No estoy asustado. Eso sería demasiado fácil. Vivo angustiado.
No me atrevo, siquiera, a salir de casa, aunque tengo que hacerlo
todos los días. Al fin y al cabo, soy estudiante y mis padres no entenderían
mis razones por mucho que tratara de explicárselas.
Sé que me va a pasar algo.
No tengo ni idea de qué, pero es algo demasiado grave que me
llegará algún día, y me temo que pronto, como les ha ocurrido ya a mis amigos.
Sólo quedo yo, y aquí estoy, esperando con angustia el trágico momento.
Todo empezó hace dos meses, o quizás no empezase ahí, pero estoy
seguro de que esa fecha fue el origen de lo que sucedió después.
Era el cumpleaños de Jaime, nuestro amigo.
Quisimos que no olvidara jamás aquel día y decidimos hacerle un
regalo muy especial, aunque tal vez otros ojos puedan verlo como una broma
exagerada y de mal gusto.
A nosotros nos parecía que podría ser una experiencia de esas que
dejan huella y nos tomamos nuestro tiempo (y dinero) para llevarla a cabo con
eficacia. Tenía que ser algo inolvidable.
-¿Qué os parece? -les pregunté a Tomás y Rodri, mis amigos, cuando
les comenté la idea.
-¿No es un poco exagerado? -dijo uno.
-¿Cómo se lo va a tomar? -preguntó el otro-. ¿Y si deja de
hablarnos?
-Puede que al principio se enfade, pero estoy seguro de que luego
se reirá más que nadie y nos lo agradecerá. Estas cosas unen mucho.
-No sé, no sé -repitió Rodri-. No lo tengo muy claro.
-Va a intervenir también Carla -anuncié.
-¿Quéeeeee?
Mis amigos se quedaron con los ojos muy abiertos. Carla es la chica
diez del curso. Con decir esto sobran las palabras. No es necesario añadir que
todos andamos, más o menos, detrás de ella; los que no lo hacen es porque la
ven como algo imposible, del mismo modo que nadie íntenta subirse a una
escalera para atrapar la luna.
-Ella también quiere colaborar y le ha gustado la idea.
-Si va Carla es otra cosa. Jaime va a alucinar.
Animado por esta noticia -que aún no era cierta-, mis amigos se
apuntaron al particular regalo de Jaime y hasta hicieron sugerencias.
-¿Qué os parece si yo me meto en el nicho y luego, cuando le
dejéis solo delante de la lápida, la muevo y voy apareciendo como si fuese un
fantasma de ultratummmba, je, je ...? -señaló Tomás-. ¡Carla se va a quedar
impresionada cuado vea que soy tan valiente!
-No lo hacemos por Carla, sino por nuestro amigo -les recordé-.
Eso os tiene que quedar claro.
-Sí, sí, sí..., desde luego, pero... ¿Carla vendrá con nosotros al
cementerio?
-Ya os he dicho que sí.
-¡Qué bien, y por la noche!
No estaba seguro de que Carla quisiera apuntarse, pero sabia que
era una chica a la que le gustaba la diversión, y si tenía alguna duda, estaba
dispuesto a pagarle para que colaborase con nosotros.
No fue necesario. Cuando le conté la propuesta, le pareció tan
original y tan emocionante que no sólo decidió acompañarnos, sino que aportó
sus propias ideas.
-Podíamos intentar que tu amigo vaya un poco bebido al cementerio
-propuso-. Así no tendrá muy claro si ha sucedido o no, pero cuando al día
siguiente le enseñemos las fotos delante de su tumba, se va a caer de la
impresión.
-No está mal, pero... Jaime no bebe, ni siquiera un chupito de
cerveza.
-¡Déjalo de mi cuenta!
Para los que aún no lo hayan adivinado, contaré que la broma que
íbamos a gastar a nuestro amigo consistía en llevarle al cementerio después del
atardecer, y allí toparnos casualmente con un nicho, en cuya lápida se leería
el nombre completo de Jaime, la fecha y el lugar exactos de su nacimiento, y
también la fecha de su muerte, dos días antes de su cumpleaños.
No teníamos ni idea de cómo podría reaccionar al descubrir que,
según aquella lápida, ya estaba muerto. No sabíamos si se reiría (al creer que
era una broma), se asustaría o pensaría que era ya su propio fantasma. De ahí,
la propuesta de Carla de marearle un poco con la bebida.
