Bastián se dio
cuenta de que, durante todo el tiempo, había estado mirando fijamente el libro
que el señor Koreander había tenido en las manos y ahora estaba en el sillón de
cuero. Era como si el libro tuviera una especie de magnetismo que lo atrajera
irresistiblemente.
Cogió el libro
y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y brillaban al mover
el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto estaba impreso en dos
colores.
No parecía
tener ilustraciones, pero sí unas letras iniciales de capítulo grandes y
hermosas. Mirando con más atención la portada, descubrió en ella dos
serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando
un óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas, estaba el
título Las pasiones humanas son un misterio, y a los niños les pasa lo mismo
que a los mayores. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicárselas, y
los que no las han vivido no pueden comprenderlas. Hay hombres que se juegan la
vida para subir a una montaña. Nadie, ni siquiera ellos, puede explicar
realmente por qué. Otros se arruinan para conquistar el corazón de una persona
que no quiere saber nada de ellos. Otros se destruyen a sí mismos por no saber
resistir los placeres de la mesa... o de la botella.
Algunos
pierden cuanto tienen para ganar en un juego de azar, o lo sacrifican todo a
una idea fija que jamás podrá realizarse. Unos cuantos creen que sólo serán
felices en algún lugar distinto, y recorren el mundo durante toda su vida. Y
unos pocos no descansan hasta que consiguen ser poderosos. En resumen: hay
tantas pasiones distintas como hombres distintos hay.
La pasión de
Bastián Baltasar Bux eran los libros. Quien no haya pasado nunca tardes enteras
delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara,
leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o
se estaba quedando helado...
Quien nunca
haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o
Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien
intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse
tempranito...
Quien nunca
haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia
maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había
corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido
y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido...
Quien no
conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo
que Bastián hizo entonces.
Miró fijamente
el título del libro y sintió frío y calor a un tiempo. Eso era, exactamente, lo
que había soñado tan a menudo y lo que, desde que se había entregado a su
pasión, venía deseando: ¡Una historia que no acabase nunca! ¡El libro de todos
los libros!
¡Tenía que
conseguirlo, costase lo que costase! ¿Costase lo que costase? ¡Eso era muy
fácil de decir! Aunque hubiera podido ofrecerle más de los tres marcos y
cincuenta pfennig que le quedaban de su paga..., aquel antipático señor
Koreander le había dado a entender con toda claridad que no le vendería ningún
libro. Y, desde luego, no se lo iba a regalar. La cosa no tenía solución...
Y, sin
embargo, Bastián sabía que no podría marcharse sin el libro. Ahora se daba
cuenta de que precisamente por aquel libro había entrado allí, de que el libro
lo había llamado de una forma misteriosa porque quería ser suyo, porque, en
realidad, ¡le había pertenecido siempre!
Bastián
escuchó atentamente el murmullo que, lo mismo que antes, venía del despacho.
Antes de darse
cuenta de lo que hacía, se había metido muy deprisa el libro bajo el abrigo y
lo sujetaba contra el cuerpo con ambos brazos. Sin hacer ningún ruido, se
dirigió a la puerta de la tienda andando hacia atrás y mirando entretanto
temerosamente a la otra puerta, la del despacho. Levantó el picaporte con
cautela. Quería evitar que las campanillas de latón sonaran y abrió la puerta
de cristal sólo lo suficiente para poder deslizarse por ella. Silenciosa y
cuidadosamente, cerró la puerta por fuera.
Y sólo
entonces comenzó a correr.
Los cuadernos,
los libros del colegio y la caja de lápices saltaban y tableteaban en su
cartera al ritmo de sus piernas. Le dio una punzada en el costado, pero siguió
corriendo.
La lluvia le
resbalaba por la cara, metiéndosele por el cuello. El frío y la humedad le
calaban el abrigo, pero Bastián no lo notaba. Sentía calor, y no era sólo de
correr.
Su conciencia,
que antes, en la tienda, no había dicho esta boca es mía, se había despertado
de repente. Todas las razones que habían sido tan convincentes le parecieron de
pronto totalmente increíbles, y se fundieron como monigotes de nieve bajo el
aliento de un dragón.
Había robado.
¡Era un ladrón!
Lo que había
hecho era peor incluso que un robo corriente. Aquel libro era seguramente un
ejemplar único e insustituible. Sin duda había sido el mayor de los tesoros del
señor Koreander. Quitarle a un violinista el violín o a un rey su corona era
peor que llevarse el dinero de un banco. Mientras corría, apretaba contra su
cuerpo el libro, por debajo del abrigo. No quería perderlo por muy caro que le
costara. Era todo lo que le quedaba en el mundo.
Porque a casa,
naturalmente, no podía volver.
Michael Ende, La Historia
Interminable
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