Mi primer contacto con el doctor James Winter se produjo en dramáticas
circunstancias, a las dos de la madrugada, en el dormitorio de una vieja
residencia campestre. Yo le di un par de pataditas en su blanco chaleco y le
quité las gafas de un manotazo, mientras él, con la complicidad de una mujer,
ahogaba mis airados gritos en un paño de franela y me zambullía en un baño
caliente. Uno de mis progenitores, que allí se hallaba presente, comentó en voz
baja que no debían preocuparse por mis pulmones. No recuerdo qué aspecto tenía
el doctor Winter por entonces, ya que yo tenía en aquel momento otras cosas en
qué pensar, pero la descripción que él hizo de mí dista mucho de ser
halagadora. "Una cabeza cubierta de pelusa; un cuerpo parecido a un ganso
embutido; patizambo y con las plantas de los pies vueltas hacia dentro"
fueron las características más significativas que él puede recordar.
Desde entonces hasta hoy mi vida se divide en épocas, en función
de los ataques periódicos que el doctor Winter llevó a cabo sobre mi persona.
Él me vacunó; él me abrió un absceso y fue él quien me aplicó emplastos en mis
paperas. Yo vivía en un mundo de paz en el que él era la única nube amenazante.
Pero, finalmente, me llegó el momento de una auténtica enfermedad, un tiempo en
el que me vi obligado a pasar varios meses en mi cama de mimbre. Y fue entonces
cuando me di cuenta de que aquel duro rostro podía dulcificarse; que aquellas
crujientes botas hechas para andar por el campo podían acercarse con sigilo a
mi cama, y que aquella voz ronca podía transformarse en un susurro cuando se
dirigía a un niño enfermo.
Y ahora, cuando el niño es un médico, el doctor Winter aún sigue
siendo el mismo de siempre. No puedo apreciar en él ningún cambio desde que le
recuerdo, salvo, quizá, que su pelo entrecano es hoy algo más blanco y que su
anchos hombros están un poco más caídos. Es un hombre muy alto, aunque pierde
un par de pulgadas al ir algo inclinado. Sus grandes espaldas se han doblado
tantas veces sobre el lecho de los enfermos que han acabado por tomar esa
forma. Su rostro es de un color moreno como la nuez y habla de largas caminatas
en los inviernos por desolados caminos, con el viento y la lluvia golpeándole
la cara. Ésta parece lisa si se ve a cierta distancia, pero a medida que nos
acercamos vemos que está surcada por finas e innumerables arrugas, como una
manzana de la cosecha anterior. Apenas se aprecian cuando está relajado, pero
cuando se ríe su rostro se quiebra como un espejo estrellado y entonces podemos
darnos cuenta de que aunque parece viejo, debe serlo aún más de lo que parece.
Nunca llegué a averiguar su edad. Lo intenté a menudo y en el
curso de su vida me he remontado hasta Jorge IV e, incluso, hasta la Regencia,
pero sin acercarme nunca lo suficiente a su origen. Su mente debió abrirse
tempranamente y también cerrarse muy pronto, porque los políticos de hoy
carecen de interés para él, mientras que asuntos que son del todo prehistóricos
le excitan sobremanera. Mueve la cabeza con energía cuando se refiere a la Primera
Ley de la Reforma y expresa grandes dudas sobre su sensatez; e, incluso, he
llegado a oírle pronunciar, animado con los efectos de un vaso de vino, frases
amargas sobre Robert Peel y su derogación de las Leyes de los Cereales. La
muerte de ese estadista parece que hubiera cerrado definitivamente para él la
historia de Inglaterra, y el doctor Winter se refiere a todo lo ocurrido
después como una serie de decepciones carentes de interés.
Pero sólo cuando me hice médico fui capaz de apreciar en qué medida
era por completo un superviviente de la generación anterior. Él había aprendido
su Medicina bajo aquel anticuado y ya olvidado sistema en el que un estudiante
se incorporaba como aprendiz de un cirujano; unos días en que, a menudo, el
estudio de la Anatomía empezaba por violentar una tumba. Sus puntos de vista
sobre la propia profesión todavía son más reaccionarios que sus ideas
políticas. Cincuenta años apenas le han aportado casi nada y le han quitado aún
menos que nada. Aunque la vacunación ya estaba introducida cuando era un joven
estudiante, pienso que todavía mantiene una oculta preferencia por la
inoculación. Seguiría practicando la sangría con profusión si no fuera por la
opinión pública. Considera el cloroformo como una invención peligrosa y suele
chasquear la lengua cuando oye hablar de él. Incluso se le ha oído pronunciar expresiones
sin fundamento sobre Laënnec y referirse al estetoscopio como “un juguete
francés que acaba de echar los dientes”. Lleva uno en su sombrero, pero sólo
para no defraudar a sus pacientes y, como es duro de oído, da igual que lo
utilice o no.
Lee su semanario médico como una obligación, por lo que posee una
cierta idea general de los avances de la ciencia moderna. Sin embargo, sigue
pensando que ésta es un enorme y absurdo experimento. La teoría microbiana
sobre la etiología de las enfermedades le hizo sonreír durante mucho tiempo, y
su chiste favorito en las habitaciones de los enfermos solía ser: “Cierren la
puerta o, si no, entrarán los gérmenes”. Con respecto a la teoría de Darwin
hizo el que le parecía el chiste más agudo del siglo: “Los niños en la
guardería y sus antecesores en la cuadra”, acostumbraba a decir, y podía reír
hasta que se le saltaban las lágrimas.
