ahí, en un sitio en el que ayer no
había nada.
Las altísimas
carpas son de rayas blancas y negras, nada de tonos dorados o carmesíes. De
hecho, no se ve color en ninguna parte, a excepción del verde de los árboles
cercanos y de la hierba de los campos colindantes. Rayas blancas y negras, y un
cielo gris de fondo. Innumerables carpas de todas las formas y tamaños rodeadas
por una recargada valla de hierro forjado que las aísla en un mundo falto de
color. Hasta el poco suelo que se ve desde el exterior es blanco o negro, está
pintado o empolvado, o bien ha sido objeto de algún otro truco circense.
Pero no está
abierto al público. Aún no.
En cuestión de
horas, todos los habitantes del pueblo han oído hablar del circo. Por la tarde,
la noticia ha llegado ya a varias localidades de los alrededores. El boca a
boca es un método publicitario mucho más efectivo que la letra impresa o los
signos de exclamación en panfletos y carteles de papel. La aparición repentina
de un misterioso circo es una noticia insólita e impactante. La gente contempla
maravillada la asombrosa altura de algunas de las carpas y observa, al otro
lado de las puertas, un reloj que nadie sabe exactamente cómo describir.
Y luego está
el cartel negro con letras blancas que cuelga de esas puertas, el cartel que
dice así:
ABRIMOS CUANDO ANOCHECE.
CERRAMOS CUANDO AMANECE
«¿Qué clase de
circo abre sólo de noche?», se pregunta la gente. Nadie sabe la respuesta, pero
a medida que se acerca el ocaso un considerable número de espectadores se reúne
ante las puertas.
Tú estás entre
ellos, claro. La curiosidad ha sido más fuerte que tú, como suele ocurrir con
ella. Estás allí al caer el día, con la bufanda que llevas al cuello bien
subida para que te proteja de la fresca brisa nocturna, ansioso por ver qué
clase de circo abre sus puertas únicamente al ponerse el sol.
La taquilla,
perfectamente visible al otro lado de las puertas, está cerrada a cal y canto.
Las carpas permanecen inmóviles, excepto cuando el viento las sacude de forma
apenas perceptible. El único movimiento en el interior del circo es el del
reloj que cuenta los minutos, si es que tan sorprendente escultura puede
considerarse un reloj.
El circo da la
sensación de estar vacío y abandonado, pero te parece percibir el olor del
caramelo en la brisa nocturna, mezclado con el fresco perfume de las hojas de
otoño. Una fragancia ligeramente dulzona que llega con el frío.
El sol se
oculta por completo tras el horizonte y la claridad que queda deja de ser ocaso
para convertirse en penumbra. A tu alrededor, la gente que espera está impacientándose:
un mar de personas que arrastran los pies y comentan entre murmullos la
posibilidad de abandonar el intento para buscar un lugar más cálido en el que
pasar el rato. Tú también estás considerando la opción de marcharte cuando, de
pronto, sucede.
Primero, se
produce una especie de estallido, que apenas se oye entre el viento y las
conversaciones. Luego un sonido más débil, como el de una tetera a punto de
empezar a hervir. Y por último llega la luz.
En todas las
carpas empiezan a encenderse lucecitas, como si el circo entero estuviera
cubierto de luciérnagas inusitadamente brillantes. La multitud, expectante,
guarda silencio mientras contempla ese derroche de luz. Alguien, junto a ti,
contiene una exclamación. Un niño aplaude, entusiasmado por el espectáculo.
Cuando todas
las carpas están iluminadas, cuando centellean recortadas contra el cielo
nocturno, aparece el cartel.
En la parte
superior de las puertas se encienden más luciérnagas, ocultas hasta ese momento
entre espirales de hierro forjado. Producen un estallido al iluminarse y,
algunas, incluso despiden un poco de humo y una pequeña lluvia de relucientes
chispas blancas. Los que están más cerca de las puertas retroceden unos cuantos
pasos.
Al principio,
no parecen más que unas cuantas luces que se iluminan al azar. Pero, a medida
que se van encendiendo otras, resulta obvio que todas juntas forman una especie
de palabra. La primera letra que se puede distinguir es una «C», pero luego van
apareciendo otras. Una «q», extrañamente, y varias «es». Cuando se enciende la
última bombilla, cuando el humo y las chispas se disipan, el recargado cartel
incandescente resulta legible. Te inclinas un poco a tu izquierda para ver
mejor y lees lo siguiente:
LE CIRQUE DES RÊVES
Entre la
multitud, algunos sonríen con gesto de complicidad, mientras otros observan con
mirada interrogante a sus vecinos. Una niña que está a tu lado le tira de la
manga a su madre y le pregunta qué dice el cartel.
—El Circo de
los Sueños —responde la madre. La niña sonríe, encantada.
En ese
momento, las puertas de hierro tiemblan y se abren, al parecer por propia
voluntad. Giran hacia dentro, como si invitaran a la multitud a pasar.
El circo ya
está abierto.
Ya puedes
entrar.
Erin Morgenstern, El Circo de laNoche
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