Steven era un chico
que se portaba muy bien conmigo: solía invitarme a pasar la tarde en su casa y
luego me proponía que me quedase a cenar. Pero en cuanto se sentaba a la mesa,
muchas veces tenía unos ataques de ira tremendos. Al menor contratiempo,
empezaba a insultar a su madre de forma espantosa. Bastaba con que la comida no
estuviese a su gusto para que diera un puñetazo, tirase el plato por ahí y
gritase:
—¡No quiero
esta bazofia de mierda, es una guarrería!
El padre se
levantaba inmediatamente: la primera vez que lo presencié, me creí que era para
darle un par de bofetones ejemplares a su hijo, pero cuál no fue mi sorpresa
cuando vi que cogía una hucha de plástico que había encima de un mueble.
Siempre montaban el mismo número. El padre se ponía a perseguir a Steven dando grititos:
—¡La hucha de
los tacos! ¡Tres tacos, setenta y cinco céntimos!
—¡Métetela por
el culo, la hucha de los cojones! —contestaba Steven, corriendo por el salón y
enseñándole el dedo medio.
—¡La hucha de
los tacos, la hucha de los tacos! —ordenaba el padre con voz temblorosa.
—¡Que te
calles, rata muerta! ¡Hijo de Satanás! —le decía Steven.
—¡La hucha de
los tacos, la hucha de los tacos! —repetía el padre, sin dejar de corretear con
la hucha, que parecía pesar demasiado para esos brazos tan flacos.
Como sucede en
las fábulas, aquello acababa siempre en lo mismo. El padre, harto, paraba el
bailoteo grotesco. Para mantener el tipo, decía con tono sofista:
—Bueno, voy a
adelantarte el dinero, ¡pero te lo descontaré de la paga!
Se sacaba del
bolsillo un billete de cinco dólares y lo metía por el culo del cerdo antes de
volver a sentarse a la mesa, muy compungido. Entonces Steven volvía a su sitio
sin que lo regañara nadie, se zampaba el postre eructando y volvía a marcharse
llevándose la hucha al pasar para encerrarse en su cuarto a esconder el botín
mientras su madre me acompañaba a mi casa y yo le decía:
—Muchas
gracias por una comida tan rica, señora Adam.
Steven tenía
olfato para los negocios. No satisfecho con embolsarse el dinero que producían
sus propios tacos, se ganaba la vida muellemente escondiéndole a su padre las
llaves del coche y pidiendo un rescate para devolvérselas. Por la mañana,
cuando el padre se daba cuenta, iba a suplicarle sin abrir la puerta:
—Steven, por
favor, devuélveme las llaves… Voy a llegar tarde al trabajo. Ya sabes lo que me
va a pasar si vuelvo a llegar tarde, me despedirán. Me lo ha dicho mi jefe.
La madre
acudía en su ayuda y aporreaba la puerta como una furia.
—¡Abre,
Steven! ¡Por todos los santos, abre ahora mismo! ¿Me oyes? ¿Quieres que tu
padre pierda el trabajo y que vivamos en la calle?
—¡Me importa
un carajo! ¡Si queréis la mierda de llaves, son veinte pavos!
—Está bien
—lloriqueaba el padre—, está bien.
—¡Mete la
pasta por debajo de la puerta! —ordenaba Steven.
El padre
obedecía, la puerta se abría de golpe y las llaves le daban en toda la cara.
— ¡Gracias,
seboso!
Todas las
semanas, en el colegio, Steven nos enseñaba los fajos de billetes, cada vez más
abultados, con los que nos invitaba a rondas de helados. Como sucede en el
mundo de la moda, a los pioneros muchos los imitan y pocos los igualan: sé que
mi amigo Lewis se arriesgó a probar si podía ganar dinero insultando a su
padre, pero la única paga que recibió fue un par de bofetones que le pusieron
la cara del revés, y no volvió a intentarlo nunca más.
Joel Dicker, El Libro de los Baltimore
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