Cuando la
querida anciana señora Hay volvió a la ciudad, después de pasar una temporada
con los Burnell, les envió a las niñas una casa de muñecas. Era tan grande que
el carretero y Pat la descargaron en el patio, y allí se quedó, encima de dos
cajones de madera, al lado de la puerta de la despensa. No podía pasarle nada;
era verano. Y quizá se le habría ido el olor a pintura cuando tuvieran que
meterla en casa. Porque la verdad es que el olor a pintura que despedía aquella
casa de muñecas (“Un buen detalle, por supuesto, de la anciana señora Hay, tan
amable y generosa”)…, pero aquel olor a pintura, según la opinión de la tía
Beryl, bastaba para poner enfermo a cualquiera. Incluso antes de quitarle el
envoltorio. Y aún después de quitárselo…
Allí estaba la
casa de muñecas, de un oscuro y aceitoso verde espinaca, animado con toques
amarillo chillón. Sus dos sólidas pequeñas chimeneas, pegadas al tejado,
estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, reluciente de barniz amarillo,
parecía un trocito de caramelo. Las cuatro ventanas, verdaderas ventanas,
estaban divididas en paneles por una ancha banda verde. Tenía también un porche
diminuto, pintado de amarillo, con grandes goterones de pintura seca que
colgaban por los bordes.
¡Pero era
perfecta, perfecta la casita! ¿A quién podría importarle el olor? Era parte de
la gracia, parte de la novedad.
-¡Rápido, que
alguien la abra!
El gancho del
lateral estaba agarrado fuertemente. Pat lo apalancó con su cortaplumas, y de
pronto se abrió toda la fachada de la casa, y… allí estabas mirando al mismo
tiempo el salón y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esta es la
manera de abrirse una casa! ¿Por qué no se abren así todas las casas? ¡Cuánto
más emocionante que escudriñar por el resquicio de una puerta el interior de un
vestíbulo pequeñajo con un perchero y dos paraguas! Esto es, ¿no es cierto?, lo
que uno quiere ver de una casa en cuanto pone la mano en la aldaba. Quizá sea
así cómo Dios abre las casas en la alta noche cuando pasea tranquilamente con
un ángel…
-¡Oh, oh!-.
Las niñas Burnell estaban deslumbradas. Era demasiado maravilloso; era
demasiado para ellas. Nunca habían visto nada parecido en su vida. Todas las
habitaciones estaban empapeladas. Había cuadros en las paredes, pintados sobre
el papel, con auténticos marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los
suelos, menos el de la cocina; había sillas de felpa roja en el salón; verdes
en el comedor; mesas, camas con ropa de verdad, una cuna, una estufa, un
aparador con platitos y una gran jarra. Pero lo que le gustaba más a Kezia, lo
que le gustaba enormemente, era la lámpara. Estaba colocada, en el centro de la
mesa del comedor, una exquisita lamparita color ámbar con un globo blanco.
Incluso estaba preparada para ser encendida, aunque, por supuesto, no podías
encenderla. Pero había algo dentro que parecía petróleo y que se movía cuando
la agitabas.
Los muñecos
papá y mamá, que estaban tendidos en el salón, muy tiesos, como si se hubieran
desmayado, y sus dos niños pequeños que dormían arriba, eran realmente
demasiado grandes para la casa de muñecas. Se diría que no pertenecían a ella.
Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia y decirle: “Yo vivo
aquí.” La lámpara era real.
A la mañana
siguiente, las niñas Burnell difícilmente podrían haber ido más deprisa al
colegio. Ardían en deseos de contarlo a todo el mundo, de decir cómo era, en
fin, de presumir de su casa de muñecas antes del toque de la campana.
-Yo lo contaré
-dijo Isabel-, porque soy la mayor. Y vosotras dos podéis hacerlo después. Pero
yo lo contaré primero.
No había nada
más que decir. Isabel era mandona, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia
sabían muy bien los derechos que tenía por ser la mayor. Al pasar, rozaron los
espesos ranúnculos del borde del camino y no dijeron nada.
-Y yo elegiré
a quienes han de venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.
Porque se
había dispuesto que podrían invitar a sus compañeras de colegio a que vinieran,
de dos en dos, para ver la casa de muñecas mientras estuviera en el patio. No
para tomar el té, claro está, ni para andar por la casa. Pero sí para estarse
quietas en el patio mientras Isabel les enseñaba tantas maravillas, y Lottie y
Kezia miraban encantadas…
Pero por más
que corrieron, cuando llegaron a la verja alquitranada del patio de los chicos,
había empezado a sonar la campana. Sólo tuvieron tiempo de quitarse rápidamente
los sombreros y ponerse en la fila antes de que pasaran lista. No importaba.
