En la
primavera de 1928, George Gershwin, el creador de Rhapsody in Blue, realizó una
gira por Europa y conoció a los compositores más destacados del momento. En
Viena recaló en casa de Alban Berg, cuya ópera Wozzeck —empapada en sangre,
disonante y abrumadoramente sombría— se había estrenado tres años antes en
Berlín. Para recibir a su visitante estadounidense, Berg se ocupó de que un
cuarteto de cuerda interpretara su Lyrische Suite (Suite lírica), en la que el
lirismo vienés se refinaba hasta convertirse en algo parecido a un peligroso
narcótico.
Gershwin se
sentó luego al piano a tocar algunas de sus canciones. Vaciló. La obra de Berg
lo había dejado sobrecogido. ¿Eran sus propias obras dignas de este marco lúgubre
y opulento? Berg lo miró con severidad y dijo: «Sr. Gershwin, la música es la
música.»
Como si fuera
tan sencillo. A la larga, toda música actúa sobre sus oyentes por medio de la
misma física sonora, agitando el aire y despertando extrañas sensaciones. En el
siglo XX, sin embargo, la vida musical se desintegró en una masa ingente de
culturas y subculturas, cada una de ellas con su canon y su jerga propios.
Algunos géneros han alcanzado más popularidad que otros; ninguno de ellos atrae
realmente a las masas. Lo que gusta a un público, a otro le provoca dolores de
cabeza. Las músicas hip-hop entusiasman a los adolescentes y espantan a sus
padres. Canciones populares y ya clásicas que rompen los corazones de una
generación anterior se convierten en algo kitsch e insípido a oídos de sus
nietos. Wozzeck de Berg es, para algunos, una de las óperas más irresistibles
jamás escritas; así lo pensaba Gershwin, y la emuló en Porgy and Bess,
especialmente en los acordes brumosos que flotan a lo largo de «Summertime».
Para otros, Wozzeck es un dechado de fealdad. Las discusiones se tornan
fácilmente cada vez más acaloradas; podemos ser intolerantes, incluso
violentos, en nuestras reacciones ante los gustos de otros.
Pero la
belleza puede atraparnos en lugares inesperados. «Dondequiera que estemos
—escribe John Cage en su libro Silence (Silencio)—, lo que oímos es fundamentalmente
ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, nos resulta
fascinante.»
La composición
clásica en el siglo XX, el tema de este libro, a muchos les suena a ruido. Es
un arte en gran medida agreste, un movimiento alternativo no asimilado.
Mientras que las abstracciones llenas de salpicaduras de pintura de Jackson
Pollock se venden en el mercado del arte por cien millones de dólares o más, y
mientras que las obras experimentales de Matthew Barney o David Lynch se
analizan en las residencias universitarias de una punta a otra de Estados
Unidos, el equivalente en música sigue provocando oleadas de desasosiego entre
los asistentes a conciertos y tiene un impacto apenas perceptible en el mundo
exterior. La música clásica se ha estereotipado como un arte de los muertos, un
repertorio que empieza con Bach y termina con Mahler y Puccini. Algunas
personas se muestran a veces sorprendidas al enterarse de que los compositores
siguen componiendo.
Sin embargo,
estos sonidos no pueden tildarse precisamente de extraños. En el jazz surgen
inesperadamente acordes atonales; en las bandas sonoras de Hollywood aparecen
sonidos vanguardistas; el minimalismo ha dejado su impronta en el rock, el pop
y la música dance desde The Velvet Underground en adelante. A veces la música
se asemeja al ruido porque es deliberadamente ruido, o algo que se le aproxima.
A veces, como sucede en Wozzeck de Berg, mezcla lo familiar y lo extraño, la
consonancia y la disonancia. A veces es tan excepcionalmente hermosa que hay
quienes, al oírla, empiezan a respirar entrecortadamente, maravillados. El
Quatuor pour la fin du temps (Cuarteto para el fin del tiempo) de Olivier
Messiaen, con sus líneas grandiosamente cantables y sus acordes suavemente
resonantes, logra que el tiempo se detenga cada vez que se interpreta.
