lunes, 5 de marzo de 2018

MI ENCUENTRO CON JACK


Cuanto más tiempo paso en este tren más me asusta su potencia; es una máquina con gran fuerza, con un corazón tan desatado como el mío. Debe de estar terriblemente enamorado de la locomotora que lo hace avanzar. A menos que, como yo, sufra la melancolía de lo que va dejando atrás.
Me siento solo en mi vagón. Las lágrimas de Madeleine han fabricado un torniquete bajo mi cráneo. Es necesario que vomite o que hable con alguien. Diviso a un tipo enorme apoyado contra la ventana, escribiendo algo. De lejos, su silueta evoca la de Arthur, pero cuanto más me aproximo, más desaparece esa sensación. Salvo por las sombras que proyecta, no hay nadie a su alrededor. Ebrio de soledad, me lanzo sin más:
—¿Qué está escribiendo, señor?
El hombre se sobresalta y esconde el rostro detrás de su brazo izquierdo.
—¿Le he asustado?
—Me has sorprendido.
Sigue escribiendo, aplicándose como si pintara en una tela. Bajo mi cráneo, el torniquete acelera su ritmo.
—¿Qué quieres, pequeño?
—Quiero ir a Andalucía para conquistar a una muchacha, pero lo cierto es que no sé nada del amor, de cómo proceder. Las mujeres a las que he conocido jamás quisieron enseñarme nada sobre este asunto y me siento solo en este tren… ¿Podría usted darme algún consejo?
—¡Has caído en muy mal lugar, muchacho! No soy muy ducho en cuestiones amorosas, precisamente… No con los vivos, en cualquier caso… No, con los vivos la cosa nunca ha funcionado.
Empiezo a sentir escalofríos. Leo por encima de su hombro, lo cual parece irritarle.
—Esta tinta roja…
—¡Es sangre! ¡Y ahora vete, muchacho, vete!
Copia una y otra vez la misma frase, metódicamente, sobre pedazos de papel: «Vuestro humilde servidor, Jack el Destripador».
—Tenemos el mismo nombre. ¿Será un buen presagio?
Se encoge de hombros; parece ofendido por no haberme impresionado más. El silbido de la locomotora se desgañita a lo lejos, la niebla atraviesa las ventanas. El frío me tiene paralizado.
—¡Vete, pequeño!
Golpea violentamente el suelo con su tacón izquierdo, como si pretendiera asustar a un gato. No soy ningún gato, pero de todos modos el truco funciona: estoy muerto de miedo. El estrépito que hace su bota rivaliza con el del tren. El hombre se vuelve hacia mí y observo que los rasgos de su rostro son afilados como cuchillas.
—¡Vete ahora mismo!
El furor de su mirada me recuerda a Joe, le basta mirarme para provocarme temblor de piernas. Se acerca salmodiando:
—¡Vamos, brumas! Haced estallar vuestros trenes hechizados, yo puedo fabricarlos, fantasmas, mujeres sublimes, rubias o morenas, recortables en la bruma…
Su voz se transforma en un estertor.
—¡Puedo destriparlas sin que se asusten… Y firmar «Vuestro humilde servidor, Jack el Destripador»! No tengas miedo, hijo mío, ¡muy pronto aprenderás a asustar para existir! No tengas miedo, hijo mío, muy pronto aprenderás a asustar para existir…
Mi corazón se acelera y mi cuerpo se tambalea, y esta vez no es a causa del amor. Corro desesperado por los pasillos del tren. No hay nadie. Jack me persigue, rompiendo los cristales de todas las ventanas con un machete. Un cortejo de aves negras se cuela en el tren y envuelve a mi perseguidor. Parece que él avanza más deprisa caminando que yo corriendo. Entro en un nuevo vagón, pero no hay nadie. El eco de sus pasos aumenta, las aves se multiplican, salen de su abrigo, de sus ojos, se arrojan sobre mí. Salto por encima de los asientos para ganar distancia. Me doy la vuelta, los ojos de Jack iluminan todo el tren, las aves me alcanzan, la sombra de Jack el Destripador, la puerta de la locomotora en el punto de mira. ¡Jack me va a destripar! ¡Oh, Madeleine! Ya no escucho el ruido de mi reloj, que me escuece hasta alcanzar el vientre. Su mano izquierda me agarra por el hombro. ¡Me va a aniquilar, me va a aniquilar y no habré tenido tiempo ni de enamorarme!
El tren está frenando, creo que entra en una estación.
—No tengas miedo, hijo mío, ¡muy pronto aprenderás a asustar para existir! —repite una última vez Jack el Destripador mientras esconde su arma.
Tiemblo de miedo. Desciende entonces por el estribo del tren y se evapora entre la multitud de pasajeros que esperan en el andén.

Mathias Malzieu, La Mecánica del Corazón

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