Al cabo de un
rato, el destacamento llegó a la vista de los dos adolescentes apostados sobre
la casa de los Hur. Venía primero una vanguardia armada con armas ligeras (honderos
y arqueros, en su mayor parte), marchando en filas e hileras notablemente distanciadas.
Luego, un cuerpo de infantería pesada, dotada de grandes escudos y de hastae
longae, es decir, de lanzas idénticas a las utilizadas en los duelos delante de
Ilion. Luego, los músicos, y luego todavía un oficial a caballo, solo, pero
seguido inmediatamente de una guardia de caballería, tras de la cual venía aún
una columna de infantería también con armas pesadas, que, avanzando en apiñada
formación, llenaba la calle desde una a otra pared, y parecía no tener fin.
Las tostadas
piernas de los hombres, el cadencioso ritmo con que se movían los escudos de
derecha a izquierda, el destello de las escamas metálicas, hebillas, petos y
yelmos, todos perfectamente bruñidos; las plumas meciéndose en los altos
airones; el balanceo de las insignias y las lanzas calzadas de hierro; el paso
audaz y confiado, acompasado y medido con rigurosa exactitud; el aire tan grave
y tan vigilante, al mismo tiempo, de la tropa; la unidad casi mecánica de toda
la masa en movimiento, causaron una tremenda impresión en Judá, como viniendo
de algo más bien sentido que visto. Dos objetos fijaron principalmente su
atención: el águila de la legión primero, una efigie dorada sostenida encima de
una larga asta con las alas extendidas reuniéndose encima de la cabeza. El muchacho
sabía que cuando la sacaban de su cámara en la Torre, la recibían con honores divinos.
El segundo
objeto era el oficial que cabalgaba solo en medio de la columna. Excepto por la
cabeza, que mostraba desnuda, llevaba la armadura completa. De su cadera
izquierda colgaba una espada corta, y en la mano ostentaba un bastón de mando,
que tenía el aspecto de un rollo de papel blanco. En vez de silla, se sentaba
sobre una gualdrapa color púrpura, la cual, junto con una brida adornada de oro
y unas riendas de seda formando una ancha orla en la parte que cogían las
manos, completaba los arreos del caballo.
Cuando aquel
hombre se encontraba todavía bastante lejos, Judá observó que bastaba su
presencia para suscitar una colérica excitación en los que le miraban. La gente
se apoyaba en los barandales, o se ponía osadamente en pie fuera de ellos,
amenazándole con los puños. Le seguía dando fuertes gritos y le escupía al
pasar por debajo de los puentes que unían los terrados. Las mujeres hasta le
arrojaban las sandalias, a veces con tan buena puntería que le tocaban. Cuando
estuvo más cerca, los gritos se hicieron claros, distintos:
—¡Ladrón,
tirano, perro de los romanos! ¡Fuera Ismael! ¡Devolvednos a nuestro Amas!
Cuando lo tuvo
muy cerca, Judá vio que, como era más que natural, el hombre no compartía la
indiferencia de la cual tan soberbio alarde hacían los soldados. Tenía la cara nublada
y huraña, y las miradas que dirigía de vez en cuando a sus perseguidores
estaban cargadas de amenazas, de tal modo que los más tímidos retrocedían ante
ellas.
El adolescente
había oído hablar de la costumbre, copiada de la que tenía el primer César,
según la cual los comandantes en jefe, para indicar su rango, aparecían en
público sin otro distintivo que una corona de laurel en la cabeza. Por este
signo conoció al oficial: ¡Valerio Grato, el nuevo procurador de Judea!
A decir
verdad, aquel romano que soportaba la no provocada tormenta despertaba las simpatías
del joven judío, el cual, cuando el jinete llegó a la esquina de la casa, se
asomó todavía más para verle pasar, y al realizar este movimiento apoyó una
mano sobre un ladrillo que, sin que nadie se hubiese fijado, hacía mucho tiempo
que estaba partido. La presión bastó para arrancar el trozo exterior, iniciando
su caída. Un estremecimiento de horror agitó el cuerpo del muchacho. Pero al
estirar el brazo para coger el improvisado proyectil, su gesto se pareció
exactamente al de la persona que arroja algo lejos de sí. Su intento no
solamente fracasó, sino que sirvió para dar impulso al fragmento que caía. El chico
gritó con todas sus fuerzas. Los soldados de la guardia levantaron la vista. El
gran hombre los imitó, y en aquel momento le hirió el proyectil, derribándole
del asiento, como muerto.
