Roald
Dahl
(13/9/1916
– 23/11/1990)
Un escritor de
ficciones es una persona que inventa historias.
Pero, ¿cómo empieza uno en una profesión
semejante? ¿Cómo se convierte uno en un escritor profesional?
A Charles Dickens le
resultó fácil. A los veinticuatro años de edad sencillamente se sentó y
escribió los Papeles póstumos del Club Pickwick, que se convirtió
inmediatamente en un «best-seller». Pero Dickens era un genio y los genios son
diferentes del resto de nosotros.
En este siglo (no siempre era así en el siglo
pasado) prácticamente todos los escritores que han acabado por alcanzar el
éxito en el mundo de la ficción han empezado en otro oficio: maestro, quizás, o
médico o periodista o abogado. (Alicia en el país de las maravillas la escribió
un matemático y el Viento en los sauces es obra de un funcionario del estado.)
Así, pues, los primeros intentos de escribir siempre han tenido que hacerse en
los ratos libres, generalmente por la noche.
La razón de ello es obvia. Cuando se es
adulto, es necesario ganarse la vida. Para ganarse la vida, hay que tener un
empleo. A ser posible hay que encontrar un empleo que te garantice determinada
suma de dinero a la semana. Pero, por mucho que desees hacer carrera en el
campo de la ficción, sería inútil presentarse ante un editor y decirle: «Quiero
un empleo de escritor de ficción.» Si lo hicieras, el editor te diría que te
largases con viento fresco y que primero escribieses el libro. Y aunque le
presentases el libro terminado y a él le gustara tanto que deseara publicarlo,
tampoco te daría un empleo. Te daría un adelanto de quizá quinientas libras,
que más tarde recuperaría deduciéndolas de tus derechos de autor. (Los derechos
de autor, por cierto, son el dinero que el escritor recibe del editor por cada
ejemplar de su libro que se vende. El promedio de derechos de autor que cobra
un escritor es el diez por ciento del precio de venta del libro en la librería.
Así, por un libro que se vendiera a cuatro libras, el escritor recibiría
cuarenta peniques. Por un libro de bolsillo cuyo precio de venta al público
fuera de cincuenta peniques, recibiría cinco peniques.)
Es muy frecuente que el hombre que espera
convertirse en escritor se pase dos años escribiendo en sus ratos libres un
libro que ningún editor querrá publicar. A cambio de eso el escritor no recibe
nada salvo frustración.
Si tiene la suerte de que un libro le sea
aceptado por un editor, lo más probable es que, tratándose de una primera
novela, al final se vendan solamente unos tres mil ejemplares. Eso puede que le
proporcione mil libras. La mayoría de las novelas tardan por lo menos un año en
escribirse y hoy día mil libras al año no dan para vivir. Así que, como pueden
ver, el aspirante a escritor de ficción invariablemente tiene que empezar en
otro empleo. Si no lo hace, es casi seguro que pasará hambre.
He aquí algunas de las cualidades que debería
poseer o tratar de adquirir si desea convertirse en escritor de ficción:
- Debe tener una imaginación viva.
- Debe ser capaz de escribir bien. Con eso quiero decir que debe ser capaz de hacer que una escena cobre vida en la mente del lector. No todo el mundo posee esta habilidad. Es un don que sencillamente se tiene o no se tiene.
- Debe tener resistencia. Dicho de otro modo, debe ser capaz de seguir con lo que hace sin darse jamás por vencido, hora tras hora, día tras día, semana tras semana y mes tras mes.
- Tiene que ser un perfeccionista. Eso quiere decir que nunca debe darse por satisfecho con lo que ha escrito hasta que lo haya reescrito una y otra vez, haciéndolo tan bien como le sea posible.
- Debe poseer una gran autodisciplina. Trabaja usted a solas. Nadie le tiene empleado. Nadie le pondrá de patitas en la calle si no acude al trabajo y nadie le reñirá si hace usted el vago.
- Es una gran ayuda tener mucho sentido del humor. Esto no es esencial cuando se escribe para adultos, pero es de vital importancia cuando se escribe para niños.
- Debe tener cierto grado de humildad. El escritor que piense que su obra es maravillosa, lo pasará mal.
Permítanme que les cuente de qué modo yo
mismo me colé por la puerta de atrás y me encontré en el mundo de la ficción.
