lunes, 5 de septiembre de 2016

KEW GARDENS


Del arriate ovalado brotaban cientos de tallos que a media altura se abrían en hojas acorazonadas o lanceoladas y desplegaban en lo alto pétalos rojos, azules o amarillos con motas de colores; de la penumbra roja, azul o amarilla de su garganta surgía una barra recta, impregnada de áspero polvo dorado y algo abombada en su extremo. Los pétalos eran lo bastante grandes para mecerse en la brisa estival y, cuando se movían, las luces rojas, azules y amarillas se superponían y teñían un pedacito de la tierra parda del color más abigarrado. 


        La luz caía sobre el liso lomo gris de un guijarro, o bien en la concha de vetas marrones y circulares de un caracol, o bien se proyectaba en una gota y dilataba sus finas paredes de agua con tal intensidad de rojos, azules y amarillos que parecía que iban a estallar y desaparecer. Pero en cuestión de segundos la gota recobraba su gris plateado y la luz se desplazaba a la carne de una hoja, revelando el entramado de fibras de su superficie, y de nuevo se movía para desplegar su luminosidad en los vastos espacios verdes que había bajo la bóveda de hojas acorazonadas y lanceoladas. Luego la brisa soplaba con más fuerza y el color refulgía en el aire, en los ojos de los hombres y mujeres que paseaban ese julio por los Kew Gardens.

Virginia Woolf, Kew Gardens

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