Como los
compositores han estado en contacto con todos y cada uno de los aspectos de la
existencia moderna, su obra puede representarse únicamente sobre un lienzo lo
más amplio posible. El ruido eterno se ocupa no sólo de los artistas
propiamente dichos, sino también de los políticos, los dictadores, los patronos
millonarios y los presidentes de empresas que intentaron controlar qué música
se escribía; de los intelectuales que intentaron ser árbitros del estilo; de
los escritores, pintores, bailarines y cineastas que brindaron compañerismo en
caminos de exploración solitarios; de los públicos que vilipendiaron, ignoraron
o se deleitaron con lo que estaban haciendo los compositores; de las
tecnologías que cambiaron cómo se hacía y escuchaba la música; y de las
revoluciones, las guerras calientes y frías, las oleadas migratorias y las
transformaciones sociales más profundas que remodelaron el paisaje en que
trabajaron los compositores.
Qué tiene que
ver realmente la marcha de la historia con la música constituye el tema de un
intenso debate. En el mundo clásico ha estado de moda desde hace mucho tiempo
mantener a la música cercada respecto de la sociedad, declararla un lenguaje
autosuficiente. En el hiperpolítico siglo XX, esa barrera se derrumba una y
otra vez: Béla Bartók escribe cuartetos de cuerda inspirados por las
grabaciones de campo de canciones folclóricas transilvanas, Shostakovich
trabaja en su Sinfonía Leningrado mientras los cañones alemanes están
disparando sobre la ciudad, John Adams crea una ópera que tiene como
protagonistas a Richard Nixon y Mao Zedong. Sin embargo, articular la conexión
entre la música y el mundo exterior sigue siendo endiabladamente difícil. El
significado musical es vago, mutable y, en última instancia, profundamente
personal. No obstante, aun cuando la historia no pueda nunca decirnos
exactamente qué significa la música, ésta sí que puede decirnos algo sobre la
historia. Mi subtítulo ha de entenderse en su sentido literal; esto es el siglo
XX oído a través de su música.
Las historias
de la música desde 1900 suelen adoptar la forma de un relato teleológico, una
narración obsesionada con su objetivo llena de grandes saltos hacia delante y
batallas heroicas con una burguesía indiferente a la cultura. Cuando el
concepto de progreso asume una importancia exagerada, muchas obras quedan
suprimidas del registro histórico con el pretexto de que no tienen nada nuevo
que decir. Se han formado dos repertorios bien diferenciados, uno intelectual y
uno popular. Aquí se han mezclado: ningún lenguaje se considera intrínsecamente
más moderno que otro. He dedicado capítulos independientes a Jean Sibelius y
Benjamin Britten, compositores que han sido rechazados con frecuencia como
reaccionarios o ignorados por completo en estudios anteriores; mi propósito no
es elevar a esos artistas a lo más alto del canon, sino indicar la
multiplicidad esencial de la experiencia musical del siglo XX. Los maestros
reconocidos de la música moderna, desde Schoenberg y Stravinsky en adelante,
son todos objeto de atención destacada, aunque se examina en detalle la
retórica que ha venido acompañándolos desde hace décadas. A la larga, su música
no hace más que reforzarse cuando se libera de las ideologías del estilo.
La historia se
mueve también a uno y otro lado de la frontera a menudo mal definida o
imaginaria que separa la música clásica de los géneros colindantes. Duke
Ellington, Miles Davis, los Beatles y The Velvet Underground tienen asignados
papeles destacados de comparsas, ya que la conversación entre Gershwin y Berg
se perpetúa de generación en generación. Berg estaba en lo cierto: la música se
despliega a lo largo de un continuum ininterrumpido, por dispares que sean los
sonidos a primera vista. La música está siempre desplazándose desde su punto de
origen hasta su destino en el momento fugaz de la experiencia de alguien: el
concierto de anoche, el paseo solitario de mañana.
El ruido
eterno está escrito no sólo para aquellas personas muy versadas en música
clásica, sino también —especialmente— para quienes sientan una curiosidad
pasajera por ese confuso pandemónium situado en el extrarradio de la cultura.
Abordo el tema desde múltiples ángulos: biografía, descripción musical,
historia social y cultural, evocaciones de lugares, política en estado puro,
relatos de primera mano de los propios participantes. Cada uno de los capítulos
se abre camino a través de un período concreto, pero sin ninguna pretensión de
ser exhaustivo: ciertas carreras reemplazan a escenas completas, ciertas obras
fundamentales reemplazan a carreras completas y, con inmenso pesar, mucha
música extraordinaria se ha quedado en el suelo de la sala de montaje.
Alex Ross, El Ruido Eterno:
Escuchar al Siglo XX a través de su Música
No hay comentarios:
Publicar un comentario