(…)
Pero mistress O'Connor no era una cuidadora de
niños. Era nada menos que una maestra magnífica y muy dotada, estudiosa y
amante de la literatura inglesa. Cada uno de nosotros estuvo con ella cada
sábado por la mañana durante tres años (desde los diez años hasta abandonar la
escuela) y durante ese tiempo abarcamos toda la historia de la literatura
inglesa desde el año 597 de nuestra era hasta principios del siglo diecinueve.
A los novatos de la clase se les regalaba un
libro delgado, de tapas azules, llamado sencillamente La tabla cronológica;
contenía solamente seis páginas. Estas seis páginas las ocupaba una larguísima
lista, en orden cronológico, de todos los grandes (y no tan grandes) hitos de
la literatura inglesa, junto con las fechas correspondientes. Exactamente un
centenar de los mismos fue elegido por mistress O'Connor, y nosotros, tras
señalarlos en nuestros libros, nos los aprendíamos de memoria.
Entonces mistress
O'Connor elegía por turnos cada una de las obras escogidas y se pasaba dos
horas y media de la mañana del sábado hablándonos de ella. De esta manera, al
cabo de tres años, con aproximadamente treinta y seis sábados en cada año
académico, había cubierto las cien obras escogidas.
¡Y qué divertido y maravilloso resultaba!
Tenía ese don que sólo los grandes maestros poseen: el de hacer que todo
aquello de lo que nos hablaba cobrase vida ante nosotros. En dos horas y media
aprendimos a amar a Langland y su Piers Plowman. El sábado siguiente le tocó a
Chaucer y también aprendimos a amarle. Incluso sujetos algo difíciles como
Milton y Dryden y Pope nos parecieron interesantes cuando mistress O'Connor nos
habló de sus vidas y nos leyó en voz alta fragmentos de sus obras. Y el
resultado de todo ello, al menos para mí, fue que a los trece años de edad era
perfectamente consciente del inmenso acervo literario acumulado en Inglaterra a
lo largo de los siglos. También me convertí en lector ávido e insaciable de la
buena literatura. (…)
Tenía veintiséis años cuando llegué a
Washington y todavía no se me había metido en la cabeza la idea de ser escritor.
Durante la mañana del tercer día después de
mi llegada, me encontraba sentado en mi nuevo despacho de la embajada
británica, preguntándome qué demonios se suponía que tenía que hacer, cuando
llamaron a mi puerta.
—Me llamo Forester —dijo—. C. S. Forester.
Y lo era. Era el gran escritor en persona, el
creador del capitán Hornblower y el mejor narrador de cuentos sobre el mar
desde Joseph Conrad. Le dije que tomara asiento.
—Mire —dijo—, soy demasiado viejo para la
guerra. Ahora vivo en este país. Lo único que puedo hacer para ayudar es
escribir cosas acerca de Inglaterra para los periódicos y revistas americanos.
Necesitamos toda la ayuda que América pueda prestarnos. Una revista llamada
Saturday Evening Post publicará todas las historias que escriba yo. Tengo un
contrato con ella. Y he venido a verle pensando que quizás tenga usted una
buena historia que contarme. Me refiero a una historia sobre su experiencia
como aviador. (…)
—Mire —dije—. Si quiere, trataré de escribir
lo que me ocurrió y se lo mandaré. Luego usted podrá reescribirlo como es
debido. ¿No le parece que así sería más fácil? Podría hacerlo esta misma noche.
Aquél, aunque no me di cuenta entonces, fue
el momento que cambió mi vida.
—¡Espléndida idea! —dijo Forester—. Entonces
ya puedo guardarme esta estúpida libreta y podemos disfrutar del almuerzo. ¿De
veras no le importaría hacer eso por mí?
—No me importaría ni pizca —dije—. Pero no
debe esperar que lo que escriba esté bien. Me limitaré a poner los hechos por
escrito.
—No se preocupe —dijo—. Mientras escriba los
hechos, yo podré escribir la historia. Pero por favor —añadió—, ponga muchos
detalles. Eso es lo que cuenta en nuestra profesión, los detalles insignificantes,
como, por ejemplo, que se le había roto el cordón del zapato izquierdo, o que
una mosca se posó en el borde de su copa durante el almuerzo o que el hombre
con quien estaba hablando tenía un diente partido. Trate de recordar todo lo
que le sea posible.
—Haré lo que pueda —dije.
