—Entonces… todos esos príncipes encantados de los cuentos…
—aventuró.
—La mayoría fueron hechizados por ella, sí —confirmó el hada—.
Dentro de lo que cabe, es una buena cosa que terminara por recluirse en este
lugar. Recuerdo la época en que iba hechizando a la gente por ahí…; fue sumamente
confuso para todos —reflexionó, perdida en sus pensamientos—. Y todo empeoró
cuando se supo que el contrahechizo estaba en el beso de una doncella. No era
exactamente así, naturalmente; la fuerza no radicaba en el beso en sí, sino en
el amor, ya fuera el de una novia, el de una madre o el de una hermana. Pero
algunos estaban muy desesperados. Así que las ranas empezaron a rondar los
palacios para chantajear a las jóvenes princesas a cambio de devolverles sus
juguetes perdidos; los erizos se ofrecían como guías para reyes desorientados a
cambio, cómo no, de la mano de una de sus hijas; y los osos husmeaban dentro de
cabañas aisladas en las que habitaban jóvenes doncellas.
—Pero algunos de ellos sí fueron desencantados, ¿no?
—Sí, en efecto. Y aquellas historias maravillosas con final feliz
se grabaron para siempre en los cuentos y alimentaron los sueños de cientos de jovencitas,
que empezaron a buscar por el mundo príncipes perfectos a los que desencantar.
Tendían a pensar que cualquier animal parlante era un joven hechizado…
—¿Y… no es así?
—Por supuesto que no —replicó Camelia, que detestaba que la interrumpieran—;
o, al menos, no lo era en aquel entonces, cuando los Ancestrales se dejaban ver
con mayor frecuencia. En fin —concluyó, con un suspiro pesaroso—, el conflicto
podía limitarse a una escena embarazosa en el caso de las ranas; pero casi
siempre terminaba en tragedia cuando la doncella descubría que su adorable oso encantado
no estaba encantado en realidad. Y de los lobos ya ni hablamos. Por cada lobo
parlante que es un príncipe encantado hay por lo menos cien que son lobos de
verdad. Y ni todo el amor del mundo es capaz de cambiar esa circunstancia.
—No es eso lo que dicen los cuentos —murmuró Simón, impresionado.
—Naturalmente que no. Nadie quiere escuchar esas historias, porque
no tienen un final feliz. Solo se cuentan a veces como relatos de terror, pero
no se ponen por escrito. En primer lugar, porque nadie se molesta en hacerlo…, pero
también porque tienen más fuerza si se relatan de viva voz, en una noche oscura,
en torno a una hoguera. Claro que la gente suele pensar que, si no está escrito
en alguna parte, no puede ser real. Así que estamos en las mismas —finalizó, encogiéndose
de hombros.
Simón no dijo nada. Los dos permanecieron en silencio un largo
rato, contemplando las llamas danzantes de la hoguera.
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