Va con tanto retraso respecto a nuestros días que, como las cosas
suelen girar en círculo, a veces le ocurre que, con gran asombro suyo, va por
delante de la moda. Así, por ejemplo, sobre el tratamiento dietético, que había
estado tan en boga en su juventud, hoy posee muchos más conocimientos prácticos
que cualquiera de los médicos que conozco. Del mismo modo, el masaje ya le era
familiar cuando era una novedad en nuestra generación. Se había preparado en
unos tiempos en que los instrumentos aún eran muy rudimentarios y los hombres
aprendían a confiar más en sus propios dedos. Sus manos son un ejemplo de mano
de cirujano, con palmas musculosas y dedos afilados, “con un ojo en la punta de
cada uno de ellos”. No olvidaré fácilmente cómo el doctor Patterson y yo
operamos a Sir John Sirwell, diputado del Distrito, y fuimos incapaces de
hallar el cálculo. Fue un momento terrible en el que ambos nos jugábamos la
carrera. Y fue entonces cuando el doctor Winter, a quien habíamos invitado por
cortesía a asistir a la intervención, introdujo en la incisión un dedo que a nuestros
excitados sentidos pareció medir casi nueve pulgadas de largo y extrajo el cálculo
enganchado en la punta. “Siempre viene bien llevar uno en el bolsillo del
chaleco —nos dijo con una sonrisa— pero supongo que ustedes, los jóvenes, están
por encima de todo esto”.
Le nombramos presidente de nuestra sección en la British Medical
Association, pero dimitió después de asistir a la primera reunión. Alegó que
“los jóvenes me resultan imposibles. No entiendo de lo que hablan”.
Sin embargo, sus pacientes están muy bien atendidos. Él posee el
toque de la curación, ese algo magnético que no es posible explicar ni
analizar, pero que, no obstante, es un hecho evidente. Su mera presencia da al
paciente más vitalidad y optimismo. La visión de la enfermedad le afecta del
mismo modo que el polvo a un ama de casa minuciosa. Le enfada e impacienta.
—¡Vaya, vaya! ¡Eso no lo puedo aceptar!— exclama siempre que se halla ante un
enfermo nuevo. En una habitación podría espantar a la muerte como si se tratara
de una gallina que se hubiera metido donde no debía. Pero, cuando la intrusa se
niega a ser expulsada, cuando la sangre circula más despacio y los ojos se van
apagando, el doctor Winter vale más que todos los medicamentos de su consulta.
Los moribundos se aferran a su mano como si su voluminosa presencia y su vigor
les dieran más fuerza para enfrentarse al trance; y aquella cara amable y
curtida por el viento, ha sido la última impresión terrenal que muchos enfermos
se han llevado al más allá.
Cuando el doctor Patterson y yo —ambos jóvenes enérgicos y muy
puestos al día— nos establecimos en su distrito, fuimos recibidos con gran
cordialidad por el veterano médico, que vio con satisfacción que podía
liberarse de algunos de sus pacientes. Sin embargo, éstos seguían sus indicaciones,
—algo censurable en los enfermos— de manera que nosotros permanecimos mano
sobre mano con nuestros modernos instrumentos y los últimos alcaloides,
mientras él seguía recetando sen y calomelanos por toda la comarca. Los dos
sentíamos simpatía por él, pero a la vez no podíamos evitar el comentar su
deplorable falta de juicio.
—Todo eso está muy bien para las gentes humildes —decía el doctor
Patterson— pero, después de todo, las personas más educadas tienen derecho a
que el médico sepa la diferencia entre un soplo mitral y un estertor crepitante
bronquial. Lo importante no es la simpatía, sino el pensamiento juicioso.
Yo estaba totalmente de acuerdo con lo que decía el doctor
Patterson, pero ocurrió que poco después estalló la epidemia de gripe y ambos casi
tuvimos que matarnos a trabajar. Una mañana me encontré con Patterson cuando
hacía mis visitas y aprecié que estaba algo más pálido y cansado. Precisamente,
él hizo de mí la misma observación. De hecho, no me encontraba nada bien y pasé
toda la tarde tumbado en mi sofá con una fuerte cefalea y dolores en todas las
articulaciones de mi cuerpo. Cuando cayó la noche ya no podía negar que me
había alcanzado la epidemia y pensé que necesitaba consultar a un médico sin
perder tiempo. Lógicamente me acordé de Patterson pero, no sé por qué, de
repente me repugnó tal idea. Pensé en su actitud crítica y fría, en sus
anamnesis interminables, en sus pruebas y percusiones. Yo buscaba algo más
relajante; algo más amable.
—Señora Hudson —dije a mi ama de llaves—, ¿tendría usted la
amabilidad de acercarse a la casa del viejo doctor Winter y decirle que le
agradecería mucho si pudiera venir a visitarme?
Volvió enseguida con la respuesta:
—Señor, el doctor Winter vendrá a verle dentro de una hora más o
menos. Precisamente ha ido a visitar al doctor Patterson.
Arthur Conan
Doyle
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