Me dio una dirección adonde podía mandar la
historia y luego nos olvidamos del asunto y terminamos el almuerzo sin darnos
prisa. Pero míster Forester no era un gran conversador. Ciertamente no sabía
conversar tan bien como escribía y, aunque era amable y educado, de su cabeza
no surgió ninguna chispa y lo mismo podría haber estado hablando con un
inteligente abogado o corredor de bolsa.
Aquella noche, en la casita que ocupaba yo
solo en un barrio periférico de Washington, me senté y escribí mi historia.
Empecé alrededor de las siete y terminé a medianoche. Recuerdo que me tomé una
copa de coñac portugués para darme ánimos. Por primera vez en mi vida quedé
totalmente absorto en lo que estaba haciendo. Me remonté en el tiempo y una vez
más me encontré en el abrasador desierto de Libia, con arena blanca bajo mis
pies, subiendo a la cabina del viejo «Gladiator», sujetándome el cinturón de
seguridad, poniendo el motor en marcha y disponiéndome a despegar. Resultaba
pasmoso ver cómo todo volvía a mí con absoluta claridad. Trasladarlo al papel
no fue difícil. La historia parecía contarse por sí sola y la mano que sostenía
el lápiz se movía velozmente de un lado a otro del papel. Simplemente para
divertirme, cuando terminé le puse título a la historia. La llamé «Pan comido».
Al día siguiente alguien de la embajada me la
pasó a máquina y se la envié a míster Forester. Luego me olvidé por completo de
ella.
Exactamente dos semanas después recibí la
contestación del gran hombre. Decía:
Querido RD: Se suponía que me daría notas y no una historia acabada.
Estoy desconcertado. Su narración (“Pan
Comido”) es maravillosa. Es la obra
de un escritor dotado. No he tocado ni una sola palabra. La envié
inmediatamente, a nombre de usted, a mi agente, Harold Matson, pidiéndole que
la ofreciera al Saturday Evening Post con mi recomendación personal. Le
alegrará saber que el Post la aceptó inmediatamente y ha pagado mil dólares. La
comisión de míster Matson es del diez por ciento. Le adjunto su cheque por el
importe de novecientos dólares. Es todo suyo. Como verá por la carta de míster
Matson, que también le adjunto, el Post pregunta si querrá usted escribir más
historias para ellos. Yo espero que así sea. ¿Sabía que era usted escritor? Con
mis mejores deseos y enhorabuenas, C. S. Forester.
«¡Caramba! —pensé—. ¡Válgame el cielo!
¡Novecientos dólares! ¡Y van a publicarla! Pero sin duda la cosa no puede ser
tan fácil, ¿no?»
Por extraño que parezca, lo era.
La siguiente historia que escribí era pura
ficción. La inventé yo mismo. No me pregunten por qué. Y míster Matson también
la vendió. Allí en Washington, durante los dos años siguientes, trabajando en
casa al volver del trabajo, escribí once relatos. Todos fueron vendidos a
revistas americanas y más tarde aparecieron en un librito titulado Over to you.
A principios de aquel período también probé a
escribir una historia para niños. Se titulaba «The gremlins» (duendecillos), y
creo que fue la primera vez que se utilizaba dicha palabra. En mi historia los
gremlins eran unos hombrecillos que vivían en los cazas y bombarderos de la RAF
y eran ellos, no el enemigo, los responsables de todos los balazos, motores
incendiados y derribos que sucedían durante los combates. Los gremlins tenían
unas esposas llamadas fifinellas e hijos llamados widgets y, aunque la historia
en sí dejaba ver claramente que era la obra de un escritor sin experiencia, fue
adquirida por Walt Disney, que decidió transformarla en una película de dibujos
animados de larga duración. Pero primero fue publicada en Cosmopolitan Magazine
con las ilustraciones en color de Disney (diciembre de 1942) y a partir de
aquel momento la noticia de los gremlins se extendió rápidamente por toda la
RAF y las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, de modo que los hombrecillos en
cuestión se convirtieron en una especie de leyenda. (…)
Todas las historias que escribí en aquellos
primeros tiempos eran ficticias excepto la primera, es decir, la que escribí
para C. S. Forester. Las historias reales, o sea, las que tratan de cosas que
han ocurrido realmente, no me interesan. Lo que menos me gusta es escribir
sobre mis propias experiencias. Y eso explica por qué esta historia es tan
pobre en detalles. Hubiese podido describir fácilmente qué tal resultaba
enzarzarse en combate con los cazas alemanes a cuatro mil quinientos metros
sobre el Partenón de Atenas, o la emoción de dar caza a un «Junkers 88» entre
los picos de las montañas del norte de Grecia, pero no quiero hacerlo. Para mí
el placer de escribir nace de inventar historias. Aparte de la historia para
Forester, creo que en toda mi vida sólo he escrito otra historia verídica. Y si
la escribí fue sólo porque el asunto resultaba tan cautivador que no pude
resistirme. La historia se titula «El tesoro de Mildenhall» y se incluye en el
presente libro.