La cohorte se
detuvo. Los guardias saltaron de sus caballos y se apresuraron a cubrir al jefe
con sus escudos. Por otra parte, la gente que presenciaba el suceso, no dudando
ni por un instante que lo había hecho de intento, vitoreaba al muchacho todavía
bien visible arriba en el parapeto, petrificado por el cuadro que contemplaban
sus ojos, y por lasconsecuencias que su imaginación representaba sin equívoco
ninguno.
Un espíritu
maligno se propagó con velocidad increíble de una azotea a la otra por todo el
curso del desfile, apoderándose de todo el mundo, empujando a todos en el mismo
sentido. Las manos arrancaban febriles los ladrillos y el barro tostado al sol
con los que estaban construidas en su mayor parte las casas, y empezaban a
arrojarlos con furia contra los legionarios parados abajo. Con ello estalló una
batalla. Pero, por supuesto, la disciplina se impuso. No es necesario para
nuestro relato describir la lucha, la degollina, la pericia de uno de los dos
bandos, la desesperación del otro... Será mejor que volvamos la vista hacia el
apabullado promotor de todo aquello.
El adolescente
se levantó del parapeto con la faz en extremo pálida.
—¡Oh Tirzah,
Tirzah! ¿Qué será de nosotros?
La niña no
había visto lo que pasaba abajo, pero estaba escuchando los gritos y contemplando
la loca actividad de la gente que se agitaba ante su mirada en la cima de las casas.
Sabía que estaba ocurriendo algo terrible. Pero, por lo demás, ignoraba la
causa que lo había originado, y no se imaginaba que ella o alguno de sus seres
queridos estuviese en peligro.
—¿Qué ha
pasado? ¿Qué significa todo esto? —preguntó, en súbita alarma.
—He matado al
gobernador romano. El ladrillo le ha caído en la cabeza.
Parecía como
si una mano invisible hubiese rociado su cara de fina ceniza, ¡tan pálida se puso
al instante! Rodeó a su hermano con el brazo, y le miró pensativa a los ojos,
aunque sin pronunciar palabra. Los temores del muchacho se transmitieron a
Tirzah, pero al notarlo, él recobró parte de su valor.
—No lo hice a
propósito, Tirzah. Ha sido un accidente —dijo más calmado.
—¿Qué harán
los soldados? —preguntó ella.
El adolescente
dirigió la mirada al tumulto que aumentaba por momentos así en la calle como en
las azoteas y se acordó del hosco semblante de Grato. Si no había muerto,
¿hasta dónde llegaría su venganza? Y si había fallecido, ¿hasta qué punto la
violencia del pueblo excitaría el furor de los legionarios? Para evitar la
respuesta, se asomó para mirar otra vez por encima el parapeto en el preciso
momento en que los guardias ayudaban al romano a montar de nuevo sobre su
caballo.
—¡Vive, vive,
Tirzah! ¡Bendito sea el Señor Dios de nuestros padres!
Con tal
exclamación, y con un rostro más luminoso, retrocedió para contestar la pregunta
de su hermana.
—No temas,
Tirzah. Explicaré cómo ha sido. Ellos se acordarán de nuestro padre y de los
servicios por él prestados, y no nos harán ningún daño.