Isabel trató de remediarlo haciéndose la importante y misteriosa, y, tapándose
la boca con la mano, les susurró a las niñas que estaban cerca de ella:
-Tengo que
contaros una cosa en el recreo.
Llegó el
recreo e Isabel fue rodeada. Sus compañeras casi se peleaban por abrazarla, por
ir con ella, por halagarla, por ser su mejor amiga. Ella presidía su corte bajo
los grandes pinos de un lado del patio. A codazos, riéndose tontamente todas
juntas, las niñas se apretujaban alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera
del círculo eran las dos que estaban siempre fuera, las pequeñas Kelvey. Ellas
sabían bien que no debían acercarse a las Burnell.
El caso era
que el colegio al que iban las niñas Burnell no era el que sus padres hubieran
elegido de haber podido hacerlo. Pero no había otro. Era el único colegio en
muchas millas. Y, en consecuencia, todas las niñas de la vecindad, las chicas
del juez, las hijas del médico, las niñas del tendero, del lechero, tenían que
estar mezcladas todas juntas. Eso sin contar que había también igual número de
chicos groseros y maleducados. Pero había que marcar un límite en algún lado. Y
se marcó en las Kelvey. A muchas niñas, incluidas las Burnell, les habían prohibido
hablarles. Pasaban junto a ellas con la cabeza alta y, como las Burnell
marcaban las normas de conducta en el colegio, todas rechazaban a las Kelvey.
Incluso la maestra adoptaba con ellas una voz especial y también una sonrisa
especial para las demás cuando Lil Kelvey se acercaba a su mesa con un ramo de
flores totalmente vulgar.
Eran las hijas
de una pequeña lavandera, muy activa y trabajadora, que iba de casa en casa
todos los días. Esto ya era bastante desagradable. Pero ¿en dónde estaba el señor
Kelvey? Nadie lo sabía con certeza. Pero todo el mundo decía que estaba en la
cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un presidiario.
¡Bonita compañía para las otras niñas! Y se les notaba. Era difícil comprender
por qué la señora Kelvey las llevaba tan ridículas. Lo cierto es que iban
vestidas con lo que le daba la gente para la que trabajaba. Lil, por ejemplo,
que era una niña regordeta y fea, con grandes pecas, iba al colegio con un
vestido hecho de un mantel de sarga verde de los Burnell, con las mangas de
felpa roja de unas cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de
su ancha frente, era uno de señora que antes había sido de la señorita Lecky,
la empleada de correos. Lo llevaba levantado por detrás y estaba adornado con
una gran pluma roja. ¡Estaba hecha un mamarracho! Era imposible no reírse. Y su
hermana pequeña, nuestra Else, llevaba un vestido blanco largo parecido a un
camisón y un par de botas de niño. Pero, llevara lo que llevase, nuestra Else
hubieraparecidoextraña. Era una niña chiquita y huesuda con el pelo rapado y
unos enormes ojos solemnes: una pequeña lechuza blanca. Jamás se la había visto
sonreír; casi nunca hablaba. Iba por la vida agarrada de Lil, retorciendo en su
mano un pedazo de la falda de su hermana. A donde iba Lil, Else la seguía. En
el patio, por el camino de ida y vuelta al colegio, allí marchaba Lil delante y
nuestra Else detrás, cogida de su falda. Sólo cuando quería algo o cuando se
quedaba sin aliento, nuestra Else le daba a Lil un pequeño tirón y Lil se
paraba y se daba la vuelta. Las Kelvey siempre se entendían.
Ahora
aguardaban a un lado; no podía impedirse que escucharan. Cuando las niñas se
volvieron y las miraron con desprecio, Lil, como de costumbre, les devolvió su
tonta y vergonzosa sonrisa, pero nuestra Else sólo miraba.
Y la voz de
Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero
también las camas con verdaderas sábanas y la cocina con una puerta de horno.
Cuando
terminó, Kezia soltó:
-Te has
olvidado de la lámpara, Isabel.
-Ah, sí -dijo
Isabel-, y hay una lamparita, de vidrio amarillo con un globo blanco, que está
sobre la mesa del comedor. No podrías decir que no es de verdad.
-La lámpara es
lo mejor de todo -gritó Kezia.