De modo que ya lo saben. Así me hice
escritor. De no haber tenido la suerte de conocer a míster Forester,
probablemente nunca habría ocurrido.
Ahora, transcurridos más de treinta años,
sigo afanándome en ello. Para mí lo más difícil e importante de escribir
historias inventadas consiste en encontrar el argumento. Los argumentos buenos
y originales son difíciles de encontrar. Nunca sabes cuándo una idea preciosa
aparecerá súbitamente en tu cerebro, pero, ¡caramba!, cuando se presenta, la
coges con las dos manos y no la sueltas por nada del mundo. El truco consiste
en escribirla inmediatamente, de lo contrario se te olvidará. Un buen argumento
es como un sueño. Si no escribes tu sueño al despertar, lo más probable es que lo
olvides y nunca vuelvas a recordarlo.
Así que cuando una idea para una historia
penetra en mi mente, voy corriendo a buscar un lápiz normal, o un lápiz de
color, o una barrita de carmín, cualquier cosa que escriba, y anoto unas
cuantas palabras que más tarde me recuerden la idea. Con frecuencia basta una
sola palabra. Una vez iba solo en coche por una carretera rural y se me ocurrió
la idea de una historia sobre alguien que se quedaba atascado en un ascensor
entre dos pisos de una casa vacía. En el coche no tenía nada con que escribir.
Así que paré el motor y me apeé. La parte posterior del coche estaba cubierta
de polvo. Con un dedo escribí en el polvo una sola palabra: ASCENSOR. Con eso
hubo suficiente. En cuanto llegué a casa me fui directamente a mi estudio y
escribí la idea en una vieja libreta escolar de tapas rojas que lleva sólo el
título de «Relatos».
Tengo esa libreta desde que hice los primeros
intentos de escribir en serio. La libreta tiene noventa y ocho páginas. Las he
contado. Y casi todas ellas aparecen llenas por ambas caras, llenas de esas
ideas para una historia. Muchas de ellas no sirven. Pero prácticamente todas
las historias y cuentos infantiles que he escrito empezaron en forma de nota de
tres o cuatro líneas en ese volumen pequeño y gastado de tapas rojas. Por
ejemplo:
[¿Qué tal una fábrica de chocolate que hace
cosas fantásticas y maravillosas... dirigida por un loco?] Esto se convirtió en Charlie y la fábrica de
chocolate.
[Una historia sobre el señor Zorro, que tiene
una completa red de túneles bajo tierra que conducen a todas las tiendas del
pueblo. De noche sale de entre las tablas del suelo y se sirve de lo que le
apetece.] El fantástico señor Zorro.
[Jamaica y el chico que vio una tortuga
gigantesca capturada por pescadores nativos. El chico ruega a su padre que
compre la tortuga y la suelte. Se pone histérico. El padre la compra. Luego,
¿qué? Quizás el chico se va con la tortuga o se reúne con ella después.] El
chico que hablaba con los animales.
[Un hombre adquiere la habilidad de ver a
través de los naipes. Gana millones en los casinos.] Esto se convirtió en Henry Sugar.
A veces estas notas garrapateadas aprisa y
corriendo se quedan sin utilizar en la libreta durante cinco e incluso diez
años. Pero las que son prometedoras siempre acaban por ser utilizadas. Y si no
demuestran nada más, creo que sí indican qué delgados son los hilos con que en
última instancia se tejen los cuentos infantiles o las narraciones cortas. La
historia crece y se ensancha a medida que la escribes. Las mejores partes de la
misma se te ocurren ante el escritorio. Pero ni siquiera puedes empezar a
escribir esa historia a menos que tengas los principios de un argumento. Sin mi
libretita, me vería totalmente desamparado.
Roald Dahl, Racha de Suerte
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