Para este plan era imprescindible su colaboración, pues sabemos
que ningún chico sensato o insensato de nuestro curso se negaría a una cita con
la chica diez, aunque tuviese que ir al fin del mundo.
Jaime y Carla se colarían por la parte más baja de la tapia,
mientras Tomás, Rodri y yo los esperaríamos ocultos cerca del lugar H, que era
la pared de las tumbas. El nicho elegido estaba en la tercera planta, es decir,
a la altura de sus ojos.
Y por fin nos pusimos en acción tal como lo habíamos planeado.
Tomás se metió dentro del nicho vacío; colocamos la placa en la
que se anunciaba, sin ninguna duda, la fecha de la muerte de Jaime Sanz
Marquina, y después Rodri y yo nos ocultamos detrás de la escultura de un ángel
con las alas extendidas a esperar los acontecimientos.
Por su parte, Carla y Jaime se adentraron en el cementerio,
anduvieron hasta la pared de los nichos, y luego, como si se mirara las uñas,
ella apuntó hacia la lápida con el chorro de luz de la linterna. Jaime estaba
demasiado embelesado para fijarse en algo que no fuese la chica que tenía
delante, así que Carla tuvo que improvisar.
-¿Has visto? -dijo, con cara de sorpresa.
-¿Quéeee?
-¡Mira! En esta lápida está enterrado uno que se llama como tú,
Jaime. Es raro, ¿no?
-No, en la época de mis padres no. Antes había muchos Jaimes.
Mientras lo explicaba, nuestro amigo se fijó en el nombre grabado
en el mármol y cuando leyó las fechas del nacimiento y de la muerte estuvo a
punto de caerse al suelo. Lo vimos desde detrás de la escultura del ángel. Carla
tuvo que sujetarlo.
-¿Dónde estoy? -al no oír respuesta alguna, continuó con su
confusión-. ¿Estamos vivos?
Ante aquel silencio, volvió a repetir, cada vez más angustiado:
-¿Estamos vivos? ¿Estamos vivos?
Y fue en ese momento de silencio, incertidumbre y oscuridad,
cuando se abrió por sí sola la lápida del nicho, cayó y se estrelló contra al
suelo. Muy lentamente surgió de allí, como si fuese un fiambre, Tomás.
-¡Uhhhhhhh!
Un uhhh fantasmagórico se oyó en el aire antes de que el recién
aparecido pisara la tierra y se pusiera en pie con los brazos extendidos hacia
delante.
-¡Soy un muerto! ¡Soy un muerto! -dijo, mientras empezaba a
caminar torpemente, como un zombi.
Fue tan divertido que Rodri y yo nos reímos a carcajadas y, una
vez delatados, dejamos las sombras del ángel para salir al exterior.
-¡Felicidades! -grité, tratando de quitar tensión y angustia a la
escena-. ¡Felicidades, Jaime!
Mis amigos repitieron la felicitación, como si lo que acabábamos
de hacer fuese lo más normal del mundo.
No parecía serlo.
-¿Estáis locos? -gritó.
Su cara tenía una expresión que no había visto nunca; parecía, más
bien, el rostro de su padre:
-¡Con estas cosas no se juega!
Y se fue corriendo. Desapareció de entre nosotros, saltando entre
tumbas, gritando, como un animal herido.
Aquella era una reacción que no habíamos previsto. Dubitativos,
nos miramos los unos a los otros y empezamos a reír al ver que a Carla le había
parecido lo más divertido del mundo.
-Mira, puedes repetir esta broma en el cumple de tus amigas -sugerí.
-Sí, es cierto. ¡Qué bueno! Espero contar con vuestra ayuda.
Al día siguiente Jaime no fue al colegio.
Nos temimos lo peor; llamamos a su casa, pero nuestro amigo no
quiso hablar y así estuvo durante cuatro días.
El sábado se animó a acompañarnos al centro comercial y al fin nos
perdonó, siempre y cuando le hiciéramos un verdadero regalo por su cumpleaños,
y ya que estábamos entre tiendas, lo eligió él mismo y salió con tres paquetes,
uno por cada amigo.
Nuestra broma nos había salido cara, pero aún ignorábamos sus
verdaderas consecuencias que empezaron a desencadenarse a partir de ese
momento.
Muy pronto lo sabríamos.
El martes se me acercó una amiga de Carla, muy preocupada.
-¿Qué pasó el otro día en el cementerio?