Pensó que
Isabel no le había dado suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le
prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos niñas que, esa tarde,
volverían con ellas para ver la casita. Escogió a Emmie Cole y a Lena Logan.
Pero cuando las demás supieron que todas tendrían su ocasión de verla, no
pudieron estar más simpáticas con Isabel. Una a una rodearon con sus brazos la
cintura de Isabel y se fueron con ella. Todas tenían algo que susurrarle, un
secreto. “Isabel es mi amiga”.
Sólo las
pequeñas Kelvey se apartaron, olvidadas; allí ya no tenían nada más que oír.
Fueron pasando
los días y cuantas más niñas veían la casa de muñecas más se extendía su fama.
Se convirtió en el único tema, la moda. La única pregunta era: “¿Has visto la
casa de muñecas de las Burnell? ¿Oh, no te parece preciosa? ¿Que no la has
visto?¡Oh!, ¿no me digas?
Incluso a la hora de almorzar
hablaban de ello. Las niñas se sentaban bajo los pinos a comer sus gruesos
bocadillos de cordero y grandes trozos de torta untados con mantequilla. Y,
también siempre, tan cerca como podían, se sentaban las Kelvey, nuestra Else
agarrada de Lil, escuchando, mientras masticaban sus bocadillos
demermeladaenvueltos en papel de periódico pringado de grandes manchas rojas.
-Mamá -dijo
Kezia-, ¿no puedo invitar a las Kelvey aunque sea sólo una vez?
-Por supuesto
que no, Kezia.
-Pero ¿por qué
no?
-Márchate,
Kezia; bien sabes tú por qué no.
Al fin, todas
la habían visto menos ellas. Ese día el tema perdió interés. Era la hora del
almuerzo. Las niñas estaban reunidas bajo los pinos y, de pronto, al mirar a
las Kelvey que comían de su papel de periódico, siempre solas, siempre
escuchando, sintieron la necesidad defastidiarlas. Emmie Cole empezó el
cuchicheo.
-De mayor, Lil
Kelvey será una criada.
-¡Oooh, qué
horror! -dijo Isabel Burnell, y le hizo un guiño a Emmie.
Emmie tragó
ostentosamente y miró a Isabel asintiendo con la cabeza, como le había visto
hacer a su madre en ocasiones semejantes.
-Es verdad, es
verdad, es verdad -dijo.
Entonces los
ojillos de Lena Logan chispearon.
-¿Qué tal si
se lo pregunto? – masculló.
-Apuesto a que
no lo haces -dijo Jessie May.
-¡Bah!, no me
da miedo -dijo Lena.
De pronto
lanzó un pequeño chillido y se puso a bailar delante de las otras niñas.
-¡Mirad!,
¡miradme!, ¡miradme ahora! -exclamó. Y deslizándose, resbalando, arrastrando un
pie y riéndose tontamente tras una mano, Lena se lanzó hacia las Kelvey.
Lil levantó
los ojos de su comida. Apartó las sobras envolviéndolas rápidamente. Nuestra
Else dejó de masticar. ¿Qué iba a ocurrir ahora?
-¿Es cierto
que serás una criada cuando seas mayor, Lil Kelvey? -le gritó Lena.
Silencio
mortal. Pero, en lugar de responder, Lil contestó sólo con su sonrisa tonta y
vergonzosa. No pareció que la pregunta le molestara en absoluto. ¡Qué chasco
para Lena! Las niñas empezaron con sus risitas.
Lena no pudo
soportarlo. Puso las manos en las caderas; se lanzó directa. “Bah, vuestro
padre está en la cárcel”, silbó con maldad.
Haber dicho
esto fue tan maravilloso que las niñas echaron a correr todas a una, muy, muy
alborotadas, locas de alegría. Una de ellas encontró una cuerda larga y
empezaron a saltar. Y nunca habían saltado tan alto, ni entrado y salido tan
rápidamente ni habían hecho cosas tan atrevidas como aquella mañana.
Por la tarde,
Pat fue con la calesa a recoger a las Burnell y regresaron a casa. Había
visitas. Isabel y Lottie, a las que les gustaban las visitas, subieron a
cambiarse los mandilones. Pero Kezia se escapó a la parte de atrás. No había
nadie. Empezó a columpiarse en las grandes verjas blancas del patio. Entonces,
mirando a lo largo del camino, vio dos puntitos. Fueron aumentando, venían
hacia ella. Ahora distinguía que uno iba delante y otro, muy cerca, detrás. Y
ahora ya podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de columpiarse. Se deslizó
de la verja como si fuera a escaparse. Entonces dudó. Las Kelvey se acercaban,
y a su lado caminaban sus sombras, muy alargadas, atravesándose en el camino
con las cabezas en los ranúnculos. Kezia se volvió a encaramar en la verja; ya
se había decidido; se columpió hacia fuera.