Estaba
acompañando a la muchacha al pabellón de verano, cuando el techo crujió bajo sus
pies y de abajo del patio, al parecer, subió el estrépito de robustos maderos
cediendo a los golpes, seguido por un grito de sorpresa y dolor. El muchacho se
detuvo a escuchar. El grito se repitió. Luego vino un ruido de muchas pisadas
precipitadas y de voces enardecidas de rabia mezcladas con otras levantadas en
oración. Después se oyeron gritos de mujeres presas de un terror mortal. Los
soldados habían derribado la puerta septentrional y eran dueños de la casa. La
terrible sensación de que iban a darle caza estremeció al adolescente. Su
primer impulso fue el de huir, pero ¿adonde? Nada, sino unas alas, hubiera
podido facilitarle un recurso. Con los ojos alocados de miedo, Tirzah le cogió
del brazo.
—¡Oh Judá!
¿Qué significa esto?
Los criados
caían asesinados. ¿Y su madre? ¿No era la suya una de las voces que había oído?
Con toda la
energía que le quedaba, el muchacho dijo:
—Quédate aquí,
Tirzah. Yo bajaré a ver lo que pasa y volveré luego a buscarte.
Su voz no
tenía la firmeza que habría querido darle. Tirzah le cogió con más fuerza, arrimándose
a él.
Más claro, más
agudo, ya no una ficción de la fantasía, se levantó el grito de la madre.
El hijo no
vaciló más.
—Ven, pues.
Vamos allá.
Al final de
las escaleras, la terraza o galería estaba llena de soldados. Otros entraban y salían
corriendo de las habitaciones, con las espadas desenvainadas. Allá, cierto
número de mujeres se apiñaban unas contra otras o rezaban pidiendo
misericordia. Apartada de ellas, una cuyo vestido aparecía desgarrado y cuyo
largo pelo se derramaba sobre el rostro, luchaba por liberarse de un hombre que
tenía que poner a contribución todo su poder para conservar la presa. Los
gritos de aquella mujer eran los más agudos de todos. Abriéndose paso a través
del tremendo estrépito, habían llegado, perfectamente distinguibles, hasta la
azotea. Hacia ella se lanzó Judá con pasos largos y rápidos, cual si le llevasen
unas alas.
—¡Madre,
madre! —gritó.
La madre
extendió los brazos hacia él. Pero cuando sus manos ya casi le tocaban, alguien
cogió al muchacho y lo apartó a un lado. Entonces, éste oyó que uno decía a grandes
gritos:
—¡Es él!
Judá miró y
vio... a Messala.
—¿Qué? ¿Ése es
el asesino? —preguntó un hombre alto, con armadura de legionario bellamente
trabajada—. ¡Caramba, si no es más que un niño!
—¡Dioses!
—exclamó Messala, sin olvidar su tonillo—. ¡Una nueva filosofía! ¿Qué diría Séneca
de la proposición que sostiene que un hombre ha de llegar a la madurez antes de
odiar lo suficiente para ser capaz de matar? Ya le tenéis. Aquélla es su madre,
y la de allá, su hermana. Tenéis a toda la familia.
Por amor a
ellas, Judá olvidó el resentimiento.
—¡Ayúdalas, oh
mi Messala! Acuérdate de nuestra infancia, y ayúdalas. Yo, Judá, te lo ruego.
Messala fingió
no oírle.
—Ya no puedo
continuar siéndote útil aquí —le dijo al oficial—. En la calle, uno se divierte
más. ¡Abajo Eros! ¡Arriba Marte!
Con estas
últimas palabras, desapareció. Judá le comprendió bien, y con la amargura en el
alma, elevó una oración al cielo.
—¡En la hora
de tu venganza, oh Señor, que sea mi mano la que la descargue sobre él! —suplicó.
Haciendo un
supremo esfuerzo, consiguió entonces acercarse al oficial.
—Oh señor, la
mujer que estás oyendo es mi madre. ¡Perdónala! Perdona a mi hermana, aquella
niña de allá. Dios es justo y corresponderá a tu misericordia con su
misericordia.
El oficial
pareció impresionado.
—¡Las mujeres,
a la Torre! —gritó—. Pero no les hagáis ningún daño. Os pediré cuentas de lo
que les pase —luego, dirigiéndose a los que sujetaban a Judá, dijo—: Buscad
cuerdas, atadle las manos y sacadlo a la calle. Su castigo será decidido más
tarde.
Lewis Wallace, Ben Hur
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