-Nada, le gastamos una bromita a nuestro amigo. Ya te lo contaría
Carla.
-Sí, pero no sé, no me parece normal.
-¿Qué?
-Algo sucede. Desde ese día Carla, la chica con más éxito de todo
el colegio, es un desastre con los chicos.Los que le gustan, que son muchos, ya
ni siquiera le hablan. Esta semana ha quedado con tres, que no le hacían mucha
gracia, y las tres citas han fracasado. Es como si hubiese perdido todo su
atractivo.
-Pues yo la veo igual de interesante que siempre -apunté,
recordando su imagen.
-Nosotras también. Eso es lo increíble. No encontramos nada que
pueda explicar lo que está ocurriendo. Lo único distinto que ha hecho
últimamente es ir al cementerio con vosotros aquella noche. Y desde ese día es
como si tuviera una maldición.
Fue Merry, la amiga de Carla, la primera en pronunciar esa
palabra, algo que a partir de entonces empecé a considerar levemente. Ahora
estoy convencido de que una «maldición» pesa sobre todos los que colaboramos en
aquella broma macabra que yo creía tan divertida.
Cuántas veces he recordado la frase de Jaime antes de huir de
entre las tumbas: «¡Con estas cosas no se juega!».
Si Carla, la chica diez, había perdido todo su atractivo, Rodri,
el alumno más rico del curso, vio muy pronto cómo se arruinaban sus próximos
años.
No es que fuese un joven empresario; simplemente, sus padres le
daban dinero más que suficiente para no pensar en lo que gastaba, pero un día
se acercó al coche del director, que estaba aparcado en lo alto de una pequeña
cuesta, y el vehículo, como si le acabasen de quitar el freno de mano, empezó a
descender y chocó contra un camión que venía lanzado. El coche, un BMW nuevo,
quedó destrozado, con la mala suerte de que el director lo vio todo desde la
ventana de su despacho.
El padre de Rodri pagó, pero le dijo a su hijo que ese dinero se lo
tenía que devolver para que empezara a ser responsable de sus actos. Así que
Rodri pasó de tener una Visa propia a trabajar los fines de semana de pinche en
un bar.
Lo de Tomás fue aún peor. Nuestro amigo apareció un día tendido,
como un cadáver, en la bañera de su casa con un golpe seco y sangrante en la
nuca. Al parecer se resbaló al entrar y ya nunca pudo ponerse en pie.
Trato de imaginármelo tirado en la bañera boca arriba y al mismo
tiempo, casi como si se superpusieran, me llega la imagen del cementerio, el
momento en el que Tomás se colocó, boca arriba y todo lo largo que era, en el
nicho vacío que habíamos elegido.
Este recuerdo es el que más me inquieta, aturde y obsesiona. Es la
pieza del puzzle que me faltaba para contemplar la escena completa y comprender
de verdad lo que nos está sucediendo a los que gastamos la broma a nuestro
amigo.
Sí, ahora tengo muy claro que existe una maldición y comprendo el
retorcido mensaje del destino, que nos quiere hacer pagar de acuerdo con
nuestra participación: Tomás se metió en el nicho para dar un susto a nuestro
amigo y ha aparecido muerto en la bañera, que es como una tumba blanca. Rodri,
que pagó la lápida que mandamos grabar con la fecha de la muerte, se ha quedado
arruinado por muchos años. Y Carla, la chica diez que hizo de gancho, es
despreciada por todos los que le gustan y sus citas son un desastre.
Sin duda, hay una relación de causa y efecto.
Lo veo y lo temo, porque sé que sólo quedo yo.
Yo soy el siguiente sobre el que actuará la maldición.
Por eso vivo en un estado continuo de amenaza y no me atrevo ni a
salir de casa, aunque tenga que hacerlo.
Mi angustia, además, es doblemente insoportable y tiene que ver
con la espera y la incertidumbre. No sé cuándo me va a suceder lo que me vaya a
suceder y, lo que es peor, no tengo ni idea de en qué puede consistir la
venganza del destino: yo no me metí en una tumba, ni pagué la lápida, ni seduje
a Jaime para que fuera al cementerio, como mis compañeros.
Mi participación fue algo más sutil y definitiva: a mí fue al que
se le ocurrió la idea de gastarle ese tipo de broma y yo fui el que se encargó
de ponerla en marcha.
José María
Plaza, Las Historias de Terror del Libro Rojo de David
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