-Hola -les
dijo a las Kelvey cuando pasaban.
Ellas se quedaron tan asombradas
que se detuvieron. Lil sonrió con su sonrisa tonta. Nuestra Else la miró
fijamente.
-Podéis venir
a ver nuestra casa de muñecas, si queréis -dijo Kezia, mientras arrastraba la
punta del pie por el suelo. Pero ante esto Lil se puso colorada y sacudió la
cabeza rápidamente.
-¿Por qué no?
-preguntó Kezia.
Lil contuvo el
aliento, luego dijo:
-Vuestra madre
le ha dicho a la nuestra que no debéis hablarnos.
-Ah, bueno
-dijo Kezia. No sabía qué responder-. No importa. De todos modos, podéis venir
a ver nuestra casa de muñecas. Vamos. No hay nadie mirando.
Pero Lil meneó
la cabeza aún con más fuerza.
-¿No queréis
venir? -preguntó Kezia.
De pronto se
sintió una sacudida, un tirón de la falda de Lil. Se volvió. Nuestra Else la
miraba con grandes e implorantes ojos; fruncía el ceño; ella quería ir. Por un
momento Lil miró a nuestra Else muy dubitativa. Pero entonces nuestra Else tiró
de nuevo de la falda y echó a andar hacia adelante. Kezia les mostraba el
camino. Como dos gatitos callejeros la siguieron cruzando el patio hasta donde
estaba situada la casa de muñecas.
-Ahí está
-dijo Kezia.
Hubo una
pausa. Lil respiraba fuertemente, casi resoplaba; nuestra Else se quedó de
piedra.
-Os la abriré
-dijo Kezia amablemente. Soltó el gancho y miraron dentro.
-Ahí está el
salón y el comedor, y esa es la…
-¡Kezia!
¡Oh, qué susto
se llevaron!
-¡Kezia!
Era la voz de
tía Beryl. Se volvieron. En la puerta de atrás estaba tía Beryl, atónita, como
si no pudiera creer lo que veía.
-¿Cómo te has
atrevido a dejar entrar a las pequeñas Kelvey en el patio? -dijo su fría y
furiosa voz-. Tú sabes tan bien como yo que no te está permitido hablarles.
Marchaos, niñas, marchaos en seguida. Y no volváis nunca más -dijo tía Beryl. Y
bajó al patio y las ahuyentó como si fueran gallinas.
-¡Fuera de
aquí inmediatamente! -gritó fría y orgullosa.
No hizo falta
que se lo repitieran. Abochornadas, apretujándose, Lil encorvada como su madre,
nuestra Else aturdida, cruzaron como pudieron el gran patio yse escabulleron
porla verja blanca.
-¡Niña mala y
desobediente! -le dijo tía Beryl a Kezia con acritud y cerró de un golpe la
casa de muñecas.
La tarde había
sido horrible. Había recibido una carta de Willie Brent, una carta terrible y
amenazante, en la que le decía que si no se encontraba con él aquella noche en
Pulman’s Bush, ¡iría a la puerta de su casa y le preguntaría el motivo! Pero,
ahora, que había espantado a esas ratitas de las Kelvey y que había echado una
buena regañina a Kezia, sentía su corazón más ligero. Aquella horrible presión
se le había ido. Volvió a la casa canturreando.
Cuando las
Kelvey perdieron de vista la casa de los Burnell, se sentaron a descansar al
borde del camino, sobre una gran tubería de desagüe de color rojo. Las mejillas
de Lil aún ardían; se quitó el sombrero de la pluma y se lo puso sobre las
rodillas. Soñadoramente, miraban por encima de los campos de heno, más allá del
arroyo, hacia el grupo de zarzas en donde las vacas de Logan esperaban ser
ordeñadas. ¿En qué estarían pensando?
Entonces
nuestra Else se arrimó a su hermana, empujándola con el codo. Ya había olvidado
a la señora enfadada. Sacó un dedo y sacudió la pluma de su hermana. Sonrió con
su rara sonrisa.
-He visto la
lamparita -dijo, suavemente.
Luego las dos
quedaron en silencio una vez más.
Katherine Mansfield
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