jueves, 22 de marzo de 2018

LOCUS AMOENUS



Debo de encontrarme en un jardín, pues siento la caricia de la hierba bajo mis pies descalzos. No conozco esta parte del país y tampoco sé cómo he llegado hasta aquí. La última luciérnaga de la noche desaparece ante mis ojos mientras una brisa ligera, procedente de las tierras que he dejado atrás, sopla agitando mis largos cabellos, que se mueven en libertad. Qué extraño. No estoy acostumbrada a llevar el pelo suelto, pues mi cabeza siempre está aprisionada en el gorro que nos obligan a utilizar en la fábrica, que cubre el pelo con una redecilla como una cofia de cocina. El gorro forma parte del uniforme junto al mono amarillo, las botas y las herramientas, que van atadas a la cintura.

Ahora, sin embargo, no llevo el uniforme: voy vestida con unos pantalones cortos y una camiseta blanca de manga corta. Veo que mis brazos, tan blancos como la ropa, se mueven como si quisieran dibujar una figura en el aire. Aquí nadie puede verme. El cielo brilla en medio del más absoluto silencio y la luz de la mañana invita a extender la mirada metros o tal vez kilómetros más allá, a izquierda y a derecha, hasta allí donde la hierba rizada promete hacerse más tersa.

La tentación es más fuerte que yo.

Me tumbo boca abajo y el perfume fresco del prado penetra por mi nariz hasta confundirse con el olor de mi piel. Yo también soy una brizna de hierba mecida por el viento, que de pronto empieza a cantar sin temor alguno. Las palabras salen de mi garganta y se elevan hasta el cielo. Es una canción inventada, que nunca había cantado hasta hoy. Las cuerdas vocales vibran y modulan las notas. No querría encontrarme en ningún otro lugar del mundo. El aire, que entra y sale de mis pulmones, atraviesa las fosas nasales, se desliza por la garganta y se transforma en música. No creía que pudiera sentirme tan viva ni que existiese tanta fuerza, tanta armonía dentro de mí. No puedo dejar de cantar y, mientras canto, mis labios dejan al descubierto unos dientes iluminados por el sol en una radiante e insólita sonrisa arrebatadora.

Ya recuerdo cuál es el nombre de este lugar.

Garden, el jardín del fin del mundo. Muchos hablan de este jardín, aunque nadie está seguro de su existencia: hay quien lo considera tan solo una leyenda. Aquí puedo cantar como siempre he deseado hacerlo, aunque, en realidad no estoy cantando. No sé cómo no me he dado cuenta antes: cantar está prohibido por la ley, como todas las manifestaciones artísticas. Estaría loca si...

Emma Romero, Garden, El Jardín del Fin del Mundo

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